Rascadito

Sophia Barba Heredia

(Guadalajara, 1995). Fue becada por el fonca en la categoría de cuento en 2021 y por imcine en la de reescritura de guion en 2022.

Lo conocí el día que fui a arreglar la vieja máquina de escribir de Yamire. Ella me había dicho que si lo lograba me la podía quedar, así que estuve preguntando por alguna persona que aún diera mantenimiento a ese tipo de chácharas.

Llegué a la calle 56 con 47 y vi a través del resquicio de la ventana a un hombre fumando. Rodeado de una cortina de humo, con el torso descubierto observaba fijamente a la pantalla de una pc. La computadora frente a él, amarillenta y avejentada, enrarecía la escena, como si algo importante se estuviera realizando en ese cuarto pequeñito. No pude evitar darme cuenta de que detrás del hombre había una pecera cubierta con una seda muy hermosa.

En ese entonces yo escribía o trataba de escribir un libro de cuentos sobre el Sureste, tarea absurda para una huach como yo, la tierra aún no me había cambiado y todavía me regocijaba en la magia de observar a los otros.

Por esa época adquirí una extraña afición a la lotería, un vicio con el que yo era indulgente. Me permitía todo guiada por una fe ciega. Mis favoritos eran los rascaditos, sobre todo los de encontrar tres objetos iguales, los dibujos que iban apareciendo contaban una historia: guantes, bicicleta, sol… un reloj. Empecé a hacer cuentas de lo gastado y lo ganado, gasté diez pesos y gané un boleto, cambié el boleto, pero no gané nada. Había gastado diez pesos y jugado dos veces. Pero me estoy desviando de la historia. Llevé la vieja máquina de escribir porque sentí que quizá tenía que volverme más física con mi escritura, involucrar el cuerpo y dejar algo de mí, completar la alquimia de devolver las sensaciones con las que me cubría la península.

Llegué al local del hombre empapada en sudor, porque como buena huach aún no había aprendido a moverme con el sol. Estuve varios minutos tocando una campana frente al mostrador y diciendo al aire expresiones como «¡Quiero!» y otros gritos que en mi pueblo significan «Busco ser despachada». El mismo hombre que había visto por el resquicio de la ventana salió a mi encuentro, ahora con una playera. Le entregué la máquina y aproveché para examinarlo. Me dijo que podía cambiármela por una más pequeña, que venía con su estuche y estaba recién arreglada. Accedí porque tenía esperanzas, realmente creía que la solución a mi bloqueo llegaría al volverme más física con mi escritura.

Al marcharme el hombre me detuvo, me preguntó si había ganado. Al principio no comprendí nada, me quedé de pie, confundida, hasta que él me señaló el boleto ya rascado que sobresalía de mi pantalón y que me acababa de meter en la encrucijada de volver a invertir para ganar. «Esta vez no», le dije, él me miró asintiendo con camaradería, como si yo hubiera desbloqueado un nuevo entendimiento entre los dos.

Seguí jugando a la lotería y también intenté incorporar el cuerpo en mi escritura. Escribí de pie y en movimiento, traté de ser concisa en mis oraciones, pensar las frases antes de teclearlas para no cometer errores. Luego entendí que si quería volverme física tenía que seguir un ritmo en el tecleo y no dejar que los errores de dedo detuvieran la cadencia. Tras varias horas parada frente a la máquina tuve que aceptar que el bloqueo creativo permanecía y que mis mecanismos de autosabotaje seguían vigentes, aunque un leve dolor muscular en los antebrazos me proporcionaba cierta sensación de control y me permitía mentirme sobre mis avances.

La gente cercana a mí empezó a sospechar que yo estaba perdiendo una gran cantidad de dinero, quizá por los cadáveres de los boletos que dejaba regados por todas partes. Sobre la mesa, en el coche, en la guantera… linda palabra, guantera. Yamire vino un día a visitarme y me dijo que debía parar. Le dije que sí distraídamente mientras seguía pensando en la guantera y me imaginaba que ahí tenía unos largos guantes blancos. Me fui con la idea de escribir un cuento de alguna mujer alérgica al sol. Que tuviera que usar guantes a pesar del calor, llevaría a todos lados una sombrilla china y un velo que le tapara el rostro. Yamire se fue muy triste y me dijo que ya no debíamos vernos más.

