(Tlaxcala, 1994). Doctoranda en el Departamento de Estudios Semíticos de la Universidad de Granada, investiga los aportes del mundo árabe clásico a la historia de la salud mental.
Los jaleos son un palo flamenco, un estilo de cante. También son gritos, gritos para animar, no al público sino al artista. Gritos a compás (una no puede jalear cuando se le antoje). El compás, hasta en la sopa. Ole es un jaleo. Uno de tantos. Leo de Faustino Núñez: «Desde los años cincuenta del xix, cuando se estaba confeccionando el repertorio y aún no se había establecido el nombre de flamenco, a los seguidores de este tipo de música y baile nuevo se les solía llamar aficionados al jaleo. No se referían en concreto al género musical, los jaleos, sino a la música que se jaleaba». Sabemos que jaleo también indica movimiento, alboroto, un lío.
Mi formación en el flamenco no fue musical ni musicológica, fue dancística, y aunque estuve años comprometida con el baile a niveles obsesivos, nunca me consideré bailaora porque no pretendí hacer de la danza una profesión. Me pasó la idea por la cabeza, pero pasó sigilosa y breve: los escenarios nunca fueron un lugar que pisara cómodamente. Mi afición ha crecido de una forma bastante más reflexiva desde que no bailo. Cuando dejé de bailar aprendí a escuchar mejor. El cuerpo danzante trajo las herramientas para esa escucha, pero no siempre fue capaz de desmenuzar la música a profundidad. Dejar de bailar buscando permanecer cerca del flamenco me llevó a concentrarme únicamente en el sonido, y concentrarse en el sonido implica leer sobre esos sonidos y su historia. Y pensar. El cuerpo en reposo encuentra más espacio para pensar. Ahí, en la escucha y la investigación por cuenta propia, mantengo el vínculo. En más sentidos del remitido por Faustino, soy aficionada al jaleo.
De ida
«Benita Díaz, natural del reyno de Méjico, de diecisiete años de edad, busca casa para criar: vive en la calle del Hondillo, núm. 173».
Esta nota apareció en 1830 en el Diario Mercantil de Cádiz y está recopilada, como tantas otras, en El afinador de noticias. Crónicas flamencas en la prensa de siglos pasados, un compendio publicado en 2021 por Faustino Núñez. Con ella se imagina lo que esa mujer cantaría a quienes criara allí donde la contrataran; imagina que tararearía en alguna casa gaditana todo lo que una es capaz de almacenar dentro, a veces sin saberlo, cuando migra lejos.
Yo no llegué a Cádiz, ni buscando «casa para criar». Llegué a Sevilla, también a los diecisiete, con la maleta perdida y, por suerte, los zapatos de danza en el equipaje de mano. Fue mi primer contacto con el flamenco fuera de México. Un contacto contundente. De lunes a viernes, de las ocho a las tres. Más de cuarenta grados todos los días. Pies hinchados todos los días. Guitarras y palmas todos los días. Historia y teoría todos los días. Tico tá tico tá tico ta tá todos los días. Ahí lo flamenco, como en casi todos sus espacios formativos, es asumido con fronteras bien establecidas. El flamenco como país, como continente entero.
Con esto me refiero a lo que sucede en aulas, entre paredes, con horarios fijos. Después está la calle: los bares, las juergas, la jerga, la feria, los dichos. Y las casas. Las abuelas canturreando al ritmo de una pala en el potaje, o los villancicos aflamencaos cada diciembre en Andalucía. Una atmósfera entera que, sí, facilita el aprendizaje de un lenguaje muy complejo, pero que a la vez alimenta el cansino mito de pensarlo como algo «puro» y puramente andaluz. Como si tal cosa fuera posible en el mundo de la música, en una región tan heterogénea como ha sido el sur de España.
Empecé a bailar en México y eso sorprende a muchos: que «haya flamenco» y escuelas donde aprenderlo fuera-de-España. Las hay, y no son pocas, respondo. Quizá menos que en Tokio, pero las hay. No exagero si digo que me topé con este género casi por casualidad, pero creo que se trata de un caso aislado si pensamos que en algunas regiones de México el flamenco está mucho más presente en el imaginario colectivo que un son jarocho o una quebradita, aunque sea para cantar volaré, oh, oh, cantaré, oh, oh, oh, oh. Es curioso lo familiarizados que están en Tlaxcala o Puebla con el concepto de tablao.
