(Monterrey, 1991) Su libro más reciente es Por donde el diablo atraviesa los huesos (2022, ENE/UANL).
Uno
En Monterrey abundan los poetas. Sin temor a exagerar, quizá hay un narrador por cada cincuenta escritores de poesía. Con el tiempo uno va armando su tribu; en la mía resonó una recomendación en 2018, se trataba de un libro que sólo se había publicado en la Universidad de Concepción, Chile. Y así como poetas hay por montón, poca es la distribución de poemarios de otros países. La única posibilidad de hacerme de un ejemplar fue pedirlo directo al autor. No lo supe entonces, pero tras ese trato autor-lector estaba por convertirme en un fiel devoto del libro. Leí algunos poemas de forma aleatoria, y, como si de bibliomancia se tratara, me encontré con un poema que a la fecha me acompaña y aprendí de memoria. Aquél, retrata una voz poética que pretende ver a su tristeza como un ente ajeno a su cuerpo, a su existencia. Me pareció tan natural. En verdad que pocos lo queremos asimilar, pero hay un tipo de paz que sólo obedece a la melancolía, entonces pedimos una señal del cielo.
Definamos las cosas: estoy triste, muy triste y mi tristeza se me sube al cuello de la camisa […] Mi tristeza es como un gato; Un gato que no se ve. Mi tristeza es el ronroneo que escucho cuando apago el clima, toco las sábanas, veo el techo, la lámpara, abro los ojos.
Dos
Yo por lo regular no me hago caso. Dudo. Me digo no sé. Yo, cuando dudo o no sé cómo reaccionar ante un libro que me ha dejado un sabor de boca espléndido por la forma, pero herido en los sentidos interiores, me cuesta mantener una postura crítica.
Sobre la poesía que cuando nos transgrede nos hace sentir que un poema es el primer poema que leemos, como si de enamoramiento se tratara, sé poco, o parece que todo lo olvido. Cuando frente a un texto me digo «no sé», que es lo más común, recurro a los lectores más jóvenes a los que puedo acceder. Por ello, decidí leer casi medio libro en voz alta a mis alumnos de preparatoria. Después de un silencio que se sintió prolongado, del que todos en el salón fuimos cómplices, una valiente comentó, «No sabemos si estamos por abrir llanto o sonreír». Pienso ahora que los juegos constantes del libro condicionan a su lector, volcándonos en nuestra propia nostalgia para entender.
Porque a veces es necesario detenerse ver una estrella y no saber adónde dirigirse; sólo quedarse con la impresión de que algo se nos anuncia, algo se nos promete, que por el momento no podemos alcanzar.
Tres
Sabemos que escuchamos canciones tristes para sentirnos mejor, poco sabemos de cómo funciona. Presiento que se trata de la sensación de acompañamiento. Puede ser que decirnos «a otros les ha pasado» nos lleve a abandonar, aunque sea momentáneamente, la desdicha. Sabemos, sin querer aceptarlo, que la desesperación o la angustia llegan al no asumir quién se es en el momento, o bien por desear estar en otro tiempo o espacio. Pese a ello, la lírica de Villarreal contempla y acepta. Justo de eso se trata la añoranza, de abrir el cuerpo y esperar a que lo que se cree que «fue mejor» vuelva, sabiendo que puede no regresar. La constancia en el detenimiento reflexivo nos hace sentir acompañados y, entonces, soltar el libro a la mitad es bastante complejo. La fidelidad generada nos mantiene hombro a hombro con quien comparte su canción triste, su experiencia. Cuando una experiencia se nos vuelve significativa se modifica la percepción del tiempo, y, poemas mediante, descubrimos la relatividad a piel cierta.
Estoy con el firme propósito de dejar la cafeína. Mis noches son cada vez más lentas y nerviosas, no encuentro un solo libro que atrape mi atención, que haga correr más rápido los minutos que llenan mis horas; las horas que se desbordan y muerden mis párpados. Hay horas en los cajones, en las ventanas; las horas no son como los minutos y los minutos jamás se confunden con los segundos; los segundos son nerviosos, hay algunos que son tímidos, que nunca se desvisten del todo o se quedan con los calcetines o se ponen los lentes; en cambio los minutos siempre cierran la puerta.
¿Cuánto prestigio otorgamos durante el día a lo inocuo? Lejos de la sofisticación morfosintáctica y retórica, y de los monumentos erigidos en lenguaje puro, hacer que el lenguaje diario cobre una sencillez compleja —disculpe aquí la dicotomía fácil, amable lector— es uno de los grandes logros de José Javier Villarreal en sus últimos libros. Particularmente en el que ahora me ocupa, descubro que la astucia del autor protagoniza el quehacer poético.