Empecé a encontrar puestos de sorteos por todos lados, como las embarazadas que empiezan a ver carritos con bebés por donde quiera que van. Me volví una de ellos. Me emocionaba escuchar a la vendedora decirme «Suerte» cada que compraba un cachito, me excitaba el acto en sí de pasar la uña sobre el boleto e ir descubriendo mi fortuna. Cuando perdía, una amargura intensa me habitaba el cuerpo, pero más que aceptar la derrota, la irritación me ponía a comprar más boletos. Ahora que lo pienso, quizá a lo que era adicta era a la esperanza.

La gente comenzó a hablarme, me reconocían. El guardia del establecimiento donde rifan treinta motonetas me detuvo al salir para preguntarme si había ganado. Él también se veía llegando al trabajo a toda velocidad sobre su nuevo transporte. El vago del parque de Santiago me pidió que le comprara un boleto. Me sentí magnánima y le compré la serie completa.

Hubo una noche especialmente emocionante en la que saqué un cachito que había comprado el día anterior. Temí rascar el boleto de inmediato, pero a la noche siguiente sentí que podía proyectar cualquier cosa, que lo único que yo estaba haciendo era abrir un camino entre el dinero y yo, un cauce a la abundancia. Me sentí endiosada.

Tuve una premonición. Algunas personas dicen que ven los números en el fondo de la taza de su café mañanero. Para mí fue diferente, me sentía ultrasensible, como capaz de alinearme con los flujos invisibles del universo. Esa noche gané mucho dinero, bebí junto a los amigos a los que les debía y pagué el alquiler atrasado. Llamé a Yamire para invitarla a algún lugar y me mandó a la mierda.

Lo cierto es que para mí ni el dinero ni el trabajo solían durar mucho. Después de pagar mis deudas, dos meses de renta por adelantado del húmedo cuarto que alquilaba y de haber comprado un par de guantes blancos, me había quedado sin ahorros.

Otra vez intenté ponerme física con mi escritura tan sólo para darme cuenta de que las cintas no imprimían con la intensidad requerida. Fui a la calle del hombre de las máquinas y, esta vez, a través de la ventana lo pude espiar en su elemento.

El hombre ahora estaba de pie frente a la pecera. Con su torso desnudo, deambulaba por el cuarto y de vez en cuando se acercaba al ventilador para refrescarse. Me di cuenta de que había retirado la tela y que pegados a las paredes estaban lo que parecían ser carteles con los sorteos ganadores. Intenté enfocar la vista para leer los encabezados. Me distrajo el sonido de la voz del hombre y por fin reparé en la existencia del animal dentro de la pecera. ¡El hombre hablaba con un pulpo! Claro que el pulpo no hablaba, pero el hombre, con toda su atención dirigida a la pecera se comunicaba con el octópodo. A veces hacía señas extrañas o le mostraba los boletos que tenía a la mano. Mientras yo observaba esto, noté que el animal parecía responder, movía sus tentáculos de forma lenta y fluida, elegía pequeñas bolas de golf con números anotados en ellas. El movimiento ondulante de sus tentáculos me tenía hipnotizada.

El ruido de un claxon en la calle rompió el embrujo y me fui a tocar la campana a la parte frontal de su negocio. Después de un par de minutos, salió el hombre a recibirme. Me entregó las cintas que yo necesitaba. También me extendió un papel con una cifra anotada y me dijo que la próxima vez que jugara, lo hiciera con esos números.

Me despedí del hombre aún muy aturdida por lo que acababa de ver, pero por un minuto, mientras caminaba por la calle, pasó lo impensable: dejé de pensar en mi escritura. Encontré rápido una cantina donde comer. Meditando un poco a la sombra y ya con alcohol en la sangre, se me vino una idea a la cabeza: usar los números que el hombre me había proporcionado.