Mis primeras clases fueron en una sala pensada para reuniones de negocios, no para enseñar danza. Aprovecharon que tenía suelo de parqué, agregaron espejos enormes, y listo, hala, a taconear ahí, encima de una cocina porque la dueña quería aprender a bailar eso. Fin. Era un espacio pequeñito lleno de complicidad por tanta vergüenza y torpeza juntas. Yo no entendía nada. Seguido sentía que estaba desperdiciando dinero y tiempo. Para quienes no crecimos en un ambiente musical, entender el compás flamenco puede convertirse en un martirio. Si a eso sumamos la complejidad corporal que exige el baile, ese baile, es aquello un océano fascinante igual que aterrador. Del cante, ni hablar. Ni se acaba ni se abarca. Frente a eso, al mar se le tiene respeto. También miedo. Pero, sobre todo, respeto.
De vuelta
En el segundo volumen de A Flamenco Catharsis aparece un texto visual de David Pielfort. «Aprenda flamenco en siete días»:
O lo que es lo mismo… entérese de una vez de lo que es el flamenco en unos minutos: empiece por no tocar las palmas, tampoco amague con bailar, ni tocar la guitarra, no cante, no hable, no jalee, mueva, no toque las palmas, ni baile, no vaya a tocar la guitarra, no cante, no hable, ¿tiene un cigarro? No respire, no se mueva, pague, no toque las palmas, no baile, no vaya a tocar […]. No toque la guitarra, no cante, no hable, no jalee, no respire, no beba, no coma, no fume, no se mueva, pague, no toque las palmas, no baile, no toque la guitarra, no cante…
Y al final de una página entera con las mismas frases en bucle: «Este protocolo pedagógico no se lo salta un gitano, y como podrá comprobar, la desafección al régimen de la jondura será inmediata».
En Sevilla (después en Madrid y Granada) sabía y no lo que me iba a encontrar. Por etapas me he alejado deliberadamente de espacios flamencos, no por falta de interés sino porque muchas veces resultan cansinos, rutinarios, empolvados, faltos de receptividad en tantos sentidos. Al flamenco lo inunda, entre otras cosas, una autosacralización que lo aísla de sus principios más básicos: los de los márgenes y lo impuro; los del humor y la hospitalidad en medio de inequidades estructurales, incluso. Al flamenco se le ha sobreprotegido en casa, desde bien niño, y de él crece una afición parcialmente ciega. Afición, sí, pero naíf y desinteresada cuando se le sugiere que indague, que rasque un poco.
Uno de mis aspectos predilectos de la tradición flamenca es la falta generalizada de autoría. Sin ser folclore, «en el flamenco cantar supone repetir lo ya cantado; repetición de lo cantado en la infinita variedad de sus formas, modos y melismas». A continuación, Martín Ballester cita a Enrique Morente: «El cante se aprende en el aire». Cualquiera puede acercarse a un docente, una academia, un curso, pero la producción artística flamenca está esencialmente basada en pillar pellizcos, tomar cosas prestadas (o robarlas): traducirlas al lenguaje individual, sea con la voz, las manos o el cuerpo entero. Y la realidad es que quienes acceden a eso desde la cotidianidad son una minoría en todas partes.
El flamenco es apócrifo. Casi todas sus letras son huérfanas porque su valor no reside en la autoría sino en la interpretación que las mantiene circulantes. En ese sentido es un lenguaje artístico bastante democrático. Nadie pide permiso para cantar «Mi marío no está aquí, está en la guerra de Francia…».Esos tangos habrá quien los cante sin haber escuchado nunca a la Niña de los Peines, a quien se le acuña su primera interpretación. Hace falta erudición o tiempo para rastrear el origen de una letra, un cante, una melodía. Esto le suma impurezas, lo vuelve a contaminar, lo llena, literalmente, de malentendidos: de letras alteradas y tercios inventados acorde a lo que cada uno mal-memoriza y remienda. Al artista flamenco, músico o no, por encima de cualquier otro atributo, se le valora por saber escuchar. Cuando recibió el Premio Nacional de Música, Morente dijo que «Es más difícil aprender a escuchar que aprender a cantar».
