21 de diciembre de 2012

Alejandra Jaramillo Morales

Bogotá, Colombia, 1971. Uno de sus libros más recientes es «Las lectoras del Quijote» (Alfaguara, 2022).

—Gracias por acompañarme hoy— dijo Jorge a Laura. Ella, al oír la voz de su novio, salió del ensimismamiento y se sorprendió de escucharlo porque lo creía dormido. Laura y Jorge iban en bus hacia un lugar en las montañas colombianas donde pasarían dos noches de trabajos espirituales para ayudar a sostener el planeta en los cambios pronosticados por los mayas. A Laura le pareció extraño que Jorge le hiciera ese agradecimiento, ella no sentía que iba para acompañarlo, se sentía también protagonista del viaje. De todas maneras, con un gesto de amabilidad le aceptó el agradecimiento.

—Tú eras pequeña aún cuando todo esto empezó para mí, no te alcanzas a imaginar por todo lo que pasé. Cómo te explico. Es como si el resto de mi vida hubiera existido sólo para este momento, mejor dicho para que lo sobrevivamos.

—Jorge, tú sabes que hace tiempo reinterpretaron el legado de los mayas y sabes muy bien que no se va a acabar el mundo mañana, es sólo un cambio de vibración.

Laura volvió a mirar por la ventana. Esas conversaciones donde la diferencia de edad entre ella y Jorge se evidenciaba no le gustaban. Las edades del alma le parecían ajenas a los factores del tiempo occidental. Además, siempre que salía el tema, Laura le recordaba a Jorge ese proverbio chino que decía que un hombre tiene la edad de la mujer que ama. Por su parte, Jorge sentía juventud en su alma y estar con Laura le renovaba sus expectativas ante la vida, pero no tenía cómo negar lo vivido, tantos años de sufrimiento. Jorge quiso seguir la conversación, empezó a sentir que su pasado venía de golpe a usurparle la tranquilidad y a recordarle los silencios que mantenía sobre su vida, todo lo que no le había contado a Laura. De todas maneras prefirió callar.

—¿Ves esos helechos? —dijo Laura señalándole hacia afuera—. ¿Esos que son como árboles?

—Sí, son hermosos, no recuerdo haberlos visto antes en mi vida— respondió Jorge acomodando su cabeza en el pecho de Laura, que estaba en la ventanilla, para mirar mejor hacia afuera.

—Están en vías de extinción, son helechos de hace millones de años. ¿Te imaginas? Son testigos de tantas transformaciones. Me pregunto qué les permitió salvarse de tantos cambios en el planeta.

El paisaje que veían en esa carretera era maravilloso. Laura estaba fascinada de ver toda esa vegetación nativa, el verde húmedo que se desprendía de las montañas y las cascadas que bajaban entre rocas atravesando las montañas. Jorge iba un poco mareado; desde que empezaron a bajar, después del alto, las curvas aumentaron y lo traían mal. Laura empezó a consentirle la cabeza y él se hundió un poco más entre sus senos. De repente una neblina espesa entró a tapar la vegetación.

La neblina inundó las montañas. Cuando se subieron al bus el conductor dijo saber dónde quedaba la casa y por eso tuvieron que confiar y se bajaron donde él se los indicó sin poder leer el letrero donde se leía «Finca Las Camelias». Laura no alcanzó a ver en qué momento le entregaron a Jorge los dos morrales. Jorge se alegró cuando ya fuera del bus leyó el letrero, le gustaba validar la información y nunca actuar por la inercia del conocimiento ajeno. El frente de la casa no mostraba ningún movimiento, así que dieron la vuelta buscando la otra fachada. Allí encontraron varios mochileros, círculos de personas conversando entre los que alcanzaron a ver varios indígenas, muchas personas que seguramente iban para el mismo lugar que ellos. Jorge no le dijo nada a Laura pero sintió extrañeza mientras saludaban a la gente. Él había sido un estudiante de derecho muy play, le decían, y en ese momento sintió que años atrás, en su época de universitario, no se habría acercado a esta manada de hippies. Miró a todas las personas, algunas en círculos, otras acostadas por ahí o en pequeños corillos tocando tambores y ocarinas. Terminó su observación mirando a Laura. Era obvio por qué no le decía nada, ella misma tenía ese estilo, un pantalón a rayas en tonos verdes hecho por indígenas ecuatorianos y una camisa blanca con un bordado en el pecho traída por una tía de Laura de la India. El pelo hasta los hombros con las puntas rubias, liso, y una diadema con los colores del arcoíris. No tuvo que mirarse a sí mismo para reconocer que él también se había convertido con los años en uno de ellos, otro integrante de esa banda de seres que querían salvar el planeta y a toda la humanidad de la inminente destrucción. Le sorprendió su sensación; hacía años que ese mundo en el que se movía no le causaba ninguna pregunta, por el contrario, era el destino más lógico para su vida, pero en este día tan importante ese otro hombre que él fue estaba haciendo su arribo a esas montañas, él también quería hacer parte de la energía que todas aquellas personas moverían para dar el salto a las nuevas vibraciones de la tierra o entrar en la destrucción completa, el problema es que ese hombre que Jorge había sido le era incómodo, porque le traía la dualidad que con los años había logrado contener, el miedo, la incertidumbre que lo paralizó tanto tiempo.

