(Guadalajara, 1988). Es analista financiero y barista. Ha colaborado en la revista Magis y en el folletín Soflama.
Aquí las señales de tráfico deberían decir:
Abandona toda esperanza.
Jonathan Shaw
Debí haber escuchado a mi madre. Obedecerla cuando meses atrás me prohibió que lo hiciera. Pero me empeñé en desobedecer las advertencias que ella deslizaba, como un sobre bajo la puerta, cuando me llevaba al trabajo con inquietud creciente. ¿Debería creer que existe el instinto materno? Quizá después de aquel domingo por la mañana en el que mi madre me llevó hasta el trabajo. No era común; lo común era abordar una ruta de transporte público[1] al doblar la esquina y bajarme de la misma a kilómetro y medio del restaurante. Después pedir ride[2] porque la flojera se impone.[3]
Viajábamos en una Voyager modelo 2000 de color azul, una camioneta oval[4] con alguna extraña avería en el tubo de escape que ocasionaba que en el interior la alfombra se calentara en una línea recta, dividiéndola por el centro como la incandescente columna vertebral de un cetáceo motorizado. Al principio aquello era sólo calidez, pero después de varios kilómetros se advertía que la tapicería estaba al límite de la ignición. La cosa es que esa mañana, antes de irse a la iglesia a la que asistía con cada vez menos ganas, mi madre y mi abuela me llevaron hasta Arracheras La Silla, el restaurante de carnes asadas estilo norteño donde trabajaba. Éste se hallaba en la zona de alimentos de un pequeño centro comercial, ubicado a su vez en Ciudad Bugambilias, un costoso fraccionamiento[5] que le dio una mordida al Bosque La Primavera y que mi abuela elogiaba diciendo: Qué bonitas se ven las calles sin cables de luz.
Plaza Bugambilias, conocida como el Hyperama, se encontraba en los cruces de Boulevard Bugambilias y Prolongación Mariano Otero, frente a la rotonda que solía visitar años atrás, cuando estaba en la secundaria y acompañaba a mis camaradas skatos[6] a patinar en la pila seca que la adornaba. Yo nunca patiné: nunca tuve una tabla ni la destreza necesaria para hacerlo. Reventarme la boca contra el cemento jamás estuvo en mis planes; tampoco romperme un hueso, parálisis parcial que había logrado evitar con relativo éxito. Tras recorrer tres cuartas partes de esa glorieta[7] mi madre giró a la derecha por Paseo de las Orquídeas, la calle que había detrás de la plaza donde se hallaba el acceso para los empleados de los diferentes locales comerciales, además del andén de carga del supermercado. Al final, la calle de doble sentido remataba en una parroquia inconclusa de la que ya se infería el pobre criterio estético de sus feligreses, como una Sagrada Familia de financiamiento ilícito.
Supongo que no había demasiado movimiento de tráileres en el andén de carga,[8] pero, con toda sinceridad, no puse atención en ello. El supermercado, como el progreso económico mismo, tenía dos caras. Una limpia y afeitada, sonriente de anaqueles repletos de productos con sus fechas de caducidad y números de lote estampados al reverso. Ese rostro hipócrita del Soriana lo visitaba con la misma frecuencia con la que se terminaban algunos ingredientes en la cocina del restaurante y había que reabastecerlos. Entonces aprovechaba para robar barras de desodorante, que después vendía entre mis colegas del trabajo a mitad de precio. También robaba barras de chocolate, si bien con un fin mucho más noble: hacer un helado de Snickers en contubernio con los hijos del propietario de La Michoacana. La otra cara del supermercado, sucia de contenedores de basura y patio de maniobras por el que ingresaban los productos que después robaba, el verdadero rostro del almacén por el que entraban y salían sus desdichados empleados, ataviados con sus cofias, botas impermeables y camisas polo de color beige, recién la habíamos dejado atrás para detenernos ciento cincuenta metros más adelante, en el acceso de servicio que me correspondía. Antes de bajarme de la Voyager, mi madre tuvo una premonición: No andes de repartidor,[9] me advirtió.
