El despertar de Lena

Fernando Ampuero

(Lima, 1949). Sus últimos libros publicados son la miscelánea Seis capítulos perdidos y otros extravíos (2021) y el relato ilustrado El primer cuentista (2022).

Cuando uno ama y quiere juzgar ese amor,

hay que partir de un punto más elevado o

más importante que la felicidad o la desdicha.

Antón Chéjov

La madre de Lena era íntima amiga de la madre de Nacho, quien por entonces vivía en Roma con toda su familia. De manera que cuando Lena anunció que viajaría a Italia para estudiar Arte y Diseño la invitaron a quedarse con ellos. Lena y Nacho se conocían, aunque no se veían desde que eran niños; una fotografía de esa época los mostraba jugando en la orilla de una playa limeña. Sus progenitoras los habían puesto al corriente de que ambos tenían casi la misma edad: ella tenía dieciocho años y él diecinueve. Con ánimos de independencia, Lena se negó; quería alquilar un estudio pequeño, cerca de la universidad. Pero Doris, la madre de Nacho, que era una mujer persuasiva y simpatiquísima, la convenció en un instante: «Si lo dices porque temes que andarás vigilada, te equivocas: tendrás una habitación propia y hasta con puerta a la calle, y además podrás comer con nosotros cuando te plazca». Y repitió: «¡Una habitación propia, Lina, como la que propuso Virginia Woolf! Nuestra casa es amplia y cuenta con dos habitaciones de huéspedes. ¿Qué me dices?». Lena constató que la oferta le convenía por completo: sería libre, viviría entre amigos, ahorraría y, sobre todo, pasearía a diario por el Trastévere, el barrio romano donde quedaba la casa de Nacho y que constituía el centro de la efervescencia estudiantil y del mundillo de artistas.

—¡Qué buena gente eres, Doris! —exclamó Lena—. ¡Mi mami estará feliz!

—¡Y también tranquila! ¡Será como si lo hubiéramos planeado!

Lo que una y otra no imaginaron, eso sí, fue que sus hijos se enamorarían perdidamente, a tal punto que Nacho (Nachito para sus hermanos mayores) comenzó a frecuentar a Lena varias noches a la semana. Al principio, las madres se inquietaron; luego se fueron acostumbrando y, a la larga, terminaron encantadas de que se llevaran de maravillas y no descuidaran sus carreras. Lena pintaba grafitis por las calles de la ciudad eterna, lo cual implicaba buen uso de plantillas y aerosoles, así como un trabajo rápido y silencioso. Con un par de compañeras de escuela, que le servían de campanas, salía a las tres de la madrugada en busca de calles solitarias, como de seguro lo haría el gran Banksy, esto es, evitando dañar ruinas y los bei palazzi. El tema de sus pinturas era una joven vicuña que estiraba el cuello y bebía el agua de las fuentes romanas.

Nachito, por su parte, vivía enfrascado en repartirse entre dos exigentes facultades: Literatura y Ciencias Políticas. Pero siempre le alcanzaba el tiempo para acompañar a Lena en alguna excursión nocturna y en los almuerzos familiares. El padre de Nacho, que solía aparecer en las revistas, era un famoso arquitecto que viajaba por el norte de Italia dejando su impronta en piazze y lujosos edificios, y dos veces al mes, cuando volvía a Roma, la familia invitaba a tutti amici y tiraba la casa por la ventana. 

Nachito y Lena, por último, eran chicos sanos y guapos, y tan instruidos como inteligentes y cordiales; no se querían cambiar por nadie. ¿Eran la pareja perfecta? No, de ninguna manera, aunque para los suyos estaban en camino de serlo; eran, si se quiere, dos chicos con gracia y nervio: a ella se la discutía en los círculos artísticos, lo que a menudo resulta una forma de aprecio, y a él se lo cuestionaba apasionadamente en los debates intelectuales, pero le publicaban en el Corriere della Sera; prometían mucho.