Laura, por su parte, era asidua de estas ceremonias y encuentros y nada le incomodaba en ese momento. Se había conocido con Jorge un par de años antes en un congreso de los pueblos en la Universidad Nacional, él iba como representante del Distrito y ella, como una antropóloga más que apoyaba a las comunidades con las que trabajaba. De ahí en adelante, en los meses que llevaban juntos, estuvieron planeando con minuciosidad dónde pasarían este día en que los oráculos mayas pronosticaban el fin del mundo. Pensaron viajar a México, había que estar en el centro de lo que fue la civilización maya. Ya tenían reservas cuando un taita amigo de Laura les dijo que allá iba a estar mucha gente concentrada y no podían dejar otras zonas del planeta desprotegidas. Cada uno en su lugar, dijo el taita. Entonces se preguntaron cuál era su lugar, el país entero o qué lugares del país. El caso es que empezaron pensando en irse a la sierra o al Putumayo, pero el lugar propio del que hablaba el taita los fue llevando a decidirse por unas montañas muy cerca de Bogotá.

Un chico rotó un porro y Laura le dio unos pitazos. Jorge pasó porque desde hacía años había llegado a la conclusión de que la marihuana no era una medicina adecuada para el trabajo que él quería hacer, prefería el yagé y las medicinas del tabaco, pero no le parecía ni extraño ni molesto que Laura se trabara. Más bien, le pareció que una vez más la edad explicaba su comportamiento y era normal que su novia lo hiciera. Jorge le llevaba a Laura catorce años, los suficientes para que la vida de él ya hubiera pasado de la admiración y el sueño al escepticismo. Además, a Jorge le gustaba la mirada de Laura cuando fumaba vareta y esa suavidad tensa con que las manos de ella lo acariciaban en esos momentos. La neblina cedió y todo el paisaje apareció; los árboles, el pasto, las flores, las matas, las piedras, todo tenía el brillo que le queda a las cosas con la humedad de la bruma. El sol se insinuó ya entre las nubes y la visibilidad mejoró.

—Ya podemos caminar —dijo un indígena vestido completamente de blanco que se levantó de un grupo de personas que estaban haciendo un círculo de palabra ahí en el patio de la Casa de las Camelias—, se han ido los intrusos. La Madre ya nos ha dado permiso de bajar.

Jorge no sabía que estaban esperando el permiso para bajar, pero sí sabía, al igual que Laura, que donde hay indígenas los tiempos cambian y que de inmediato son ellos quienes van definiendo los ritmos. A Jorge eso le había dejado de molestar, esa suerte de minoría de edad que todos los arijunas tenían frente a los indígenas le parecía ahora una renuncia necesaria para los aprendizajes que él debía hacer.

Al entrar a la ecoaldea en que se llevaba a cabo la reunión les contaron que ya habían llegado cerca de trescientas personas, les entregaron sus horarios de ayuda en las labores comunitarias y una lista de actividades para las ceremonias preparatorias de esa primera noche, las del 21, que serían las más importantes. El 22 de diciembre al mediodía estaba programada la salida, después de terminar la ceremonia de limpieza. Si sobrevivían, quiso bromear Jorge, pero guardó silencio. Les ofrecieron cuatro espacios de camping que aún no estaban llenos y optaron por el más distante y agreste. Decidieron armar su carpa arriba en la montaña, con vista a las estribaciones de la cordillera. Abrieron las zanjas alrededor de la carpa, lo más profundo que las rocas les permitieron, para intentar que no se llenara de agua. Con palos de árboles que Laura cortó ahí cerca armaron una cubierta de plástico. Acomodaron los morrales, los sacos de dormir y se dispusieron a preparar un té de coca antes de bajar a unirse en las tareas comunitarias. Jorge debía ir a lavar baños y Laura, a preparar alimentos.

