El abuelo no era el abuelo cuando un día cruzó el polvo

César Bringas

(Puebla, 1990). Su más reciente libro es En recuerdo de la lenta fiera (Crisálida Ediciones, 2020).

Yo observaba en secreto tus pecados

Guadalupe Amor

1

El abuelo no era el abuelo cuando cruzó el polvo. El abuelo estaba flaco, como un gallo de filosa espuela, cuando cruzó el polvo para dejar el polvo del pueblo y llegar a la capital. En realidad, el abuelo no quería venir a aquí. Nadie quería venir a aquí. El abuelo estaba flaco y dejó el polvo porque sabía lo que quería, pero la plata no era la suficiente y se conformó con llegar a aquí. Nadie quería venir porque ésta no era exactamente la capital, era sí una capital, pero una capital de segunda, de provincia. Grandes peligros acechaban a las mujeres aquí, decían que las ponían a trabajar de putas, y el abuelo tenía un solo hijo y cinco hijas, seis si contamos a la abuela, que quedó medio paralizada después de la embolia. Aquí sus hijas no trabajaron de putas, fueron primero sirvientas y luego estudiaron y, algunas, se volvieron maestras, otras se casaron, y otras enviudaron, y otras vieron al marido irse con otra, pero lo tomaron como viudez, y otras vieron al marido irse al Norte, de mojados como se decía entonces, y no volver en años y años y nomás escuchaban cómo hacían la vida allá, en el Norte, y cómo un día volvieron esos maridos esperando la cama y el plato y lo tomaron también como una viudez extraña. Como el aguijón a su veneno.

El abuelo no era el abuelo cuando cruzó el polvo para olvidar. ¿Olvidar? ¿Olvidar qué? Una maldición y una persecución. El abuelo sufrió una persecución en su juventud,  ¿verdad?, y a veces se dice que por eso cruzó el polvo. ¿Y la maldición? La maldición era anterior a él y a la persecución. Quizá también por eso dejó el polvo.

El abuelo no era el abuelo cuando fue perseguido. En el polvo y en el pueblo se escuchaban siempre los balazos, pero nadie hacía caso porque pocas veces llegaba la muerte así. Además, en el pueblo todos eran familia.

Antes de la embolia la abuela siempre nos decía: con ése no, con ése menos, con aquéllos tampoco, porque son sus primos, si se quieren casar tienen que irse del pueblo. Aquí todos estamos emparentados de una manera u otra, fíjate, a lo mejor por eso el abuelo dejó el polvo. La Maura fue la que se casó con la única familia con la que no estábamos emparentados. La Elena iba a ser la segunda, pero se torcieron las cosas, porque apareció el que ahora es su esposo.  Sí estábamos emparentados con esa familia, pero de forma política, o sea que no teníamos línea de sangre, pero una tía abuela del Herminio, el marido de la Maura, fue la primera mujer de nuestro abuelo Ocotlán, que vendría siendo tu bisabuelo, ahora. Ya no me acuerdo cómo se llamaba la tía aquella del Herminio, ahí luego le preguntas a él. 

El abuelo no era el abuelo, no era ni siquiera hijo cuando su padre Ocotlán dejó a la tía abuela del Herminio después de que un Domingo de Ramos vio en la plaza a una muchacha a la que le doblaba la edad, le decían la China Rosas, por los rulos de su cabeza. Se llamaba Dolores Rosas, y cuando la familia la recuerda la recuerda joven, con el cabello largo y lleno de chinos que le llegaba hasta casi las rodillas, la abuela Lola, le dicen. La recuerdan joven y bella y maldita. O así está escrito en el libro de la familia. Se fue con un hombre casado y cuando su madre lo supo fue a decirle que se regresara con ella a su casa, pero la abuela Lola le dijo que no y que no y que no.

Y no se fue la abuela Lola y su madre la maldijo como sólo saben maldecir las madres. Maldita seas tú, maldita tu carne y tu hueso. Mal rayo y trueno te partan, como me parte a mí la vergüenza, dicen que le dijo y se fue para no volver a ver su hija nunca más. Entonces el abuelo Ocotlán y la abuela Lola se lanzaron con la Bola a la Revolución, él primero como raso y después como capitán del ejército zapatista, y ella como su soldadera, ahí anduvieron como diez años dando vueltas por la región de Tepexi de Rodríguez, y dicen que cuando regresaron ya lo hicieron con un par de hijos y con medio pueblo enojado por su fuga.