Desobedecí a mi madre en retrospectiva; es decir que, para cuando me advirtió que no anduviera de repartidor, yo ya tenía meses repartiendo. Al principio, mi trabajo se limitaba a lidiar con clientes presenciales y cubrir los miércoles el descanso del parrillero. Un güey pocamadre que sellaba el churrasco con precisión envidiable, que cuando iba crudo preparaba un delicioso jugo de arrachera con carne que le birlaba, de diez en diez gramos, a la porción de cada platillo, y que en los tiempos ociosos gastaba bromas y, en ocasiones, hasta luchábamos. Una mal día, sin embargo, el propietario del restaurante nos encontró convertidos en un nudo bajo la tarja. Entonces abandonamos la lucha como actividad recreativa. Otra tarde, el repartidor, un tipo rarísimo con el que nadie entabló amistad en el escaso mes que estuvo entre nosotros, desapareció sin dejar rastro. Así de sencillo: un día se fue sin decir adiós y a la mañana siguiente no regresó. Cuando el dueño del restaurante me preguntó, con un cliente al teléfono, si sabía conducir una motocicleta,[10] asentí contento con tal de evadir la hora pico en que las comandas se apilaban, exigentes, sobre el mostrador. A partir de aquel momento comencé a repartir arrachera, churrasco y frijoles charros, llevando al límite la motocicleta semiautomática del negocio por toda Ciudad Bugambilias.
Más que el hecho de que mi sueldo pasara de seiscientos cincuenta a setecientos cincuenta pesos a la semana, lo que más disfrutaba de repartir era desentenderme del ajetreo y la monotonía que se alternaban dentro del restaurante. Recibía pocas propinas, si no es que nulas, y, ya que la empresa no me otorgaba las más básicas prestaciones, aprendí a generarme mis propios beneficios. A veces, después de entregar un pedido, me detenía en alguno de los amplios jardines de la colonia para tomar una siesta, puesto que no existe ocupación más agotadora que lidiar con el hambre ajena. También, cuando la dirección de entrega lo permitía, me introducía en un amplio terreno baldío para hacer derrapar la motocicleta en la terracería suelta de un circuito imaginario de motocross.[11] En varias ocasiones estuve cerca de caerme, y como el dueño era de los que no hacen dos veces el mismo gasto, pues cuando desapareció el otro repartidor, desapareció con todo y el casco,[12] nunca me entregó el equipo de seguridad que el oficio de repartidor precisaba. Y así siguieron las cosas hasta que aquel bólido con motor de cincuenta y un centímetros cúbicos se desbieló a causa del nulo mantenimiento que recibía y la tierra acumulada en el radiador. Entonces me resigné a nada más meserear y cubrir parrilla.
Por aquellos días escuchaba bastante hip-hop,[13] Violadores del Verso, Bocafloja, sfdk, y en consecuencia vestía los pantalones unas dos tallas más grandes de la que le correspondía a mi juvenil cintura. Una mañana el propietario me llamó la atención por mi vestimenta. En cuanto me vio llegar, su gesto cambió como si tuviera reflujo gástrico. Lo escuché reprenderme con esmerada y fingida atención. Cuando se calló, le pregunté si podía ir al baño a cambiarme el jersey xxl de los Clippers por la camiseta polo mediana del uniforme. Su semblante se modificó nuevamente, esta vez, como si se hubiera tomado un trago de hidróxido de magnesio. Recuerdo que esa misma semana, cuando llegué a trabajar el sábado, en el pasillo me esperaba una destartalada Honda Econopower de color azul «Neptuno» (bastante deslucido) con una hielera a juego instalada a modo de caja. Esta vez tampoco se materializó el casco.