Cadenas semánticas, formulaciones lógicas que denotan la astucia y su juego perverso de confundir risa y llanto. Validar la monotonía dando renombre a lo cotidiano es un ejercicio sumamente complejo. Hacer que el hallazgo poético nos sea accesible, incluso cuando el mal hábito de leer poesía le sea lejano al lector, es hablar(nos) de lo que no sabíamos pero ya conocemos.
Cuatro
Hablemos de aquello que no conocemos. Paisajes, culturas, mitos; incluso experimentos intrapersonales que nos llevan a pensar que los poemas van a cerrarse de manera común, cotidiana, como sugiere la voz poética en su engañosa apariencia tranquila. Pero esto no es así, desde la seguridad que ofrece lo aparentemente simple, llega el contraste de elementos, que, si bien pueden llegar a compartir espacios físicos o campos semánticos, los remates son inesperados.
Estoy viendo una silla pero pensando en un perro. […] Las asociaciones se me dan con cierta facilidad […] El problema que me presentan siempre las asociaciones viene después cuando tengo que interpretarlas; es entonces cuando dejo de pensar en un perro y sólo veo una silla —una silla— donde tú no estás.
El trabajo de quien canta durante el libro es el detenimiento ante una posibilidad, o la falta de ella, como si se tratara de versos escritos por el gato de Schrödinger, un gato de Schrödinger que está triste, muy triste. Un gato que se lastima al tacto, o por la falta de tacto. Que le duele, incluso, antes de pensar en el acercamiento. No son los objetos, tampoco los sentidos, son la ideación y la mente, con sus terribles artimañas llenas de ponzoña para sí mismas, lo que duele.
Cinco
Los pájaros vuelan sobre mí pero siempre se posan en otra rama.
Éste es uno de los poemas breves que van encaminándonos al cierre del libro, a la despedida. La voz del libro cambia de estrategias constantemente. Reflexiona desde el poema de largo aliento que parece narrar o construir con la lúdica del ensayo, contar un cuento lleno de manías, o bien hacer símiles profundos que en apariencia son inofensivos para la mente, pero no para la percepción plena.
Cambiar de estrategias, por ejemplo, para poder salir de casa frente a la tormenta helada que es el apago interior nos puede llevar a tejer con los estambres que han dejado otras prendas, de las que con mucho esfuerzo procuramos deshacernos; el suéter del desánimo, la boina de la melancolía y las calcetas del quizá; aunque lo cierto es que pueden hacer más duro el invierno al faltarnos cuando negamos su presencia. Lo innegable, aun logrando convertir un par de calcetas en una frazada inmensa, es que seguimos manteniendo los mismos estambres, los mismos hilos, y, entonces, la voz que nos acompaña en el libro decide salir de casa sólo pocas y contadas veces.
Las montañas suben al cielo, el cielo desciende y humedece mi cabello. Pero no es cierto. Esto lo escribo sobre una mesa en una pequeña habitación donde las paredes y el techo se van juntando, se van cerrando.
Yo confieso
Escribir una reseña es sencillo. Conectar del punto A al punto C nos hace saber que debemos agregar, en algún momento, el punto B. A mitad del camino podemos releer nuestro texto antes de enviarlo al maestro, la revista o el grupo de WhatsApp y, de ser necesario, corregirlo. Sabemos que, si se nos cuela algo que no favorece a nuestra reseña, quizá un punto D o H, que más que construir distrae, podemos eliminarlo, cambiarlo, corregirlo. Intentar escribir una reseña que sea confiable y que, además, sepa ir en línea recta cuando «la nostalgia te cambia el paisaje y surge la necesidad de ver el cielo»,es reconciliarse con la posibilidad de que el producto no sea lo esperado.
Muy poco he confesado en lo que se ha leído hasta este punto. El costo de escribir de y desde la paz que sólo es fiel a la melancolía me lleva a pensar que poco es necesario un texto previo. Una señal del cielo es un libro que puede generar el espejismo de ser confesional. Confieso, entonces, que asimilar este tipo de poesía puede, como conmigo lo hizo, someter al lector a un dolor insospechado.
De igual modo, quizá desdiciéndolo todo, he decidido cerrar con esta próxima cita. Más allá de la contradicción, me uno a la señal que se ha dejado ver entre estas nubes.
El día vuelve a ser el día y la casa un sitio donde habitar