Claro que nunca habían hablado de casarse, pero es muy probable que la idea no les disgustara. No obstante, cinco años más tarde se separaron. Y no por haberse peleado. Se separaron porque de la noche a la mañana se resquebrajó la salud de la madre de Lena: tuvo un derrame cerebral y se le paralizó medio cuerpo. Los médicos eran optimistas y dijeron que con terapias podía conseguir una pronta recuperación de sus movimientos. La madre de Lena estaba sola; sus otros hijos, casados y con prole infantil, vivían asimismo en el extranjero; su padre, «el ogro» (ése era su apodo en el club de tenis), se había vuelto a casar y prácticamente dedicaba todo el tiempo a su bufete de abogados; podía colaborar en cualquier tipo de gastos, pero no en los cuidados. Ante ello, Lena, bastante apenada pero dispuesta al sacrificio, regresó enseguida al Perú. Total, ya había obtenido su diploma de graduación y caviló que estaba obligada a tomarse un respiro; luego, pasado un rato, volvería con Nachito.

Lamentablemente el respiro que los mantuvo lejos duraría dos años y de pronto algo crujió. Primero, ella, informada por amigos en común, se enteró de que Nachito se estaba tirando un día sí y otro también a las italianas preciosas que encontraba a su paso. Lena enfureció y se deprimió, claro está, pero lo entendía. Ella y él eran chiquillos, por lo cual se les hacía difícil controlar sus apetitos; éstos, dicho sea de paso, pronto la aguijonearon a ella, cuando un día conoció a Mateo, médico en ascenso (¡y soltero!), que era el cirujano más joven de la clínica en la que casualmente se atendía su madre.

El trivial énfasis que he puesto a la soltería del susodicho responde a que Lena ya estaba en esa edad de las muchachas a quienes se les nota que han heredado los miedos de generaciones pasadas: experimentan el ciego anhelo de conseguir una seguridad económica, o peor aún, rechazan con repugnancia la tontería de no aprovechar su breve fase de lozanía y terminar solteronas. Por más moderno que se haya vuelto el mundo, o por más lgtbq y mujeres empoderadas en la palestra, ese miedo sigue vivo: la gente se casa masivamente. De ahí que Lena, en tanto socorría a su madre, relajó sus modales y decidió ayudarse a sí misma, es decir, le sonrió al tal Mateo con su irresistible luminosidad y no dudó en bajarse un centímetro el escote.

—¡Ya está! —se dijo, confiada—. ¡Veremos ahora qué pasará con mi vida!

Y, bueno, digamos que le pasó un poco de todo, empezando por los estragos de la distancia física que aletarga el brío y cubre de moho los excesos sentimentales.

Así pues, los correos que le enviaba Nachito a Lena se fueron espaciando; de tres veces por semana se redujeron a dos al mes, aunque no hubo señales preocupantes de que su pasión o su dulzura disminuyeran. Ella, mientras tanto, no se desalentaba; contestaba sin reproches y con ese chispeante sentido del humor de siempre (rasgo de Lena que él adoraba), pero sostenía ya una relación con Mateo; éste, a toda hora, la veía bellísima y la consideraba como un prodigio de cultura y mundanidad. «No soy tan bella», decía ella. «He vivido años en Italia y allí la belleza es contagiosa». Y concluía, irónica: «¡Pero ese ángel que toca a ciertas personas pronto retorna al cielo!». En buena cuenta, le sugería a Mateo que lo conveniente era apurarse y disfrutar el momento.

Fue entonces cuando Nachito se apareció de pronto por Lima. La llamó por teléfono y, al no poder comunicarse con ella, le escribió al inbox: «Hoy a las siete de la noche pasaré por ti para salir a tomar una copa. Quiero darte una sorpresa».

«¡Cuánto tiempo sin vernos!», murmuró Lena. «¡Cuántas dudas en el aire!».