En el baile sucede lo mismo. Su no-estructura resulta un compendio de citas corporales que deben dialogar —no intercambiar mensajes, sino entenderse— con el entramado sonoro igualmente estructurado a modo de collage: el marcaje de fulana con el remate de aquél y el pellizco de tal. Se adopta, se mezcla, se alterna y, siempre maleable, ese conjunto deviene en una pieza de ¿autoría propia? A la obra flamenca no la vertebra la composición, sino la permeabilidad de quien la genera, su memoria. Es la interiorización (vocal, musical, corporal) de registros diversos de trazos ajenos. Cadáver exquisito. No estoy diciendo que el flamenco carezca de creadores, sino que lo funda un cinismo que acepta y explora el punto de partida de toda producción artística: se crea de lo que se recibe y con las herramientas de las que se dispone cuando se recibe. Posee un «descaro contracultural», como lo describe Ernesto Artillo, reflexionando sobre el género de las sevillanas.
Pero esa dimensión colectiva en tanto vacíos autorales es contradictoria cuando se trata de abrirse al exterior, el principal mecenas. El flamenco está lleno de outsiders. Come gracias a ellos. Pienso, por ejemplo, en la labor cultural escénica y formativa que ha impulsado la estadounidense Cristina Heeren. Ésa sí que «ni canta ni baila», pero ha financiado en Sevilla lo que ningún sevillano. O en Ernestina Van de Noort, fundadora de la Flamenco Biënnale, en Holanda. Aun considerándolo en muchas partes un «arte de importación», como lo nombra Ismael de Begoña, el flamenco ha llegado a rincones que quizá Pastora Imperio o Silverio Franconetti no imaginaron nunca.
De ida y de vuelta
Haz que en sus aposentos no consienta Un page disoluto; si ahí suene Cancion de las que el vulgo vil freqüenta: Cancion, que de Indias con el oro viene Como él á afeminarnos, y perdernos, Y con lasciva clausula entretiene.
Bartolomé de Argensola, s. xvii
En vano es que de las Indias lleguen a Cádiz nuevos cantares y bailes de distinta, aunque siempre de sabrosa y lasciva prosapia; jamás se aclimatarán si antes, pasando por Sevilla, no dejan en vil sedimento lo demasiado torpe y lo muy fastidioso y monótono a fuerza de ser exagerado.
Estebánez Calderón, s. xix
Leo desconcertado como la música se aleja cada día más de la cultura. El puñetero reggaetón con letras sexistas que no defienden ni las feministas, música asquerosa para el gusto. […] Es la degradación absoluta y actual de la música popular.
Julián Ruiz, 2022
La música se aleja de y se adhiere a la cultura tanto como la ortografía de Julián Ruiz. Para muchas personas vinculadas al mundo del flamenco, el que géneros como el reguetón, el trap o la cumbia se fusionen con su género estrella les resulta innecesario, inadmisible e inoportuno. Les chirría hasta la risa y, en realidad, parten de un paradigma tan claro como paradójico para el caso del flamenco: el de la división entre alta y baja cultura. Los flamencos reivindican ser del sur siempre que sean El Sur, que no se contaminen de otras periferias urbanas, africanas o caribeñas. Su canon es marginal un día sí y dos no.
El compendio de Faustino Núñez que cité anteriormente, El afinador de noticias, contiene treinta y cinco apartados que de algún modo hacen referencia a América. Otros remiten a demás influencias culturales: a la invisibilizada presencia de la negritud en el flamenco, por ejemplo. Agradezco profundamente la labor de investigación de Faustino y las reivindicaciones en ella porque hacía falta que alguien reactivara ciertos debates, y que lo hiciera con fundamentos. Uno de ellos, en el que es más reiterativo, es precisamente ése: el de América como paradigma condicionante para eso que desde hace trece años es considerado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad (así, con todas sus mayúsculas, que a los flamencos les encanta). Puede parecer poca cosa, pero pensar el flamenco en su totalidad como género de influencia americana, continental, es más controversial de lo que nos gustaría aceptar.