—Me quieres contar algo más de eso que llamaste «el miedo» —dijo ella sentándose a su lado junto a la estufita y bajo el techo de plástico que sobresalía a la carpa formando la pequeña cocina. Estaba empezando a lloviznar. Jorge la abrazó y la acercó a su cuerpo hasta rodearla con las piernas y pegar la espalda de Laura por completo a su torso.

—Tal vez no sea importante.

—Claro que sí. Si lo trajiste a colación es por algo, dime algo más, quiero oírte.

—No creo que debamos darle muchas vueltas a eso— dijo Jorge. Tenía la sensación de que para ese momento era mejor no generar demasiado ruido con Laura. No sabía qué iba a pensar ella de lo que él tenía por contarle. Tal vez debía encontrar un momento para conversar sobre ese pasado remoto después de que regresaran de este viaje. De todas maneras no logró frenar las palabras y terminó contándole que cuando era universitario, en los años noventa, creció el rumor del terremoto de Bogotá y después el del fin del mundo del cambio de milenio de los mayas. Le dijo que se enganchó con todo eso. Le dio mucho miedo y por eso decidió hacer una vida que le permitiera ayudar a salvar al planeta. —No sé cómo explicarte. Antes, en mi generación y en la anterior, lo importante era cambiar el mundo. Ya sabes, la revolución, la justicia social y demás. Pero yo viré hacía los motivos de tu generación o, mejor, de una nueva época, la salvación del planeta—. No supo muy bien cómo explicarle la sensación de tiempo que lo invadía, como que la vida se le agolpaba en el pecho en ese instante y lo dejaba atorado, sin orden. Le explicó que sus miedos eran muy largos en el tiempo, más que los de ella, y se disculpó por volver al tema de la edad. No podía sacarse de la cabeza que mientras él ya estaba teniendo incipientes encuentros sexuales con su primera novia, Laura a penas estaba comiendo compotas y gateando. Le incomodaba pensar que su vida se había destruido cuando Laura era una colegiala de falda plisada y medias escurridas, como se la imaginaba de niña.

Laura guardó silencio. Le consintió las manos. Observaron el plegable que explicaba las actividades. Laura quería pasar la noche en un mósgata y Jorge quería ir al tipi a la toma de yagé. Jorge intentó convencerla de que hicieran una actividad juntos esa noche, había que prepararse bien para el gran día, pero después de un pequeño intercambio de frases con Laura se dio cuenta de que no había caso, cada uno tenía necesidades diferentes esa noche; se encontrarían en la mañana. Terminaron de tomarse el té. Las tareas de la ecoaldea los esperaban.

En la noche Jorge vio a Laura salir de la carpa con un vestidito esqueleto transparente, llevaba el vestido de baño debajo. Él estaba junto a la estufa calentándose un poco las manos. Se va a morir de frío, pensó Jorge mientras Laura se agachó y le dio un beso largo de despedida. La oscuridad era profunda, la luna estaba en creciente pero era apenas un hilo y se había desparecido muy temprano. Ahora el cielo estaba completamente despejado y se lograban ver millones de estrellas. Jorge vio a Laura descender entre la montaña. Él se alistaría en pocos minutos para dirigirse al tipi. Le pareció extraño sentirse dual, saber que otra vez él no era un solo ser, que pertenecía a ese espacio tiempo y, sin embargo, se sentía a la vez ajeno por completo. Tuvo miedo. Vio sus años pasados. Vio las amenazas, las cadenas que sufrió. Durante varios minutos no pudo levantarse del suelo. Una fuerza opresora le impedía moverse, salir al encuentro del taita y los compañeros con los que pasaría la noche en ese viaje fascinante que había vivido tantas veces en los últimos años. Estaba atado a eso otro que le impedía caminar. Respiró hondo varias veces seguidas. Recordó un mantra que le habían enseñado para salir de situaciones de miedo y empezó a repetirlo. Poco a poco su cuerpo fue ganando liviandad. Se levantó, buscó una bufanda y emprendió el camino al tipi.