La constitución política de Puebla, publicada el veintiuno de agosto de 1894, en su artículo quinto, establecía que el estado estaba dividido en veintiún distritos, cada uno de ellos era una jefatura política, que respondía directamente con el gobernador del estado, a su vez cada distrito tenía alrededor de diez municipios bajo su mando. En cada distrito, quien llevaba el control sobre los municipios era el jefe político. Tepexi de Rodríguez era la Jefatura número dieciséis. Los archivos históricos de la época dicen que a partir de 1907 en Puebla se comienzan a manifestar actos de repudio contra el régimen de Porfirio Díaz, las jefaturas políticas dejarían de existir en 1914, para dar paso a las cabeceras municipales. Sin embargo, de la jefatura de Tepexi no se tienen registros de esas fechas.

Pero ¿cómo era Ocotlán?

—Era alto, güero, de bigotes, y el pelo bien negro, orejas un poco grandes, ceja espesa.

—Siempre se ponía un pañuelo rojo alrededor del cuello. Era gallero ¿sabes?

—Él y Juan Romero se lanzaron a la Revolución, donde llegaron a ser capitanes zapatistas. Muy bragados. Disparaban sus fusiles al galope del caballo, se ocultaban detrás del cuello de sus animales, para que, si les disparaban, se muriera el animal, pero no ellos. Eran los meros, meros por esta zona.

Y la abuela Lola se casó cuando regresó al pueblo con Ocotlán,  y tuvo más hijos y vivió para ver morir a su madre sin que supiera que su tiempo era como los granos de arena en una mano muy pequeña. Porque sí, a la abuela Lola la partió un rayo cuando ya no pensaba en la muerte ni en su maldición.

—¿Cómo fue la muerte de la abuela Lola?

—Fue un domingo, por la tarde, de sus ocho hijos ya nada más faltaba que se casaran dos, los más pequeños, el abuelo era uno de ellos, tenía diecisiete años cuando murió su mamá.

Ese domingo Ocotlán no estaba, se había ido solo a ver a la tía abuela Francisca y en la casa nomás estaban la abuela Lola y dos de sus nueras, la Lupe y la Tomasa. Estaban tejiendo petate por la mañana y por la tarde la abuela Lola fue a ver a uno de sus hermanos, con el que no se hablaba, pleitos viejos de gente necia. Tenía cincuenta y cuatro años y una vida hecha.

Que bajaba un viento la ladera mientras ella se peinaba la cabellera que le llegaba a los tobillos, en la puerta de su casa, y veía las nubes formarse, primero a lo lejos, de cerca al final. Ese viento seco del pueblo, que nomás levanta el polvo pero casi no refresca, aunque dejes las ventanas y la puerta abierta, por eso la abuela Lola estaba en la banqueta sentada peinándose. Esperaba ver llegar a su esposo en la puerta de su casa cuando se le quebró el mundo.

Que primero fue el silencio, luego la luz y luego el trueno.

—Y la Lupe y la Tomasa salieron corriendo a la calle gritando ¡Ya la mató! ¡El rayo mató a mi suegra!

Ese domingo Ocotlán llegó tarde a su casa, se encontró a mucha gente en la puerta, preguntó qué pasaba y nadie quería decirle, alguien, un anónimo sin nombre en esta historia le dijo:

Tu esposa está muerta, la mató el rayo.

Esposa y muerta eran dos palabras difíciles de poner juntas para él.

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Y el abuelo tenía diecisiete años. Y el abuelo, dicen, se volvió loco y el polvo lo rodeó para decirle que a partir de entonces él ya no era él, ahora era él sin su madre. Y que él había sobrevivido a la maldición, pero nadie le dijo para qué había sobrevivido.

Y cuando cuentan esta historia en el libro de la familia todos se sorprenden de que el abuelo tuviera diecisiete años y se supiera solo. Porque el abuelo no era el abuelo cuando murió su madre y por primera vez en la vida se supo solo, y se sintió solo, como un leopardo tendido al sol. Solo, el abuelo, en esta historia y ahí, en su pueblo de polvo seco y caña brava.

Entonces, quizá ésa fue la primera vez que quiso dejar el polvo.