El sol se estaba poniendo, decidí caminar hasta mi casa y aprovechar para contemplar. Contemplar es bueno porque no se hace con la razón. Pensé en Yamire y me desvié para llegar a su casa. Me habrá visto tan conflictuada que aceptó mi compañía. Nos acostamos juntas pero mi cabeza seguía clavada en la imagen del octópodo, en sus tentáculos, en su forma de moverse. En el extraño lugar donde todo había ocurrido. Fantaseé con que era yo quien se comunicaba con él. Una nueva idea se abría paso en mi cerebro. Yo quería estar cerca del pulpo, si era capaz de adivinar las cifras ganadoras de la lotería ¿qué más no podría hacer?, pero ¿cómo es que lo adivinaba?, ¿se había quedado loco el hombre de las máquinas? Imaginé que el pulpo tenía las respuestas a mi bloqueo creativo, que él podría escribir los cuentos que yo no podía escribir, cuentos tentaculares les llamaría. Me puse paranoica pensando en las cosas que el pulpo podría saber sobre mí. Me sentía enfebrecida, el calor no paraba. No podía dormir. Yamire me acarició el pelo, me meció en su hamaca y con su ronca voz me contó una historia hermosa sobre un hombre ermitaño. Soñé con la pecera, con el ruido de los ventiladores de las pc, con el número trece que no paraba de repetirse, en los trece monitores, en las trece pelotas de golf.

El dinero era cada vez menos. Mis amigos dejaron de contestar mis mensajes por miedo a que les volviera a pedir prestado. Yamire no volvió a abrirme la puerta. La escritura física no me llevaba a ningún lado. El alcohol y el café habían conseguido darme una gastritis crónica que me mantenía en perpetuo sufrimiento. No vi manera de salir de mi penosa situación. El único camino lógico para mí era el de la lotería. Había perdido la fe, pero seguía soñando con el pulpo. La casera no quiso esperar otro mes la renta y amenazó con correrme. Mis comidas eran cada vez más frugales y el trabajo se me escondía.

Quise conservar abierto el portal entre la abundancia y yo. Desesperada fui a comprar un par de boletos. Esta vez tuve que adaptarme a la usanza clásica, saqué la hoja donde el hombre había anotado los números y me cuidé de no cometer ningún error.

Volví a tener ese sentimiento de alineación, de exactitud y de abundancia. Esta vez la sensación, aunque placentera, venía cargada de culpa, si bien desde el principio todo esto de la lotería se sintió como acceder a una secta, en este momento viví como real la idea de que el destino del pulpo estaba en mis manos, ¿o el mío en sus tentáculos?

Sin esperar a ver los resultados ganadores, deambulé en mi bici por el centro hasta que hubo anochecido y rodé hasta la 56 con 47. Vi a mi pulpo en su pecera, bañado con la fantasmagórica luz de los monitores. Parecía dormitar y no por eso paraba el movimiento de todas sus extremidades. Como flotando en líquido amniótico mi pulpo soñaba; no sólo con los números de la lotería, sino con todas las posibilidades infinitas. Soñaba en presente, pasado y futuro. Soñaba en el ahora y en el ayer. Soñaba en otras dimensiones y en realidades paralelas. Soñaba, quizá, los cuentos que yo no podía escribir.

Sin dudarlo dos veces, estrellé el candado de mi bicicleta contra el cristal. Me puse los guantes blancos y retiré pedazo por pedazo los vidrios que pudieran cortarme. Me introduje entre los barrotes, primero cerciorándome de que mi cabeza cupiera. Mis pechos se oprimieron cortándome la respiración y los maldije por milésima vez, siempre interponiéndose en mi camino. Una vez que entró mi torso, el resto de mi cuerpo se escurrió con facilidad dentro del local. Una pequeña rajada en mi brazo me hizo regresar al presente.

Ahí estábamos, el pulpo y yo. Di dos golpes en la pecera con mis nudillos y el pulpo despertó. «Vamos a vivir juntos», le dije. «Ahora nuestros destinos están enredados». Saqué de mi sabucán una bolsa de plástico y la llené con agua, luego introduje las manos a la pecera. El pulpo tocó uno de mis dedos con timidez, me quité el guante y alargué hacia él mi mano, el animal enredó uno de sus tentáculos en mi dedo índice y con sus otros siete brazos tomó una pelota de golf donde leí el número trece. Tomé al pulpo con delicadeza, él soltó la pelota de golf y se dejó maniobrar por mí sin oponer resistencia. Nos fuimos en la noche. Nos fuimos en la bici ya que llegaban las patrullas y los puercos se bajaban de sus camionetas. Les hice un saludo con la cabeza y manejé en sentido contrario hasta llegar a casa.

Al día siguiente, en el puesto de lotería, supe que habíamos ganado.

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