Laura llegó al mósgata, iba pensando en que quizás el nombre mexicano era más sonoro, temazcal, pero el indígena que dirigía la ceremonia había hecho mucho énfasis en que se llamaba mósgata, que así lo llamaban los nativos de ese territorio en que se encontraban. La carpa circular que siempre le recordaba la imagen mágica de los iglú, la habían hecho con cobijas de lana muy gruesa. Se imaginó cómo serían los mósgatas de pieles que hacían los indígenas, ¿serían más calientes? Laura se acercó al fuego donde estaban calentando las piedras que llevarían después, al mósgata y entró en el gran círculo donde el abuelo y los demás compañeros iniciaban la ceremonia. Una vez se paró frente a la hoguera, sintió que el frío cedió de inmediato. El fuego era potente, las piedras ya estaban rojo encendido y los cantos del abuelo transformaban el ambiente. El abuelo fue dando vueltas detrás de ellos con el tambor. Hacía resonar el instrumento en la espalda de cada uno de los participantes. Laura sintió esos latidos del tambor como campanazos dentro de su cuerpo y el vacío se extendió dentro de sus entrañas. Jorge caminó en dirección contraria a Laura y llegó al tipi. Entró, se sentó junto a un indígena que había visto temprano y creía que era hijo del taita. Estaban en plena limpieza de tabaco y tihiki. La medicina estaba cerca de ser repartida. Esta va a ser una noche de viaje profundo, dijo el taita, vamos a bajar a la oscuridad mayor, van a ir a su silla de la muerte y regresar, es el viaje del guerrero que puede sobrevivir a todo, de los seres que vamos a ser capaces de entrar en la nueva vibración. Jorge sintió alegría de estar en ese lugar, ese día, a esa hora. Se imaginó cómo podría el mundo desaparecer, cómo podría explotar en pedazos, y se dio cuenta de que en su mente no cabía semejante destrucción. Que siempre veía las partes completas, los pedazos del planeta que él conocía aparecían volando en el vacío intactos de cualquier catástrofe. Laura entró al mósgata, la eligieron como Señora del Agua, ella alimentaría durante la noche a las abuelas, a las piedras candentes que irían entrando una a una a posarse en el centro de la carpa y calentar el pequeño espacio. Cada piedra traería la sabiduría que la Madre estaba entregando esa noche, dijo el abuelo. Con la entrada de la primera piedra abrieron lo que se llamaba la primera puerta, el calor en aumento. Laura con el gran cucharón que le entregó el abuelo, sentada junto a la olla del agua de hierbas, le rociaba el líquido a la piedra y así empezó a salir el vapor. Fueron recorriendo las emociones del cuerpo, de lo físico.

Jorge en el tipi recibió medicina. Se acostó en el piso. El taita pasó a darle vuelta a cada uno. Primero colores, explosiones de sensaciones en la piel, un desprendimiento paulatino del espacio, de la realidad inmediata. Luego, la entrada en la oscuridad. Jorge empezó a sentir espectros que se movían por el espacio.

El taita hacía cantos, luchaba contra seres que intentaban apoderarse de la noche, de los viajeros. La oscuridad crecía, un camino largo de noches y noches. Una sensación de ahogo y soledad en expansión. Jorge, una vez más, aterrorizado de los espectros, de luces que se apagaban y prendían a su alrededor. Laura con el cucharón alimentaba las piedras, las abuelas de la segunda puerta. Las emociones del alma, la conexión con el occidente. Uno a uno en el mósgata entregaron emociones, devolvieron las oscuridades de su alma. Laura envuelta en ese calor penetrante y agudo, en esa humedad corrosiva. Laura pensando en Jorge, en sus miedos, en lo que ella trataba de decirle. Jorge pensando en Laura, viéndola en el fondo de la oscuridad, ella una luz permanente al final de todos los caminos que se le imponían a Jorge con extrema velocidad. Jorge quería guardar la imagen de Laura, quedarse sólo viéndola, pero el espacio donde ella estaba emanando luz se amplió demasiado rápido, y él veía sólo túneles negros como las aguas de un río que los recorría dando tumbos, cayendo en un gran hueco, en el vacío. Laura aguantando, una puerta más, y otra más. Abuelas encendidas en fuego regresándoles memorias de la tierra, del ser, de las leyes naturales en que habían dejado de vivir. Laura vio el sentido de su cuerpo, de la luna en su vientre, de la sexualidad. Jorge, en el fondo del vacío, temblando, y el taita alimentando la oscuridad, dejándolos llegar hasta lo más hondo de lo hondo con cantos y tambores que le daban orden al caos interior de cada uno de esos seres. Jorge viviendo la disolución completa de su ser. La pérdida total de los sentidos y la guerra entre sus dos seres arreciando. Su otro yo riéndose de él. El planeta se deshizo en sus visiones, ahora sí en partículas incomprensibles y el rostro del miedo, de la ansiedad, de la devastación cubrió su propio rostro. Jorge finalmente cayó en un sueño profundo. Perdido de sí mismo. Laura en el aguante. Soportando calor y emociones, viendo toda la vitalidad de la naturaleza doblegar las verdades parciales de los seres que la invocaban. Al final, sólo silencio. No sonaban tambores ni voces, ni sonajas. La ecoaldea en silencio mientras que el día despuntaba. El 21 de diciembre de 2012 había llegado por fin.