Ese pensamiento era la verdadera sorpresa para ella. Nacho, en cambio, había concebido otra idea: creía que iba a sorprenderla cuando le dijera que pensaba quedarse dos semanas en el Perú. Por eso él juzgó como tibia la ambigua reacción de Lena. Y, en consecuencia, se desconcertó. ¿Qué le ocurría? ¿Acaso no era su primer amor en serio, como ella solía decirle? ¿No se alegraba de que pudieran estar juntos? Se alegraba de veras, por supuesto, y para colmo se sabía enamorada de Nacho. Pero en simultáneo, a su pesar, se había enamorado de Mateo. En tal encrucijada, Lena era la mujer más indecisa del mundo: por un lado, mantenía una correspondencia provocadora con Nacho, quien ignoraba la existencia del galeno que la cortejaba, y por otro, Mateo, si bien contaba con una vaga referencia de éste, ya le había entregado el alma a Lena. De forma discreta, pero categórica, Mateo y Lena asumían una relación establecida. Y a él, en fin, no lo afligía que ella, procurando curarse en salud, le hubiera dicho entre risas que ¡Roma es Roma!, y que a toda mujer que la conozca de joven nunca le faltará un episodio de efusión romántica, o lo que es más habitual: una historieta pasajera.

Ante ello, Mateo, hombre ocupado en sus complejas responsabilidades laborales, se encogió de hombros o se distrajo Y cuando esa noche Lena le iba a decir que asistiría a una reunión con amigos de Italia, él se le adelantó: «Mira, Lena, discúlpame que hoy no vaya a verte; tengo una junta general de médicos y luego iremos a una cena en celebración de un prestigioso socio norteamericano que se incorpora a la clínica».

«Cancha libre», pensó Lena. Y entonces se alborotó con su escapada y se probó su vestido de tiritas más seductor, por eso de «siempre estoy lista para la conquista».

Así las cosas, una vez que dieron las siete en punto, ella oyó el timbre y abrió la puerta principal. Y ahí, bajo el farolito de la entrada, estaba Nachito: elegantísimo, con saco azul marino y bufanda de seda y todo perfumado y bien peinado, contemplándola con la mirada brillante y la sonrisa en los labios. Descontado el cálido abrazo que se dieran, no hubo otra muestra de cariño, porque a unos metros, sentada en su silla de ruedas, los observaban la madre de Lena y una enfermera de uniforme. Con gran afecto, la dueña de casa exclamó: «¡Qué lindo verte, Nachito! ¡Estás hecho un hombre!». Todos intercambiaron zalamerías sobre Doris, la madre de Nacho («mi mejor amiga del colegio»), y poco después Nacho y Lena dejaron juntos la casa y subieron a un bmw.

—¿Y de dónde salió este carrazo? —preguntó ella.

—Es alquilado —rio Nacho, sacudiendo la cabeza—. Se ve un poco presuntuoso, de hecho, pero es el que tenían disponible. —Y cambiando de tema, le preguntó de sopetón—: ¿Y en cuánto tiempo volverás a Roma? ¿Tu madre mejora?

Lena respondió a su segunda pregunta.

—Está mejorando —dijo—, pero será un proceso más lento de lo que habíamos pensado. Los médicos ensayan nuevos tratamientos y medicinas. Pero, ya sabes, en este mundo estamos en manos de Dios, o del azar, como dicen los ateos; y además, no basta tener todas las atenciones a tu alcance: mi mami necesita poner mucho de su parte.

Había un tránsito fluido por la zona de Miraflores en la que circulaban y Nacho calculó que faltaba poco para arribar al pequeño bar que le habían recomendado. Y de repente tuvo un impulso. Sin soltar el timón, se aproximó ágilmente a Lena y la besó y el auto osciló en un bamboleo; ella se sobresaltó, pero respondió tiernamente a su beso.

—Te he extrañado mucho —dijo Nacho, enderezando el auto.

—Maneja con cuidado —se alarmó ella. 

