Líneas saladas

Itzel Romi

(Guadalajara, 1995). Su última publicación fue en la antología Novísimas. Reunión de poetas mexicanas Vol. II (Los libros del perro, 2021).

Mi prima Karen anduvo rara desde el primer día de las vacaciones. Tenía un secreto. Por primera vez en mis ocho años de vida me ocultaba algo a mí, su prima favorita, a quien le llevaba exactamente dos años y trescientos sesenta y tres días. Y lo peor de todo no era su semblante misterioso o el silencio, sino la petulancia de andar presumiendo el secreto.

Comencé a notar la extrañeza en cuanto arribamos y se negó a ponerse el traje de baño apenas pusimos un pie dentro del bungalow, como siempre habíamos hecho. Ésa era la tradición: enfundarnos en el traje de baño y salir corriendo a disfrutar de la piscina y el chapoteadero mientras los adultos desempacaban las maletas. Así aprovechábamos ella y yo el agua tibia de la alberca, sola para nosotras.

Llevaba semanas fantaseando con la idea de la alberca grande para mí también. Ese año había logrado convencer a mi mamá de inscribirme a cursos de natación para dejar atrás la dependencia a cualquier tipo de salvavidas. Estaba harta de las ruedas inflables y, peor aún, de mis brazos y axilas con rozaduras por el plástico de los salvavidas pequeños. Por eso llevaba semanas contando los días para el viaje. Esa Semana Santa podría nadar por primera vez en la alberca de grandes, junto a mi prima.

Pero Karen no quiso. Imaginé que estaría cansada por madrugar; quizás iría a dormirse un rato antes de jugar conmigo. Pero no. En lugar de meterse el traje de baño o enfilar al cuarto, lo primero que hizo mi prima fue sacar un libro grueso de páginas amarillentas de su mochila. Cuando la vi sentarse en el último rincón de la mesa no lo pude creer. ¡Un libro! Karen había cambiado la alberca por un libro. Ese mediodía ya no podría enseñarle mi insuperable estilo de dorso ni el de mariposa porque Karen, en una traición nunca vista, prefirió ese rincón seco y callado para pasar las primeras horas de las vacaciones.

Cuando mis papás y los suyos terminaron con el equipaje y decidieron que era tiempo de ir a comer, me alegró muchísimo que la interrumpieran. Ya estaba bueno con eso de tener la nariz metida entre páginas. Estábamos de vacaciones. Si tenía tarea, que la hiciera cuando volviera a su casa, no en la playa. ¿Qué era eso de ponerse a leer? ¡Y un libro tan grandote!

Karen tuvo la intención de llevarse el libro a la pizzería, pero su mamá la detuvo al instante. —Ya, hija, déjalo aquí… Para que convivas… Además, allá se te puede manchar.

Mi prima accedió a regañadientes. Sin embargo, una vez en la pizzería, se encerró en sí misma y casi no platicó. No importaba que le hiciera preguntas, Karen se limitaba a responder monosílabos o decir «no sé». Era tal su fastidio que casi se alegró cuando terminamos de comer. Momento de regresar al bungalow.

O casi. Mis padres, mis tíos y yo volvimos, pero Karen y mi tía se desviaron porque irían al supermercado. Ellas solas. A comprar galletas con chispas de chocolate para comer algo dulce después de salir del mar. Dulce para revertir la sal, como de costumbre.

Lo que no era costumbre es que se fueran ellas solas.

Y tampoco fue normal cuando, al llegar al bungalow, antes de saludar, Karen entró corriendo a encerrarse en la habitación asignada para nosotras dos, mientras su mamá colocaba las galletas en la mesa para ofrecer a quien se le antojara.

Las anormalidades continuaron todo el día. Cuando llegamos a la playa, por ejemplo, Karen no se metió más allá de los tobillos, como si de repente le tuviera miedo al agua. Se quedó allí, en la orilla, un limbo de escasa profundidad.

—¿No te vas a meter más? —le pregunté, aprovechando que sus pies ya estaban hundiéndose en la arena húmeda.

—No.

—¿Por qué no? —insistí.

—Por causas de fuerza mayor.

Después de soltar sus bruscas palabras, Karen dio media vuelta y regresó a su asiento, la silla de tela bajo la sombrilla de sus padres. Tomó de nuevo entre las manos el libro de páginas amarillentas y se puso a leer.

Al día siguiente el panorama no se modificó. Por la mañana tuve que conformarme con nadar en compañía de mi papá y mi tía en la alberca, mientras Karen se ocupaba de sus asuntos al interior del bungalow. En la playa, Karen encajó su silla de tela muy bien dentro de la arena y se dispuso a leer como esos adultos que no saben nadar y se resignan a vigilar las cosas. Durante la comida, no participó más allá de las contestaciones cortas.

Ya entrada la tarde, Karen se acercó de nuevo al mar, pero a diferencia del día anterior, lo hizo en un arrebato que por un momento me devolvió la esperanza de tener a mi prima, la verdadera, de regreso.

Karen se levantó de golpe de su silla, dejó el libro de lado sin importarle perder la página y corrió hacia el mar al tiempo que se desanudaba el pareo negro en sus incipientes caderas. Sus pies alcanzaron la marea en apenas unos segundos y siguió adentrándose un poco más allá, hasta que el agua alcanzó el nivel de sus rodillas. Entonces detuvo su andar, flexionó el cuerpo estirando los brazos con el pareo entre las manos hasta lograr que la tela tocase el agua. Luego frotó, vigorosa, como si más que lavarlo quisiera que el pareo se hiciera trizas hasta desaparecer. Estiró el cuerpo y después de exprimir la tela, se talló un poco el traje de baño con el pareo húmedo al tiempo que sus pies daban media vuelta para regresar a su silla y enclaustrarse en su precioso libro. El único objeto merecedor de su atención.

