La ruta del tentempié

Sebastián Díaz Barriga

(Ciudad de México, 1998). Ganador del Premio de Poesía Joven UNAM-SECTEI 2021 con el libro Nada del otro mundo (Publicaciones y Fomento Editorial, 2022).

Cuando me dijeron que había ganado el Sexto Premio de Poesía Joven Alejandro Aura, mi corazón no lo podía creer. Estaba confundido, bruscamente confundido, y llevaba semanas sin dormir. Por aquel entonces vivía en un cuarto de servicio sobre un edificio de la calle Anáhuac y había leído dos o tres poemas de Alejandro en un librito que compré a las afueras de la universidad. Sus poemas, en realidad, me resultaban malos (a diferencia de sus cuentos, que consideraba, si bien no excelentes, cuando menos superiores a lo que por entonces se hacía). Pero había uno que me gustaba. Llevaba por nombre «Las migas de la abuela» o «El camino de mi abuela». Un poema en el que hablaba, como es de suponer, sobre su abuela, o sobre cómo su abuela se había convertido en su madre, o sobre un viaje de la infancia en el que descubrió que su madre se parecía tanto a su abuela que desde entonces dejó de distinguirlas. La verdad es que no quedaba nada claro. Pero poco importaba, porque los versos crecían y caían cada vez más como en un ataque —pero ¿de qué?

En la universidad me inscribí en un taller de poesía al que sólo acudí en una ocasión y nunca más regresé; fue el tiempo suficiente para notar que la poesía, como todo en la vida, está siempre en otra parte. El tiempo preciso para conocer a Coffman y a Emilio (el primero judío y el segundo colombiano), dos muchachos que más tarde me llevarían a cuestas, sobre su vida, a través de los oscuros bultos del misterio latinoamericano.

Con Coffman vivía en la calle Anáhuac. De él era el cuarto de servicio que me había prestado o regalado y supongo estaba bien: no pagaba renta, tenía una estufa pequeñita y podía leer a cualquier hora sin preocuparme por nada más.

Me había mudado con Coffman casi tan pronto como nos conocimos, a la salida del taller. Esa vez, sin siquiera notarlo, pasamos de la desesperación al llanto y de ahí a una sensación de vacío. Un vacío extraño y atemporal en el que, de algún modo, nos encontrábamos inmersos. La tarde continuó hasta que todos y cada uno de los talleristas ya estábamos borrachos, hasta la médula, recostados como piedras abandonadas que tomaron el sol toda la noche. Comprendí que mi vida, hasta ese momento, no había sido sino un simulacro, una perversa simulación llena de secuencias calculadas y tristezas reprimidas. «No he hecho sino cronometrar el aniquilamiento», pensé lentamente mientras miraba el recortado cielo de la ciudad.

Aquella noche volví a mi casa y soñé que estaba borracho. Soñé que estaba borracho mientras bailaba una canción de cumbia. Luego, una mujer muy parecida a mi exnovia llegaba hasta mí. «Estás muy tomado», me decía tiernamente. «Mejor te llevo a tu casa, ¿en dónde vives ahora?». Pero yo no recordaba mi dirección y seguía bailando mientras intentaba recordarla, mientras pensaba en ese espacio, en esa construcción llamada casa, que había dejado de existir en mi memoria. Pero mi novia, o mi exnovia, seguía ahí, bailando, como una forma de ayudarme, una forma de decir que todo estaba bien y que ella se encargaría de mí hasta que pudiera volver a casa.

«Pero ya no somos novios», le decía en el sueño. «¿Por qué intentas ayudarme si ya no somos novios?». «Porque sí somos novios», decía ella. «Lo que pasa es que estás soñando, y en el sueño piensas que ya no lo somos, o que lo dejamos de ser o que, en algún momento de la vida, nuestros caminos se separaron. Pero yo sigo aquí. Por favor intenta recordar». Lo único que deseaba, en ese momento, era volver a casa y dormir hasta tarde. «Trata de despertarte», me decía tiernamente, pero yo seguía en el sueño.

Desperté antes del amanecer, en mi habitación. Me había quedado dormido con las luces encendidas. Me levanté, apagué todo y volví a la cama.

Una semana después tuve el mismo sueño, pero con una extraña variante, mi exnovia era ahora una mujer mayor. Pensé en volver al psicoanálisis. Descarté la idea al poco tiempo.

Mientras alistaba todo para mi mudanza encontré, entre mis cosas, pocas cosas en realidad, una libreta que creía haber perdido. La abrí al azar y hallé el siguiente borrador:

¿cuántas manos me quedan 
por abrir?
¿cuántos brazos me quedan
por levantar?
la tempestad
si no es sublime
   sólo aburre.
no digo lo que hay
donde pongo la mano 
pongo el pie
soy minusválido
   metafísico
el ataque de la panadería
además 
…

Los últimos versos estaban ilegibles. «Qué extraño», pensé. «Ésta, incluso, no parece ser mi letra». Tal vez era el poema de un amigo, de alguien más, alguien que se confundió o que, de pronto, había tomado mi libreta para escribir sus versos de mudanza. Permanecí inmóvil, en el filo de la habitación llena de cajas, intentando descifrar estas palabras como si se trataran de un mensaje del espacio exterior.

A Emilio lo conocí meses después, durante una lectura organizada por el grupo de Coffman. Un grupo al que nunca terminé de entender o al que nunca quise entender. Emilio llegó, por en medio de la gente, como un santo sin pasaporte, listo para cualquier cosa.