Él no la oyó. Y a los diez segundos, inclinado cuando otra vez la besaba, aceleró sin darse cuenta y el auto se empotró contra un árbol. El golpe fue tremendo.

Ella, quieta en su asiento, perdió la conciencia y mostraba la cara bañada en sangre (para su mala suerte, las bolsas de aire de seguridad no se habían inflado). 

Nacho llamó al número de Emergencias, que figuraba en el llavero del auto, y tomó la muñeca de Lena; sintió su pulso, cosa que lo calmó. Luego, unos pocos vecinos, atraídos por el humo y los fierros retorcidos del accidente, se percataron de que Nacho, ileso, caminaba sin rumbo, aturdido y haciendo eses, como si estuviera borracho. Sin embargo, no había bebido una gota de nada; sólo sentía la sangre de Lena en sus labios.

Lena estaba profundamente sedada en el cuarto de un hospital. Todo era blanco a su alrededor. Un rato después, el doctor del turno matinal hizo entrar a las visitas. A los costados de la cama, se habían dispuesto dos sillas; en ellas se sentaron las visitas, dos hombres que la miraban visiblemente nerviosos; esperaban que Lena despertara.

Tras revisar la ficha de la noche anterior, el doctor quería constatar si el cerebro de la paciente se conservaba en buen estado, y por eso les susurró a las visitas:

—La paciente tiene heridas en la cabeza y la mandíbula. Se le han hecho curaciones, y ha de guardar estricto reposo, pues aún falta que hagamos nuevos análisis y tomografías. Por tal razón, no debería agitarse ni hablar cuando despierte; tan pronto abra los ojos, esta indicación se le comunicará verbalmente y también se le mostrará un letrero —y señaló una pizarrita blanca y rectangular con un mensaje en letras negras tipo imprenta: «NO HABLE, NI SE AGITE. LO TIENE PROHIBIDO POR AHORA».

Las visitas, en efecto, eran Nacho y Mateo, y ambos, antes de ingresar al cuarto de la accidentada, no se habían visto nunca. Eran dos extraños, pero naturalmente cada uno encontró el tiempo para decir su nombre y explicar el vínculo que lo unía a Lena. Quien habló primero fue Mateo: «Yo soy su pareja, dijo con voz grave; había firmeza en su forma de hablar, y no traslucía la menor vacilación respecto al rol que jugaba en la vida de Lena. Nacho, por el contrario, estaba hecho un atado de nervios y culpas, y tardó tres segundos en manifestarse; dadas las circunstancias, optó por improvisar una indefinida versión de su presencia: «Yo soy un viejo amigo. Nos conocimos hace buen tiempo en Italia y ahora, como ando por aquí de paso, la busqué». Ninguno quiso profundizar en la conversación, y cuando pasaron a verla siguieron en silencio.

Diez minutos después, Lena empezó a moverse en la cama; movía las piernas y los brazos suavemente, pero no abría los ojos. El doctor y la enfermera estaban atentos, pendientes de sus reacciones. A pocos centímetros, en los bordes paralelos de la cama, los dos hombres, inmóviles, continuaban mirándola con el aliento suspendido.

Y de pronto Lena abrió los ojos.

—No hable, por favor —indicó el doctor, que en ese instante tenía las manos en los bolsillos de su bata blanca—. Tiene heridas en la mandíbula, no hable.

Una enfermera ya tenía en alto el letrero que reiteraba la indicación. Lena pestañeó, y asintió levemente con la cabeza. Y de una manera casi imperceptible, todos vieron que ella volvió la mirada a uno y otro lado, para ver a quienes la flanqueaban, y luego, sonriendo y suspirando levantó apenas una mano, solo una, la derecha, y la dirigió hacia el lado en el que se hallaba Mateo, que la sostuvo lleno de felicidad.

—¿Reconoce a estos señores? —preguntó el doctor.

Lena asintió nuevamente y sonrió.

—¿Reconoce al señor que está a su izquierda?

Lena asintió otra vez, pero no soltó la mano de Mateo.

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