Antes de enterrar el cuerpo de la abuela Lola, le hicieron una autopsia para determinar si en verdad había muerto por la caída de un rayo, cuando le abrieron la boca vieron que no tenía lengua.

Y el abuelo sentía a su madre detrás de su espalda cuando llegaba a la casa y no había quien lo recibiera, en las noches cuando apagaban el fogón y se hacía más humo del necesario. Sobre todo, en las noches en las que juraba verla caminar por la casa, escucharla hablar, llamándolo por su nombre. Porque ahora él ya no era él, ahora era él sin su madre.

—Para curarse de esos ataques de pánico y ansiedad, y del dolor, el abuelo aprovechó que el arzobispo de Puebla venía a dar una misa colectiva durante la confirmación de varios niños, en la iglesia de Tepexi, fue a pedirle que le ayudase.

El arzobispo le pasó las manos por la cabeza mientras le rezaba, dicen que así le lavó el miedo y la tristeza al abuelo, pero también se llevó la imagen de su madre, a quién no volvería a ver ni en sueños, por muchos años, para poder seguir viviendo.

—¿Qué pasó con Ocotlán? ¿Qué dice el libro?

—Pues dice que siguió con su vida, porque no había otra opción. Era gallero ¿sabes?

Nunca recibió una pensión, a pesar de haber sido capitán del Ejército Zapatista, así que entre el campo y los gallos hizo su vida lo mejor que pudo. Murió a los noventa y nueve años. Había sido un hombretón alto y de hombros anchos, y al final era un hombre reseco de estatura disminuida por la edad. Y murió, después de ver casi un siglo, después de haber tenido dos esposas y trece hijos.

Un final, ¿qué es un final en realidad?

El final de una historia de tres,

cuatro, si contamos la soledad.

2

Pero el abuelo después del final de la historia de sus padres, cuando ya le tocaba ser padre a él, se volvió un pendenciero, se metía donde no lo llamaban y conseguía problemas, además era ojo alegre, un mujeriego que puso a vivir en el mismo terreno a la esposa y a la amante como si fueran dos espejos donde él era el que se reflejaba, y que así conoció a la mamá de la Valentina, la que es nuestra media hermana, por andar de ojo alegre mujeriego y entrometido y derrochador de dinero, siempre andaba en la casa de las cuscas, a donde iban a sacarlo sus hijas. Y dicen que mató a alguien.

—Nunca se lo probaron. Todo eran habladurías.

—Lo que pasa es que el abuelo y uno de sus hermanos vigilaban la caseta donde los militares guardaban sus armas, un día una de esas pistolas desapareció y el polvo se levantó y al día siguiente había un muerto.

—Muy casualidad que el muerto fuera un tipo con el que el abuelo ya tenía problemas de antes. 

El arma nunca apareció y le echaron la culpa al abuelo y a su hermano. Ambos lo negaron todo, pero nadie les creía y no estaba el arma para probar su inocencia. El hermano del abuelo se entregó y lo metieron un par de años al penal que queda cerca del pueblo, a pesar de que siempre dijo que él no había matado a nadie.

Pero el abuelo, necio, dijo que no y que no y que no, que él no había matado a nadie así que no tenía por qué estar en la cárcel, y se lanzó al monte. Los militares lo perseguían, pisándole los talones, pero el abuelo conocía sus montes y a todos en el pueblo, que eran familia; a los únicos a los que no recurrió fue a los hermanos del muerto, por obvias razones.

—Yo me acuerdo que veía a los militares espiar la casa detrás de una nopalera, para ver si el abuelo se asomaba. Cuando el Vicente venía con un recado del abuelo yo me lanzaba en silencio a la nopalera a ver si había militares, si no había le decía al Vicente que el abuelo podía bajar, si había no decía nada y todos entendían que al menos un soldado había cerca.

Entonces la gente empezó a inventar que el abuelo tenía pacto con el diablo, que los militares le disparaban y las balas le rehuían, le rebotaban, ni siquiera llegaban cerca de él. Hubo quien dijo que era medio nahual. Mientras, el abuelo dormía en el campanario de la iglesia cuando había mal tiempo, o en una cueva entre el monte, cerca del río cuando había buen tiempo. Dicen que también se metía en las tumbas para que no lo molestaran. La única vez que casi lo atraparon fue porque uno de sus tantos enemigos que tuvo envió a los militares para que lo detuvieran, le fue siguiendo las huellas por días y días. Cuando el abuelo sintió el polvo detrás de él le dio esquina al tipo que lo seguía y le dijo, mira, cabrón, o dejas de seguirme y andar de traidor con tu gente o aquí te mueres, hijo de la chingada, mientras le ponía un cuchillo en el cuello.