Compramos un vino en caja y lo bebimos a escondidas dentro del bar en el que Coffman había organizado la lectura. Los poemas del grupo eran horrendos, entonces Emilio —como telépata o como gemelo— me dijo: «¿Quieres escuchar uno de mis poemas?». Dije que sí mientras buscaba el vino, que comenzaba a desaparecer. De pronto, de su morral, sacó una libreta de esas que les regalan a los médicos, un anuncio de supositorios, pero en letras muy grandes.

Hojeó durante un momento y después me perdí. Era uno de los poemas más hermosos que jamás hubiera escuchado. Entendí de pronto que yo no sabía nada sobre México hasta que conocí la poesía colombiana. Recuerdo haber escrito un poema en la libreta de Emilio. El poema no lo recuerdo, pero sé que empezaba así:

en mi cama yo te recibo con las FARC

Después decía algo sobre los falsos positivos y la danza en Colombia. Algo que, ciertamente, no puedo recordar.

Abandonamos el bar y caminamos por alguna perdida calle que ni Emilio ni yo conocíamos. Caminamos toda la noche, sin rumbo, como bolsas de papel que giran sobre la calle, mientras esperábamos que algo interesante sucediera.

—¿Te imaginas? —dijo Emilio como si fuera la conclusión de algo más, algo que llevaba pensando desde hacía tiempo y que, recién ahora, comenzaba a comprender.

—¿Qué cosa? —pregunté.

—Programar una inteligencia artificial. Una inteligencia artificial capaz de ganar concursos literarios.

—¿De qué hablas? —dije.

—Piénsalo bien, una inteligencia capaz de responder a lo que le pidas, cualquier cosa, una novela, sesenta novelas. Todas novelas ejemplares, nutridas de otras novelas ejemplares. Llenarla de números, correos electrónicos, revistas, periódicos, fotografías y cien mil novelas en español y otras cien mil en inglés o en cualquier otro idioma. Después darle una copia de los últimos cinco ganadores de algún concurso literario de provincia y esperar el milagro.

Emilio permaneció en silencio mientras caminaba sobre el borde de la banqueta.

—¿Tú conocías esta calle? —preguntó de pronto.

—No —dije—. Nunca antes había estado por aquí.

—Ni yo. —Hubo silencio. 

—Pero bueno, supongo que algo se perdería, ¿no crees? «Para encontrar algo hay que perder algo», como dice el poema.

Entendí de inmediato lo que quería decir. Dije que sí o, más bien, tuve la sensación de haber dicho que sí mientras pensaba en todo ello. Mientras pensaba a qué poema se refería. Después caminamos en silencio. Las calles a media noche despertaban la ciudad.

Pensándolo bien, no sé si en realidad dijimos todo esto o si lo leí en alguna parte. De cualquier modo pienso que es real y también que es una prueba de que la poesía se mueve sola. Llegué a mi cuarto al amanecer y dormí toda la tarde. Esta vez apagué las luces.

Semanas después pasó lo del premio y no fue sino hasta entonces que volví a creer en el destino: tenía veinticuatro años y mi suerte empezaba a cambiar. Aunque lo curioso, lo verdaderamente curioso, fue que ese año yo no había participado en el Alejandro Aura. Ésa era la verdad y también era cierta.

El año anterior sí que había participado. Pasé toda la noche arreglando un manuscrito, serían unas veinte cuartillas que entregué al día siguiente, junto con otros documentos, en una perdida dependencia de alguna secretaría cultural en donde esperé, durante más de media hora, hasta que alguien me recibiera.

«¿Es todo?», pregunté. «Sí», respondió la señorita que atendía el lugar. Aunque tuve la impresión, no sé por qué, de que esa señorita, bastante joven y malhumorada, estaba cubriendo a alguien más, quizás a la verdadera señorita de la dependencia que se dedicaba a registrar manuscritos. A la que llevaba más de veinte años trabajando en ese mismo lugar; una especie de madre de los concursos literarios, capaz de dar fe y respuesta a quien más lo necesitara. Di las gracias a la señorita falsa y salí del lugar. Volví a casa caminando. Esa vez ni siquiera recibí una triste mención.

Serían las once de la mañana cuando me llegó la noticia. Yo acababa de despertar. Había pasado toda la noche leyendo y pensé que «me llamaban entre sueños», etcétera, etcétera. Y que «he descendido hasta aquí porque mi vida es un misterio», etcétera, etcétera.

El caso es que había ganado el premio con todo y la publicación. Dentro de cuatro días debía ir y firmar unos papeles en las oficinas de Cultura. Pero pensé, casi de inmediato, que si bien no se podía tratar de una broma, sí que se podía tratar de otro Sebastián. Un Sebastián con mejor suerte, pensé. Incluso con más carisma.

Aunque, la verdad, ya eran muchas coincidencias: un Sebastián de veinticuatro años como yo y que, también como yo, había escrito otro poemario con el mismo título que el mío.

En México suelen pasar este tipo de cosas. No es muy común, pero pasan. Y es mejor no quebrarse la cabeza o buscar una explicación lógica cuando, quizá, la explicación lógica existe ya, en alguna parte del país, en la mente de algún secretario, algún pariente, algún testigo presencial que lo ha visto todo y lo sabe todo y que quizá todavía pueda recordar.

Permanecí quieto, en el borde de la cama. Pensando que «la poesía se mueve sola», etcétera, etcétera. Y que ningún poeta pesará más que sus palabras

Etcétera.

Etcétera.

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