Es fácil creer que los días trágicos vienen cargados de nubes grises. Sin embargo, ese domingo en el que mi madre y mi abuela me llevaron a trabajar, había todo menos nubes. Las calles estaban chorreadas de un sol viscoso que se adhería a la piel y les recalentaba la nuca a los transeúntes.[14] Tal vez eran las tres de la tarde, quizás las cinco, cuando el parrillero me avisó que estaba listo el pedido familiar. Anudé la bolsa de plástico que envolvía el contenedor de poliestireno con la arrachera humeante como el pavimento, las tortillas envueltas en aluminio, las salsas y los frijoles, apilados unos sobre otros con especial empeño en que no se derramara nada dentro de la hielera. Atravesé el largo y sucio pasillo que conectaba, casi con secrecía, los restaurantes con el acceso de servicio donde tenía estacionada la motocicleta. Me monté en ella, la encendí de una patada y, tras dudar qué camino tomar,[15] giré a la izquierda, rumbo al andén de carga del Soriana.
Llevé al límite la Econopower, que no era mucho, cincuenta kilómetros por hora, sesenta como máximo, pero no más porque ni la máquina ni el amortiguador delantero de aquella corcholata motorizada lo soportaban.[16] Paseo de las Orquídeas era un estado de reposo permanente. A excepción mía, aquella calle desolada parecía inerte, como una vieja fotografía en blanco y negro de una ciudad abandonada. Observé el andén de carga, inactivo, su portón metálico, imponente. Frente a éste, había un pequeño jardín poblado de jacarandas y tabachines que esperaban indiferentes la primavera. Debajo de éstos, un viejo Volkswagen Atlantic color hueso rompió la inercia fotográfica de la tarde. Atravesó la vía como una cuchillada que me cerró el paso, oblicua y mortal. Cerré los ojos: por un instante de ingravidez sólo hubo ruido.
Lentamente, adquirí conciencia de los sonidos que había alrededor mío: un goteo perseverante, el aleteo de un pájaro, algunas voces inasibles, como sumergidas. Cuando abrí los ojos, en mi mente todavía resonaba el eco del impacto. Permanecí tumbado sobre mi costado izquierdo, con el hombro junto a la barbilla en una posición imposible. Un calor licuado fluía desde el cuello hacia el omóplato, como si un oleaje de cemento reventara en mi clavícula sin quemarme. ¿Por qué me chocas?, me increpó una voz nerviosa, y no por ello menos irreal que mi respuesta: Sí, pendejo, te choqué a propósito, lo reñí con una seguridad que desobedecía el guion, como si el atropellado fuera otro. Lo siguiente que escuché fue una voz afligida que me pedía calma. La mujer colocó un abrigo negro bajo mi cabeza, enseguida me hizo beber un sorbo de su Pepsi. Después, con el asco con el que se alza una cucaracha por las antenas, exclamó levantando con dos dedos la pernera rota de mi pantalón: ¡Tu pierna! Me esforcé para mirar, sobreponiéndome al estado soporífero en el que me hallaba suspendido, a medio vuelo entre el letargo y la vigilia. Insubordinado a su naturaleza, como si tal cosa fuera posible, el metatarso de mi pie derecho proponía volver sobre sus pasos. Apuntaba atrás, hacia el hubiera, como un reproche: Debiste obedecer a tu mamá.
Entonces conocí el dolor. No como experiencia sensorial, como hasta entonces sabía de él, sino como estado de conciencia. Cuando era niño, recuerdo, montados sobre una bicicleta de cuatro ruedas, uno de esos tetraciclos de manufactura improvisada que se alquilaban por horas, mis primos y yo tuvimos un accidente mínimo, anecdótico como muchos otros en la infancia. Habíamos decidido arrojarnos ladera abajo desde la cresta más pronunciada que encontramos en el Parque Metropolitano; pero conmovidos por la adrenalina que provoca la velocidad, por la ilusión de ser invencibles, estuvimos cerca de impactarnos contra un árbol enorme. Al percatarse de nuestra funesta trayectoria, Toribio, en un reflejo más o menos involuntario, giró el manubrio abruptamente hacia la izquierda. Aterricé, primero que nadie, contra las piedras, para luego ser sepultado por el peso de otros cuerpos y el vehículo. Pero no fue hasta que César señaló mi camiseta empampada de sangre que saboreé el tener la boca en carne viva. Lo mismo sucedió ese domingo: bastó observar la posición de mi zapato para entrar de nuevo en ese trance dolorido: el de la fractura expuesta de la tibia, el de la sangre empantanada en el asfalto.