Y así anduvo por años y años hasta que los militares se cansaron y dejaron de buscarlo. Y su hermano salió del penal sin ningún remordimiento. Yo no me voy a morir por un balazo, porque no yo no maté a nadie así. Ésa no es mi suerte, nos decía cuando le preguntamos cómo había sobrevivido a la persecución y las balas.

3

Y entonces un día el abuelo cruzó el polvo para dejar el polvo. El abuelo estaba flaco cuando cruzó el polvo para dejar el polvo del pueblo y llegar a la capital. En realidad, el abuelo no quería venir aquí. Nadie quería venir aquí. El abuelo estaba flaco y dejó el polvo porque sabía lo que quería, pero la plata no era la suficiente y se conformó con llegar aquí.

Y aquí murió. No murió por el alcohol, que tanto le gustaba, ni por las mujeres, que tanto lo seguían, no murió por la soledad ni por el polvo. Lo atropelló un autobús que iba a la capital, según la versión oficial. Era el trece de febrero del año 2000 y el abuelo no murió por ninguna bala.

Meses antes de morir, diez para ser exactos, el abuelo soñó con su madre, la abuela Lola. Asustado por el sueño y su mensaje buscó a la única de sus hijas que no vivía en la misma ciudad que él y que era medio gitana y se llevó a su familia de un lugar a otro, a otro para sentarse durante diez años en la misma ciudad lejos de su padre. Buscó el abuelo, en la Semana Santa de 1999, a su hija para decirle:

Vengo a despedirme, porque tuve un sueño muy hijo de la chingada.

Y en el sueño del abuelo: estaba su madre

la abuela Lola, intacta

con las mismas arrugas de la risa alrededor de los labios

y el cabello negro que conservaba antes de morir.

En el sueño el sol caía detrás de las lomas, y madre e hijo lo miraban ocultándose, mientras la abuela Lola le decía: muévete, ¿qué no ves que se hace tarde? Mira el sol y tú no te apuras, ándale o te voy a pegar. Aún te faltan esas dos maletas, apúrale.

Lento se hundía el sol. Acuarela deslavada. Como un momento específico de las tardes de primavera en que todo se ve rojo, antes que se oculte por completo el sol. Ese momento. Y en el sueño del abuelo al abuelo le sorprendía la energía de su madre, a quien no había visto, ni en sueños, en mucho tiempo. Desde que la enterraran cuando él tenía diecisiete años y un rayo acababa de matarla, sin posibilidad de despedirse.

—Vengo a despedirme, porque tuve un sueño muy hijo de la chingada y si me muero sin volver a verte, al menos ya nos despedimos.

Le dijo a la única de sus hijas que no vivía en la misma ciudad que él.

4

Y en esto pensaba su hija cuando, diez meses después de verlo por última vez, su hermano le dijo: Ha muerto papá.

Y ella vivía en otra ciudad a cientos de kilómetros de su padre.

Espérame, pensaba la hija del abuelo.

Y pensaba en el sueño de la abuela Lola y la despedida diez meses antes:

Tuve un sueño muy hijo de la chingada, y si me muero…

Espérame, pensaba ella mientras gritaba a la almohada

y todos a su alrededor veían un agujero negro en el centro de la habitación.

Espérame. Y su hija quería ser jinete de un caballo de ocho patas que la llevara, montada sobre el último rayo del sol, a recorrer los cientos de kilómetros que la separaban de su padre; aquella oscura habitación que nunca logró comprender del todo; el que pedía dinero prestado y nunca lo regresaba; el hombre que se emocionaba cuando le regalaban un sombrero; el mismo que de joven fue gallo de filosa espuela, un coyote en fuga por los cerros.

Espérame.
Espérame,		quería decirle ella al abuelo,
el mismo que de joven silbaba por las mañanas
en su pueblo de polvo y caña brava,
y se anunciaba así
gallo de filosa espuela,
dueño 		y	 señor del atardecer. 

O eso es lo que dice el libro de la familia. Pero pregúntale a los demás por si acaso.

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