De ida y vuelta se les llama a los palos que aluden a América y a sus intercambios con la península ibérica, en este caso, de carácter musical (rítmico, oral, instrumental, etcétera). Esos cantes remiten, sobre todo, a Cuba, México y Argentina. Pero si leemos las investigaciones de Núñez, tal categoría se ha establecido «casi a modo de propina», nos dice. Migajas, una cuota cubierta. Estará ya cansado de reiterar la omnipresencia de lo americano en el flamenco más tradicional. Por eso la tradición en este caso no debería recurrir más a la noción de pureza. Todo lo contrario. No hace falta leer mucho para adoptar la hipótesis de Faustino: América en el flamenco no pudo haberse limitado a un puñado de estilos (guajira, rumba, milonga, tangos, colombiana…). Tuvo que permear más, mucho más, y a partir de ahí su consideración de historiar la música en España y Andalucía con perspectiva atlántica. «América está presente en todo el género flamenco», insiste. Y lo sigue estando.
Otra de sus reivindicaciones ha sido visibilizar la labor de artistas no gitanos y no andaluces a lo largo de la historia (en fin, ser congruente, siendo él payo y gallego). Eso no sólo da otro vuelco a la extrema romantización de lo gitano en el flamenco —reconociendo todo lo que ha implicado el papel de la comunidad gitana en la evolución del género, que ha sido demasiado—, sino que le otorga una naturaleza mucho más global, acorde al dinamismo que lo ha caracterizado especialmente desde el siglo xx.
A principios de 2021, con todos los escenarios todavía inactivos debido a la pandemia, la oferta artística formativa online se disparó hasta superar su demanda. Los artistas que peor la pasaron eran quienes no son referente internacional: la mayoría. La afición era poca frente a quienes intentaban sobrevivir impartiendo clases desde casa, y gran parte de esa afición pagó por «formarse» con celebridades «todas españolas», a quienes confinarse les afectó económicamente menos, en sesiones de Zoom con setenta o cien personas, y a un precio difícil de costear para la población promedio de Latinoamérica. La mayoría de los artistas se las vieron negras para captar alumnos. Entonces organizamos un curso virtual impartido por seis artistas originarias de México, Chile, Brasil, Finlandia y España, con la intención de, en primer lugar, «compartir clientela» en vez de disputársela; en segundo, ofrecer una experiencia propiamente supervisada a pesar de la virtualidad; y, en tercero, reivindicar el conocimiento artístico y la trayectoria pedagógica de profesionales no españolas. Si existe el malinchismo, en el flamenco es rampante. La audiencia fue, por supuesto, mucho menor que en las clases de Farruquito o Pastora Galván, pero terminó con un montaje estructurado colaborativamente, y sorprendida por la naturaleza del encuentro.
El concepto de pureza y su semántica entera diría que son, así, a bote pronto, de los favoritos entre los flamencos. No me refiero sólo a Andalucía, ni siquiera a España, sino también a México. La comunidad flamenca mexicana ha adoptado y reproducido cada uno de los mitos, y con ellos es fácil mantener en la sombra cuatro siglos de protagónicos intercambios en los viajes intercontinentales y los puertos de Cádiz, Veracruz, Habana, Cartagena de Indias, y más; algunos de los artistas más internacionales de la España prefranquista, y los ecos que dejaron en bailarines extranjeros, como Encarnación López para Kazuo Ono, o Antonio Bilbao para Isidora Duncan; una importante década de fusión, la de los setenta-ochenta, cuando por el sur, además de hachís, entraban el rock, el blues y la psicodelia, y de ello se inundaron los hermanos Amador y los Smash; la pertiencia de la exploración de artistas como Rosalía, Niño de Elche o Rocío Molina; el hecho de que actualmente la carrera de muchos artistas se sostenga gracias a las demandas en Japón: de que no promocionen sus giras, páginas, cursos (además de en español) en alemán o portugués, sino en japonés.
Perder de vista todo esto es negar la naturaleza permeable, desde su origen, del flamenco: de toda la música. El flamenco es muy dinámico, y basta muy poco para notarlo. Un baile, pocos minutos de una jam, un grupo de músicos marcando el compás con los nudillos en la mesa. Y precisamente muchos de esos círculos ejecutantes le impiden al flamenco asumir esa característica para sí mismo. Se los come la monotonía, la repetición del mismo palo, letra, patada o coletilla, la reproducción de uno u otro mito, y cuando algo excede sus marcos ahí los tienes sorprendidos, como si todos estos fenómenos fueran algo arbitrario, instantáneo o incompatible para una manifestación cultural tan viva como el flamenco. Como si tanta diversidad se pudiera forjar en poco tiempo.