La ambulancia llegó con una eternidad de retraso. No obstante, esa percepción del tiempo no fue producto del dolor, sino de la vergüenza: a mi alrededor se aglomeró una multitud con su curiosidad incontenible.[17] El parrillero del restaurante se abrió paso entre la gente, sacó el paquete familiar de la hielera de la Econopower y, tras comprobar que mis nudos mantuvieron la comida en su lugar, se largó de mi vida para siempre. Avisado por algún incauto, a quien debo agradecer su intromisión, también llegó un camarada que vivía a escasas calles de distancia. Cuando el paramédico regresó mi hueso roto a su posición original para entablillarlo, fue ese mismo compa el que de modo autoritario me incitaba a resistir: Aguanta, cabrón, repetía dándose ánimos también a él. Además de acompañarme en la ambulancia, informó del accidente a nuestros amigos. De manera que, cuando después de innumerables baches[18] mi camilla descendió en los servicios de urgencia de la Cruz Verde, mi familia y mis amigos más cercanos ya estaban ahí. Mi madre sintetizó toda su preocupación en una sola frase: Tavo, dijo, aquí estoy. Ya te vi, contesté, y vi una especie de sosiego propagarse en su semblante.
La sala de urgencias de la Cruz Verde era una tertulia de despojos humanos: quejidos agónicos, llantos y gritos discutían sin pausa su sufrimiento. Como si, escondido detrás de las cortinillas de hule, cada paciente manifestara que su dolor, como una suerte de deidad intransigente, fuera el único real. Te fue bien, intentó consolarme el médico que me daba las atenciones primarias, el paciente de la otra camilla, dijo, llegó con la cara desfigurada.[19] El interno fue sustituido más tarde por dos agentes del Ministerio Público que me exigían rendir declaración o, de lo contrario, me iría detenido. Confundido, escuché a mi tío replicar que no rendiría ninguna chingada declaración hasta salir del quirófano. Hilé algunas palabras sueltas que había recolectado de voces familiares, aquí y allá, en la sala de urgencias: necesitaba una intervención quirúrgica que los servidores públicos se empeñaban en obstaculizar. Mientras esperaba, el mayor de mis primos eludió la vigilancia del acceso para preguntar qué había pasado. No me creyó cuando se lo dije: No me tienes que mentir, enfatizó como si la Econopower semiautomática fuera una Kawasaki Ninja ultraveloz.
Fui trasladado a un hospital ubicado al otro extremo de la ciudad, donde, por fin, tuve tanta privacidad como se puede tener con una batita de enfermo. Tras la sesión de radiografías y una valoración inicial, el traumatólogo, todavía sin haberme anestesiado, devolvió a su sitio mi clavícula mediante una venda rellena de algodón que enseguida ató de mi cuello y limpió la herida de la espinilla con la delicadeza de un albañil que derriba un muro. Al parecer, el pedal de arranque de la motocicleta atravesó músculo y carne por el costado interno de la pierna, pues el médico dijo que parecía que había recibido un disparo.[20] Después, dio la instrucción de que por fin se me suministraran los anestésicos. El padre del conductor del Volkswagen Atlantic apareció en el hospital esa noche. Estaba desesperado: quería hablar conmigo, pero mi familia, naturalmente, no se lo permitió. Me enteré de que su hijo había sido detenido al mismo tiempo que supe que en la sala de espera del hospital, sentado afuera de mi habitación, permanecía un agente del Ministerio Público que custodiaba que, a pesar de mis huesos rotos, no intentara escapar.