—¿De qué trata tu libro? —me atreví a preguntarle esa noche, incapaz de soportar otro minuto de aguardar mirándola en silencio, ignorada, como si yo fuese otro adorno más de la habitación.

—De cosas —respondió Karen, tajante.

—¿Pero de qué cosas?

—De cosas que después sabrás. Ya que crezcas y leas libros de verdad —remató con molestia antes de elevar el libro para formar con él una muralla para cubrirse el rostro.

No insistí más. Al oírla hablar de esa forma me dieron ganas de llorar, entonces salí del cuarto para despejarme. Allá afuera, mis papás y mis tíos conversaban a risas y eso me tranquilizó. Me quedé con ellos, sentada a un lado de mi tía hasta que aproveché un momento para preguntarle qué le pasaba a Karen, pero ella se limitó a encogerse de hombros y decir que eran cosas de convertirse en «señorita». No entendí muy bien qué había querido decirme ni cómo se relacionaba eso con que Karen estuviera todo el día entre páginas.

El tercer día de vacaciones amanecí antes que todos y me encontré al enemigo muy tranquilo sobre la mesita de noche de nuestro cuarto. Karen debió dejarlo allí por la noche, hasta que sus ojos se le fatigaron de tanto estar mirando letritas oscuras estampadas. Ese tonto libro que cerrado parecía tan inofensivo era el culpable del silencio extendido entre mi prima y yo. ¿Qué tenía de fascinante?, ¿qué podía ser así de interesante?

Me levanté de puntitas, conteniendo la respiración para no despertar a mi prima, y caminé lento hasta su lado de la cama. La miré a ella y miré al libro y volví a mirarla, buscando alguna señal para entender. Pero de una portada y un rostro dormido no podía sacar nada. Si quería obtener respuestas, debía hacer algo más.

Tomé el libro de un impulso, y todavía dudando si regresarlo o no a la mesita de noche, salí del cuarto. Gracias al cielo la puerta no rechinó, ni Karen se despertó, ni nadie más en el bunglow. Dirigí mis pasos hasta la silla más alejada de nuestra habitación, esa donde Karen había tomado asiento el primer día de las vacaciones. Me senté, contuve la respiración y abrí el libro, cuidando no mover el separador de su lugar.

La primerísima página estaba en blanco. La siguiente tenía escritas palabras pero tampoco decía nada. Después estaba una hoja que repetía el nombre de la portada, una dedicatoria y entonces sí, la primera página colmada de oraciones una detrás de la otra. Una historia. Un libro nada más, como tantos otros. ¿Por qué Karen se pasaba el día leyéndolo si no tenía nada de especial?

Me quedé un rato leyendo las primeras páginas, incapaz de comprender qué podía tener a mi prima tan lejana. Me habría gustado leer más; leer hasta aliviar la sensación de no comprender, pero desistí y me apresuré a devolver al enemigo a su lugar antes que mi prima despertara. Esa tarde la observé con más atención. Ya no le pregunté de qué trataba su libro. Tampoco insistí en que entrara conmigo al mar.

Repetí el delicado procedimiento de espías la mañana siguiente y la mañana posterior a ésa. Para el viernes, las ganas de seguir leyendo me hicieron descuidada. No medí bien el tiempo y Karen me descubrió con las manos en el lomo de su libro. Mi primer instinto fue intentar ocultarlo torpemente, sin embargo no encontré dónde y me di cuenta que de nada serviría cuando los ojos de mi prima estaban fijos en mí. Expuesta a su escrutinio, no tuve otra opción que abrazarme al libro, asustada y culpable. Tragué saliva amarga cuando Karen comenzó a dar pasos en mi dirección, pero terminó siguiendo el camino hasta el refrigerador en busca de agua fría.

—Así que eres tú la que me desacomoda las páginas. Pensé que era mi mamá… —Karen bebió y el sonido del agua bajando por su garganta lo inundó todo.

Volví a tragar saliva. Quise preguntarle si no estaba enojada, pero no me atreví. Las manos me temblaban un poco y los latidos de mi corazón resonaban al interior de mis oídos. Imaginaba a Karen acusándome de ladrona apenas se despertaran nuestros padres y el regaño monumental que me darían. La tranquilidad de mi prima yendo y viniendo de la cocina con un plato de cereal lo hacía todo peor. Me parecía que calculaba su venganza.

—¿Y le entendiste?, ¿te gustó?

Pero no fue así. Como si el libro se tratase de una llave mágica o una puerta a otra dimensión, Karen comenzó a hablar de los personajes como si fueran conocidos de ambas, también soltó sus hipótesis acerca de cómo resolver el misterio de la desaparición del hijo del protagonista. Me dejó continuar leyendo por las mañanas y por las noches. Durante las tardes no, porque ésa era su única forma de pasar el tiempo.

Una vez quise preguntarle por qué no entraba al mar a pasar el tiempo conmigo, mas callé con tal de no romper el encanto y alejarla de nuevo.

Para el domingo, nuestro último día de vacaciones, Karen ya estaba de buen humor. Casi había vuelto a ser la Karen de siempre. Y esa tarde, no sé si porque ya había terminado el libro o por tratarse de su última oportunidad, quiso meterse al mar poco antes del atardecer. El milagro que ansié durante días…

—No —respondí para sorpresa hasta de mí misma.

Era nuestro último domingo de vacaciones; la última oportunidad de empaparnos con agua salada antes de volver al calor seco de la ciudad. Lo sabía. Sin embargo, también era el último día que tendría para avanzar en el libro.

Comparte este texto: