Donde el tacto, de Fernando Carrera / Javier Acosta

1. El ojo de la piel
Plotino, uno de sus primeros pensadores, sostiene que la belleza está preferentemente dirigida a los sentidos de la inteligencia, es decir, a los menos relacionados con la carne y la concupiscencia. Para este filósofo platónico, sólo es verdadera la belleza que nos separa del cuerpo y sus apetitos. La vista y el oído son los sentidos de la belleza verdadera, para ellos es y debe ser el arte. Ni el olfato, ni el gusto, ni el tacto podrían ser fuentes de esa satisfacción que llamamos belleza, pues están dirigidos a (y por) la carne. El tacto podría ser agradable para el mundo clásico, pero no bello. La belleza verdadera es la del alma, la belleza del cuerpo es falsa belleza. La belleza metafísica es la belleza de la eternidad, la belleza física —es decir, carnal— es pasajera y temporal.
     Existiría entonces una especie de enemistad estética entre el alma y el cuerpo. Separación que viene de apartar al arte respecto de aquellas delicias de la engorda y multiplicación de los cuerpos. Hasta ahí la filosofía, hasta ahí la religión. A partir de ahí, la poesía, amiga de la carne y del cuerpo. En la poesía, como quiere Pessoa (id est, Alberto Caeiro) en su Penúltimo poema, el alma es del mismo tamaño y ocupa el mismo espacio que el cuerpo, la carne es el alma y el alma es la carne. Para la poesía, ahora con Paul Valéry, es cierto que lo más profundo es la piel. Así, desde la poesía, el tacto es un sentido al mismo tiempo superficial y profundo. Promiscuidad sapiente la del tacto.
     Esta vocación por lo háptico, por el oído háptico —podríamos decir, parafraseando a Gilles Deleuze—, es bien palpable en el poemario de Fernando Carrera, merecedor del Premio Salvador Gallardo Dávalos 2010. Poemario en que los miembros del jurado encontramos una serie de virtudes que hermanan de manera notable el fondo y la forma del conjunto, con una riqueza de recursos que lo distinguieron dentro del excelente número de poemarios presentados a concurso. Donde el tacto es un libro para leer y releer, y en cada lectura aparece una temperatura distinta, un registro diverso, una textura suave y estriada, similar a la dermis. Frente a la visión epidérmica se opone el tacto dérmico. Visto con mayor detenimiento, la singularidad del libro de Fernando Carrera logra intelegir, desde el tacto, las propiedades de la luz, propiciando la confusión de los sentidos conocida como sinestesia. Ver la música, oír los aromas, palpar la luz. De esta aparente confusión nace una epifanía, una revelación sobre los aspectos imperceptibles de la realidad que aparecen ahora como iluminaciones de la piel. Así, Carrera encuentra también las propiedades carnales de la claridad. «Para tocarte miro La luz». Tocar y ver se entrelazan, y —como bien lo sabemos— acariciamos con la mirada, y —consecuencia poética— miramos con la piel. La piel es un gran ojo que ocupa todo el cuerpo.

2. La piel de ojo
Ya esta apuesta de Fernando Carrera, incendiaria y sutil, deseante y sapiente, merece el detenimiento del lector. Postulado hondamente mundano y vital, que es una virtud de juventud, apertura a un mundo que sólo se conoce por medio del deseo, pues el deseo conoce, interpreta, canta. La piel es deseo y el tacto es eros ya realizado. Contraviniendo a Plotino, el deseo sabe, y sólo deseando conocemos. La piel sapiente que hay en este libro de Fernando Carrera está acompañada por la armazón de un discurso poético líquido, en flujo y en reflujo, esa piel-río que postula el autor, y que es símbolo, desde Heráclito, del tiempo, río y tiempo, tiempo y carne, carne y vida —debemos recordar aquí, pues lo merece, ese dios del flujo sanguíneo, el dios-río de la sangre, de Rilke.
     La poesía es hermana de la vida. El tacto es la canción de la vida, el deseo de eternidad de la vida. La vida es placer y dolor, el tacto conoce y reconoce con placer y dolor: es el caso del fuego, que aparece en el poemario como fuego táctil, es decir como quemadura de luz; pues no conocemos el fuego sino hasta que lo tocamos, como no conocemos una boca sino hasta que la mordemos, como no conocemos un pie sino hasta que lo besamos, como no conocemos el cuello que no hemos lamido —y relamido.
     Dice nuestro poeta sobre el fuego, en uno de los pasajes preferidos por mí: «“Es el humo”, me dicen, este viento negro. Ahora no sé las palabras que serán alfiler o serpiente para unir estas figuras que se mueven con lo que imaginas: las metáforas del fuego, piensas, tú desde ti, que has probado el cuerpo de la fiebre, humedad encendida al paso de las manos; tú desde ti, que sabes de la lucha del hombre con el hombre, del hambre que arde como espiga seca en la boca del estómago. Sólo sé, desde aquí, con papá removiendo la madera y mamá en la cocina despertando olores, que la luz me dice algo: en el calor que se mueve con violencia hay para mí un regalo: cicatriz que será nombre y destino, quemadura» (p. 17). Luego el agua se transforma en fuego, el fuego en viento, los elementos de la tierra que se constatan en la piel, tal y como la poesía se constata en la voz. Tengo para mí que sólo lo presenciable es poético; para ello no importa la imposibilidad lógica, sino la posibilidad de la imagen, la lógica de los sentidos —Gorostiza afirma que el poema se constata en la voz; debemos añadir: la poesía, en los sentidos. El agua llega a ser cuando nos moja, el aire cuando se lleva nuestros últimos cabellos, la quemadura es la sustancia del fuego.
     Libro flexible y expansivo, con metáforas táctiles que se adhieren al aroma y a la vista, a la memoria y al amor. Metáforas líquidas y viscosas, sensaciones públicas y privadas, el tacto de las sábanas y el tacto del autobús, aleaciones insospechadas que confieren riqueza y variedad a Donde el tacto, produciendo también una mezcla de lirismo urbano que el lector agradece: «Cemento con olor a niña: / ésta es la presencia de aquellos años / Rosa entre las piedras / en los ojos rojos de cansancio / en los peseros llenos de pescados humanos» (p. 30). Leyendo los poemas, sumergidos en sus versos, podemos convenir en que la luz es acariciada por el ojo, como el sonido existe al roce del oído, como instaura la lengua la sal y los azúcares del mundo. Y así, ya está por fin Plotino de cabeza —como aconseja ponerlo Borges para poder sacarle algo de provecho—, y ya de cabeza la belleza del mundo comparece, mundo del deseo y de la vida, del placer y dolor que la celebran.

 3. Mano lectora
Todo ello lo sabe la poesía de Fernando Carrera, y la lectura del libro es así como el recorrido de nuestra mano por la piel del mundo, piel del amado o de la amada, dedo de la poesía en la llaga del mundo, mano de la poesía en el pecho de la tierra. Se trata de ese cuerpo adentro (p. 20) que postula el autor y que revela la apuesta del poeta, su voluntad de belleza y su voluntad de libro, es decir, de unidad formal y temática, que nos habla ya de una madurez en proceso. 
     Entre el poema en prosa y el verso libre, el largo aliento y el soliloquio de la memoria, la cadencia líquida y viscosa, fluye y refluye el libro ganador de este prestigioso Premio Salvador Gallardo Dávalos, poemario que, estamos seguros, alimentará la tradición de un certamen de primera importancia en el panorama de las letras de nuestro país.

Donde el tacto, de Fernando Carrera. Instituto Cultural de Aguascalientes, Aguascalientes, 2011.

 

 

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