A la mañana siguiente fui ingresado al quirófano. De él salí con una prótesis de titanio y ocho tornillos sujetando mi tibia en su posición ideal. El propietario del restaurante asumió, no con mucho entusiasmo que digamos, los gastos médicos del accidente sufrido por un repartidor de dieciséis años que no tenía Seguro Social; por lo que, días después de ser dado de alta, mi madre decidió retirar la denuncia contra el conductor del Atlantic color hueso. El caso se había complicado debido a que, según comentó la abogada que tuvimos que contratar, el tipo movió la motocicleta y el automóvil con la supuesta finalidad de disimular la evidencia que lo inculpaba; es decir que, con total deliberación, alteró la posición de los vehículos que lo incriminaban. Además, dijo la licenciada, en el Ministerio Público habían hecho perdidiza la declaración de algunos testigos debido a un posible arreglo entre la autoridad y los abogados de nuestra contraparte. No volví a tener noticias del aquel hijo del Soriana. Mentiría si digo que no deseé que, por epitafio, su tumba dijera: Se lo cargó la verga. Y nunca llegué a explicarme qué hizo para que la justicia fallara a su favor.[21]
Lo demás fue guardar reposo.
[1] Qué difícil me es definir el sentimiento que me originan los camioneros. Supongo que son, como mínimo, un gremio incomprendido. Durante casi dos décadas los padecí diariamente y he pasado de detestarlos —recuerdo en especial a uno al que todavía le deseo una muerte agónica, pues con la puerta trasera me atrapó el brazo del que me sostenía al descender y me arrastró no sé cuántos metros por una muy inundada López Mateos— a verlos como personas, de esto a compadecerlos y, finalmente, a preferir sus malos servicios —que en absoluto mejoran— con tal de no conducir yo. En una ciudad donde la mayoría de los ciudadanos utiliza hasta dos rutas distintas para trasladarse a sus quehaceres, todo ello no es más que otro giro del engranaje de la perversa maquinaria cotidiana que llamamos zona metropolitana de Guadalajara; un ciudadano común puede lidiar con las estúpidas exigencias de hasta cuatro choferes distintos en un mismo día. Exigencias como, por ejemplo: «Camínele por a medias», «Atrás todavía hay lugar», o la más repugnante de todas, que consiste en hacer silbar los frenos neumáticos del camión para presionar al usuario para que suba o baje rápidamente porque el fulano al volante está retrasado —en varios aspectos—. No digo que esté bien, pero me parece bastante comprensible que cualquier persona que pase más de seis horas al volante abuse de los insultos, las sustancias narcóticas y hasta del onanismo. ¿Pero los pasajeros por qué los toleran?
[2] Existían, cuando aún era seguro y políticamente correcto, dos posiciones antagónicas respecto al ride: quienes admitían no saber para qué servían las extremidades que tenían alrededor de las ingles, y lo utilizaban a riesgo, incluso, de ser secuestrados por un sociópata de Bugambilias, y quienes se avergonzaban de hacerlo y, con la barbilla en alto, caminaban bajo el sol.
[3] Por cierto que la rae admite el horrible anglicismo autostop pero no ride, por lo que el único término que encontré para ellos es autostopista, así que mejor renunciamos a hablar de quienes para trasladarse ponen el pulgar en alto.
[4] A estos cachalotes motorizados se les conoce en el argot popular como «mama-móviles» por ser el vehículo típico que las madres clasemedieras utilizan para llevar a sus críos al colegio. Cinco minutos antes de las ocho de la mañana uno puede toparse con esta tonelada de fierros circulando en sentido contrario a ochenta kilómetros por hora. Imaginen la catástrofe potencial que supone lanzar semejante masa a toda velocidad porque al niño se le hizo tarde.