Si el flamenco es memoria, debe serlo no sólo para sostenerlo técnica y musicalmente, sino para interpretarlo sociopolíticamente. Por un lado, España encabeza la creciente lucha por los derechos de la comunidad lgbt+; por otro, miles de españoles siguen creyendo que «los andaluces hablan mal». País de contrastes como todo lugar exotizado y fácilmente exotizable. Como dijo alguna vez un amigo gallego: «Hay que ser lo suficientemente español para comprarse la camiseta de la Selección en el mundial, y lo suficientemente consciente para no ponérsela nunca».
Entre los flamencos ése no es el común denominador. Padecen un vacío de memoria histórica y desinterés por la cultura fuera de sus propios márgenes. La tauromaquia y el flamenco permanecen hermanados, pero de una manera muy distante a la que sus aficionados creen y desearían: en ambos mundos se manosea la palabra arte como si de amasar el barro se tratara, sin ningún tipo de contextualización acorde a su tiempo. Se emplea borrando uno, dos siglos de historia en torno a la cultura, escupen un esencialismo que aterra. Se habla y se opina (sobre todo se opina) desde un sectarismo de víctima y victimario, y no es que deba construirse el pensamiento sólo desde la erudición o la formación institucionalizada, pero la autocrítica, como el soniquete, la tienen muy pocos.
Tampoco se detienen a mirar a su alrededor más próximo: uno repleto de personas, la mayoría bastante jóvenes, ejecutando alguna de las tres disciplinas básicas del flamenco, procedentes de realidades muy diversas. El flamenco como «género sin ley, manoseado e interpretado por todas las latitudes. Ahí la magia del apropiacionismo y la afectividad del paso del tiempo», dice Artillo. El flamenco no tiene palos de ida y vuelta: es de ida y vuelta. Todavía. Responde a otros lenguajes musicales y a todo tipo de manifestaciones culturales. Y si hace falta recurrir a artistas con suficiente licencia —histórica, técnica o identitaria— para legitimar ese dinamismo, sobran ejemplos.
Ahí tienen a Duquende y al Capullo de Jerez grabando tangos-reguetón con Omar Montes; a Rosario la Tremendita dando un concierto flamenquísimo sin guitarra acústica; a Califato ¾ y compañía convirtiendo un bolero en flamencoelectrocumbia, o componiendo una «Guahira» con base electrónica, palmas, castañuelas, pregones playeros y olas de mar; a los Derby Motoreta y su kinkidelia versionando la «Nana del caballo grande», o a Cristian de Moret y su versión minimal de «La leyenda del tiempo»; a Yerai Cortés, Niño de Elche y La Húngara llenando festivales con C Tangana: dicen que lo mejor de su gira fue ver esa puesta en escena de flamencos-siendo-flamencos alrededor de una mesa; a los hermanos Morente, con la figura de Enrique como eje pero construyendo cada uno un estilo y público distintos; a Israel Fernández colaborando con Pional o desfilando para Palomo Spain; a Manuel Liñán llenando teatros con bailaores travestidos sobre el escenario; a Rosalía cantando que es «igual de cantaora con un chándal de Versace que vestiíta de bailaora», y sus más de quince mil espectadores tocando palmas por bulerías en un estadio de Lisboa.
Aquí ningún jaleo ha surgido por arte de birlibirloque. ¿Que las generaciones estamos pecando de «populismo pedante», como dice Héctor García Barnés, de «una retórica inflada y hueca que sirve de coartada para que los productos culturales más populares, esos que están en todas partes, no sólo se lo lleven todo, sino que además disfruten de un prestigio meritocrático que justifique su hegemonía?». Es posible. Pero al flamenco le hacía falta una sacudida como la tuvo con «La leyenda del tiempo» o con «Omega», y sucede ahora porque las circunstancias lo permiten. Nada poco prolífero puede surgir de una comunidad incómoda, dubitativa: confrontada respecto de sí misma.