La humanidad, ¿es un buen proyecto para el mal? / Hugo Hernández

El cine de terror a menudo ha ubicado el origen del mal en dos fuentes: lo sobrenatural —el demonio o los demonios que tientan a los humanos, y principalmente a las humanas— o la perturbación mental. El género ha sido pertinente para iluminar en muchas ocasiones los cochambres que caben en lo humano, pero al atribuir el mal en el mundo a fuerzas o situaciones extraordinarias manda un tramposo mensaje tranquilizador: no somos malos, así nos hacen cosas que nos rebasan, y si nos mantenemos cuerdos y en la gracia de Dios el mal será asunto de otros: uno tiende a pensar bien de uno, salvo que se trate de un demente o de un criminal honesto consigo mismo (que, de que los hay, los hay). De esta forma, el terror —sobre todo el actual, que es poco imaginativo, más bien reiterativo— no es hoy el género más adecuado para invitar a la reflexión sobre asuntos que caen en los terrenos de la moral o la ética. Es preciso, pues, buscar en otra parte.
     La posibilidad la ofrece el paso fugaz de dos cintas dramáticas que se estrenaron en Guadalajara a principios de este año y que ofrecen material fresco y lúcido para el abordaje del mal: En un mundo mejor (Hævnen, 2010), de la danesa Susanne Bier, y Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, 2011), de la escocesa Lynne Ramsay. Ambas tienen como protagonistas a personajes que son víctimas de un mal que no tiene su origen en fuerzas demoniacas ni en enfermos mentales: los que lo causan son humanos, saben muy bien lo que hacen y lo disfrutan. Estos acercamientos, así, ofrecen un piso tangible, reconocible, que merece atención.
     La acción de En un mundo mejor se ubica principalmente en dos puntos: un pequeño poblado danés y un campo de refugiados en África. El puente entre ambos parajes es un médico sueco que vive en el primero y trabaja en el segundo. En su consultorio recibe constantemente a las víctimas de un cruel líder, responsable en parte del conflicto que ha llevado a muchas personas a buscar refugio en el campo. En casa, su hijo sufre los abusos físicos y verbales de sus compañeros, que se burlan de su origen y sacan provecho de su debilidad. Hasta que un recién llegado maltrata con singular crueldad al que encabeza a los abusadores. Mientras tanto, su padre recibe herido al hombre que ha provocado tanto mal a sus pacientes.
     Bier ofrece una serie de situaciones en las que el origen del mal tiene su explicación en el poder que ejerce el fuerte sobre el débil: el malo puede y quiere sacar ventaja de su fuerza; el débil no necesariamente es bueno: tal vez no ha tenido la oportunidad de ejercer el mal. El interés de En un mundo mejor está en cómo se reacciona frente a la agresión, qué se hace con el daño recibido. Y así como Mimi Leder planteaba en Cadena de favores (Pay It Forward, 2000) que el inicio de una acción positiva genera una cadena de bondad, Bier deja ver que responder al mal con el mal no da por resultado nada provechoso. En algún momento el médico, en Dinamarca, es cacheteado delante de sus hijos por un tipo rudo. Los chicos esperan que su padre devuelva el golpe (y los espectadores también: el cine nos ha acostumbrado a confundir la venganza con la justicia), pero él ofrece una dolorosa lección —mientras se traga la humillación— al ubicar en su bárbaro contexto al agresor y renunciar a la acción que su sangre hirviente le demanda. Su gesto detiene lo que se pudo convertir en una pelea de consecuencias imprevisibles. En África cuestiona el juramento hipocrático y cae en la cuenta de que no siempre es sano ni recomendable hacer el bien sin mirar a quién. Bier tiene a bien concebir una cinta que no se ocupa de un asunto desde una perspectiva ética, sino que hace un ensayo ético: su cinta no es sobre temas éticos, es ética: plantea preguntas que invitan a pensar nuestra cotidianidad, a escudriñar las motivaciones de nuestras acciones y a cuestionar las respuestas que ofrecemos ante el mal recibido.
     En Tenemos que hablar de Kevin, Lynne Ramsay registra los sinsabores de una madre que descubre la férrea voluntad de su primogénito por contrariarla y mortificarla: desde temprana edad, Kevin se empeña en desobedecer a su madre y para ella sólo tiene groserías y gestos negativos, mientras que complace y hace gracias a su padre. Conforme crece, el comportamiento del hijo no mejora, y no sólo provoca daños a su madre y a su hermanita, sino que lleva a cabo un acto de criminales proporciones. Con Kevin, Ramsay plantea un mal biológico, casi ontológico. Deja ver, además, que si en sus primeros años el humano puede ser inconsciente de las consecuencias de sus maldades —y tal vez ni en esa edad—, conforme crece tiene claridad sobre lo que hace y de su responsabilidad. Deja entrever, además, que dañar al prójimo puede ser una respuesta a un malestar que provoca la vida misma, al hecho de estar entre los vivos: es una forma de reproche. La reproducción de la especie representa, así, la reproducción del mal; la paternidad supone entonces una responsabilidad suplementaria.
     Tanto Bier como Ramsay ubican el origen del mal en fuerzas naturales: la especie humana, que se empeña en enaltecerse frente al resto de la fauna y que es autora de prodigios, nunca termina de superar su animalidad (ya lo dice Woody Allen: somos una especie fallida). Reconocemos nuestras respuestas animales (entre el que humilla al otro porque puede y el macho alfa de una manada no hay tanta diferencia) y a menudo las condenamos, pero podemos ver cómo prosperan en la cotidianidad. El humano es el único animal que hace el mal; pero no hacerlo es, también por lo mismo, una opción exclusivamente humana. Ésta representa la posibilidad de aspirar a un mundo mejor, como a pesar de todo sugiere Bier. Contra lo que plantea Ramsay no hay defensa…
     En un mundo mejor y Tenemos que hablar de Kevin son dramas congruentes que muestran cómo el cine, que a menudo hace del mal un espectáculo y de la venganza una práctica corriente, también puede ocuparse con rigor de lo que se han ocupado en el pasado filósofos, teólogos, sociólogos y escritores. Puede no sólo plantear asuntos éticos que son urgentes y vitales, sino hacer ética, disciplina que, a mi juicio, representa justamente la posibilidad de un mundo mejor. Sigo creyendo, también, que el género cinematográfico pertinente para ocuparse de las miserias del género humano es el terror, el que produce y cabe en la única especie fallida, no está de más subrayar y concluir.

 

 

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