[5] El tráfico de Guadalajara es, en buena medida, producto de la proliferación de fraccionamientos privados y torres sin una adecuada infraestructura urbana para soportarlos. Nada nuevo, pues: las sobrepobladas zonas de cotos amurallados carecen de rutas alternas, tanto para el tránsito local como para el foráneo, lo que vuelve impracticable aquel popular consejo de evitar circular por las grandes avenidas. Debido a esto, las pocas rutas existentes se saturan de automóviles que fluyen como el champurrado. También habría que considerar que a los inquilinos de este tipo de fraccionamientos no les complace mucho que digamos observar al cochino transporte público estropeando la tranquilidad y el verdor del paisaje por el que se endeudarán durante los próximos veinte años, de manera que, si por ellos fuera,
lo prohibirían.
[6] A propósito de los patinadores —y entre ellos incluyo a cualquier persona que monte un vehículo impulsado por su propia musculatura—, el Gobierno del Estado lleva varios años ejecutando algunos programas para fomentar el uso de la bicicleta que, de tan tímidos, han obligado a los ciclistas a lanzarse a la calle desnudos para exigir no ser atropellados. La Vía RecreActiva que cada domingo ocupa, con sus familias sonrientes y sus mascotas jadeantes, las principales vías de la ciudad, no es más que un paliativo para la urbanización excluyente que el mismo Gobierno, sin importar cuándo lean estas líneas, ha propiciado. Si lo que se busca es concientizar de manera efectiva a la población, propongo entregarles a los agentes de tránsito un patín del diablo para que, cada vez que un oficial sea arrollado por un auto, un conductor imprudente reciba una multa.
[7] Existen dos tipos de conductores: los que mantienen su carril en una glorieta y los que no. A los primeros es necesario recordarles que se debe tomar el carril de mayor radio para abandonarla; al respecto de los segundos, urge radicalizar la veda de licencias de conducir.
[8] Aunque la verdadera esencia del oficio de trailero está en la carretera —evadiendo asaltos entre inhalaciones de cocaína, moteles de paso, prostitutas y riñas a cuchillazos en congales sin ley—, también transitan en las ciudades sin más beneficio que hacer a los más nerviosos automovilistas arañar el asiento.
[9] No se puede ser intrépido montado en una moto; se puede ser idiota, que es el caso de algunos repartidores. Derivación del género humano que se juega la vida por un salario de hambre o, aun peor, por la buena reputación de una cadena de pizzerías o una app. Otra cosa que se reparte en motocicleta es el crimen: desde hace unos años proliferan en la ciudad horrendos «motoladrones», adolescentes más o menos marginales que, en parejas o tríos, asaltan a peatones, embarazadas y discapacitados. Acostumbran a disimular su apariencia famélica con camisetas de colores pastel y algunos mueren atropellados por los Avengers del automóvil.
[10] Para manejar una motocicleta hay que usar el cuerpo; en específico, la cadera. Para girar uno debe inclinar su totalidad morfológica y acelerar levemente; para esquivar un bache, por ejemplo, no hay que dar volantazos —manubriazos, en este caso—, sino que se debe mover, sutilmente, la cadera hacia un costado. En ningún otro vehículo uno se puede sentir tan expuesto como en una motocicleta. Y, por lo tanto, tan vivo: no hay aire acondicionado que disimule las vicisitudes del clima, ni ventanas que excluyan el aguacero, ni toldos que nos protejan de la tiránica radiación solar, ni chasises que nos resguarden de la imprudencia ajena. Además, conducir una motocicleta nos ofrece una nada despreciable ventaja: uno se vuelve invisible para la fauna de los cruceros: payasos, tragafuegos, merolicos, vendedores y, evidentemente, limpiavidrios ignoran a los motociclistas como si, al no ir dentro de un envoltorio metálico, formaran parte del mismo gremio.
[11] El motocross es un deporte que poco tiene que ver con el tráfico urbano, pero que muchos motociclistas de las grandes urbes anhelan: a falta de oportunidades, se emancipan de la autoridad vial haciendo rampear sus motonetas en camellones, banquetas y parques.
[12] No se puede negar que la llamada «cultura vial» ha logrado en las últimas décadas que los muy viriles habitantes de esta ciudad utilicen el cinturón de seguridad y también el casco; pero hubo una época en que aquello era francamente impensable: ¿a qué maldito burócrata se le ocurrió que un tipo de aquéllos, que se curaban las heridas con aguardiente, manejaría con cautela porque «la velocidad mata»? Pero en años recientes se le descubrió algo de utilidad al inegi: según éste, entre 1999 y 2013 se registraron casi noventa mil muertes por exceso de velocidad, y aunado a las multas exorbitantes de la Secretaría de Vialidad —o en su defecto darle al «mordelón» para un refresco—, la gente los utiliza.
[13] Tenemos el deber cívico de reflexionar sobre el tuning: si bien esta tendencia surgió al emular el estilo de los automóviles de carreras, recién me entero de que existen variantes que van desde el lowrider hasta el «estilo japonés» —con decoraciones anime o calcomanías Capcom—. Pero su buen o mal gusto estético no es el problema. Me pregunto ¿qué les hace creer que, en un perímetro de cuatro manzanas a la redonda, a las demás personas les complace escuchar su estúpido mofle alterado? Uno puede además sentir cómo se aflojan las muelas por la vibración emanada por el subwoofer que llevan encajuelado. Sospecho, y no es más que otra teoría paranoica de mi autoría, que sagas interminables como la de Fast & Furious fueron financiadas por alguna asociación de odontología imperial-reptiliana.
[14] A lado de los perros callejeros el peatón representa la marginalidad del tráfico urbano: nadie los respeta. Al esfuerzo físico que supone recorrer distancias andando habría que agregarle que nomás salir de su casa se vuelve partícipe involuntario de una carrera de obstáculos: los vecinos que tienen más coches de los que pueden guardar en su propia cochera; la abusiva practicidad de quienes mantienen abierto el cancel para entrar y salir sin ensuciarse las manos con el enrejado; el ambulantaje que bajo el lema «Si cabe una silla de ruedas, cabe una taquería» se apropia de las esquinas y las banquetas; los incontinentes que se brincan los altos amparados, claro, en la «vuelta con precaución» —¿pero con precaución de quién?—; y, entre un largo etcétera, los que, adelantándose de a poquito, estorban los despintados pasos de cebra.
Como transeúnte nocturno he probado distintos métodos para motivar el respeto vial entre ciudadanos: he sucumbido del diálogo al insulto y, entre éstos, todas sus combinaciones. Pero lo que sin duda mejor resultado me dio fue untar excremento en la manija de un coche que dejaban habitualmente estacionado sobre la banqueta.
Cómo me hubiera gustado atestiguar la reacción de su propietario a la mañana
siguiente. Tremenda satisfacción: nunca más necesité bajarme, con todo y perros, de la banqueta en ese tramo.
[15] Hubo una época en la que todo repartidor debía confiar en su instinto y en alguna fotocopia arrugada y grasienta de la Guía Roji.
[16] El tópico de la velocidad, desde la perspectiva de ir rápido, es un tema muy atacado. A partir de este momento asumo como un compromiso propio ocuparme de los lentos, esos que transitan con peligrosa parsimonia delante tuyo. Ninguna ciudad será segura mientras en sus avenidas se corra el peligro de que un insensato te corte el paso con el ánimo de un manatí entumecido. Ya sea para incorporarse o cambiar de carril, los lentos asumen obligación de los otros viajar a su ritmo, y si manejan en carretera, permanecerán en el carril izquierdo porque no conciben la idea de que éste exista sólo para rebasar. No únicamente se trata de límites de velocidad sino de limitaciones intelectuales: si además de la mecánica newtoniana —que por lo visto ignoran— consideramos los corajes que provocan estos escollos urbanos, los accidentes viales no son ni poquito azarosos.
[17] ¿De dónde salen los chismosos?, se preguntan éstos agobiados en el embotellamiento. Cuando sucede un accidente, el tráfico que se genera en el sentido opuesto no es más que la suma de todas las curiosidades: los chismosos salen de nosotros mismos. Aunque, para ser sincero, si te pasas una hora atrapado en el tráfico, te ganaste tu derecho de saber por qué.
[18] El bache es el mejor amigo del político de turno: cada seis años el gobierno saliente repavimenta las mismas cuatro avenidas turísticas del centro.
[19] Buena cantidad de los casos que atienden los órganos de emergencia como la Cruz Verde, que según el medio de comunicación pueden superar el cincuenta por ciento, son accidentes viales.
[20] Manejar un automóvil debería ser considerado tan peligroso como portar un arma de fuego: en un descuido —o no— se puede matar a un incauto o condenarlo a la paraplejia. Nuestra sociedad asimila con simpatía lo de ponerse al volante: hay mucho padre irresponsablemente amoroso que enseña a sus hijos adolescentes a conducir; y, naturalmente, a salvar el pellejo: «Si te tienes que pelar, pélate», les aconsejan. Nada tan impersonal, y por lo tanto tan inhumano, como sentirse inmune dentro de una tonelada de fierros, ya que no es ni siquiera necesario hacer contacto visual con el conductor de otro vehículo para enemistarse con él. De ello resulta que nos sea tan fácil agredir o responder una agresión mientras manejamos; al fin y al cabo es un pleito entre máquinas. En las dos ocasiones que he chocado —y debo admitir que soy particularmente violento a la hora de conducir, por eso, en la medida de lo posible, a últimas fechas lo evito— he comprobado que el coraje inicial se disipa cuando nos encontramos, frente a frente, las personas fuera de los coches, aunque esto también se le podría atribuir a las compañías de seguros, que a veces se tardan hasta una hora en llegar hasta el sitio del incidente. En ese lapso se pone a prueba, incluso, el amor más perenne y el odio más obstinado. No es tan fácil prolongar la violencia cuando nos reflejamos en las prisas, descuidos, ansiedades de otras víctimas de la cotidianidad, ¿o quién alcanzaría, nomás para buscarle pleito, a quien lo rebasa corriendo en un parque?
[21] A doce años de lo narrado, coincidí en un trabajo con uno de los entonces empleados de aquel almacén que, de una manera u otra, marcó mi vida. Estábamos en el comedor y les contaba, a él y a otros compañeros, de aquel memorable helado hecho de Snickers robados en el supermercado. Dijo haber trabajado ahí y, tras algunas aclaraciones sobre las fechas (las mermas andaban muy altas entonces, comentó), convenimos la coincidencia. Con qué razón te me hacías conocido, dijo, ¿cuánto tiempo trabajaste ahí? Poco más de un año, contesté, hasta que me accidenté. ¿Eres tú —preguntó asombrado— el que se le estampó al Atlantic? Le mostré la violácea cicatriz queloide de mi pierna por toda confirmación. Después de tanto tiempo pude darle un nombre a aquel recuerdo; también, supe cómo se llamaba la mujer que me obsequió un trago de Pepsi. Según mi informante, el tipo del Atlantic color hueso tuvo que vender hasta la televisión, se divorció por andar de «chile suelto» y sigue trabajando en el Soriana. Por cierto, según mi informante, fueron los abogados de la empresa quienes llevaron a buen término su proceso legal, ya que, al momento del accidente, el antagonista de este texto seguía en horario laboral. Enigma resuelto. Por mi parte no había atravesado, montado en una motocicleta, el tráfico de Guadalajara hasta esa misma semana, pues mi carro se descompuso y un amigo me llevó de Carretera a Nogales hasta avenida Chapultepec, unos catorce kilómetros aproximadamente, en su vehículo de dos ruedas. Coincidencias más raras se han visto. Quizás un mal día coincida otra vez con el conductor del Atlantic; cómo saberlo: esta ciudad es un percance permanente.