Laura, cuando salió del mósgata, desde lejos vio a Jorge sentado afuera de la carpa. Sólo tenía puestos los calzoncillos y la camiseta blanca que siempre se ponía bajo la ropa. Lo saludó agitando la mano con emoción. Ella venía feliz de la noche que había vivido, de haber resistido todas las puertas de la ceremonia. La mañana era húmeda, el agua evaporaba del suelo y creaba un manto blanco que envolvía las cosas. Pero Jorge no se inmutó. Laura caminó más aprisa, quería llegar, abrazarlo, sentir el calor de ese hombre que en los últimos años sabía perfectamente cómo acunarla en su cuerpo. Cuando Laura llegó a la carpa la estremeció el vacío que se dibujaba en la mirada de Jorge.

—Amor, amor, ¿qué te pasa? — le preguntó arrodillándose frente a él. Laura venía con la ropa mojada, pero antes de pensar en cambiarse quiso lograr alguna palabra de Jorge. Él no musitó palabra. Ella lo mantuvo entre sus brazos, abarcando todo su cuerpo. Jorge inmóvil. —¿Qué viste, lindo, qué lugar visitaste?

Pasaron un largo rato en silencio. Laura por muchos minutos se mantuvo abrazando a Jorge. Luego se sentó a su lado y los dos observaron con parsimonia los colores de la madrugada al cubrir las montañas. Jorge reaccionó y tomó de la mano a Laura. Le consintió la mano. Debían bajar en pocos minutos a trabajar. Jorge debía ayudar en la cocina y Laura iría a cosechar alimentos para el almuerzo. Sin embargo, Laura esperó, se mantuvo en silencio acompañándolo, esperando alguna palabra. Jorge seguía tocándole la mano.

—Estuve allá. Volví a mi peor lugar —dijo Jorge con voz ronca, como si estuviera cerca de quedarse afónico.

—¿A qué te refieres?

—A que el miedo se apoderó otra vez de mí.

—Pero saliste adelante, estás acá.

—Laura, sentí que otra vez podían encerrarme, que podían decidir por mí en qué realidad estaba.

—…

—Cuando empezó el miedo, hace más de veinte años, yo traté de hacer planes de escape, yo quería sobrevivir, quería ser capaz de ganarle a la destrucción. Planeé refugios para el terremoto. Busqué gente que quisiera construir esos espacios para salvarse del poder de la tierra. Lo dejé todo. No pude trabajar más. No pude pensar en otra cosa que en esa destrucción. Nunca entendí cuándo mi realidad se alejó de la realidad de los que me rodeaban. Me encerraron. Para ellos yo estaba loco. ¿Quién decide si uno está loco o cuerdo? Yo les decía lo que estaba viendo, era lo mismo que vi anoche, yo les decía que nos podíamos salvar. Pero también les decía que era cierto, que todo se iba a acabar, que la entropía era clara y nosotros estábamos cerca del final. Tanto miedo. Me encerraron varias veces y yo volvía a salir. Cuando los medicamentos me dejaban libre la mente, una vez más, entraba en pánico. —Jorge miró a Laura, esperaba alguna pregunta, una palabra, que lo interrumpiera, que le tapara la boca, que no lo dejara hablar más. Ella se mantuvo en silencio, en ese silencio que él temía, porque lo único que no quería perder en ese momento era a ella, no quería que ella le temiera, que lo abandonara. —Fue hace mucho tiempo —agregó—. Luego entré en otra frecuencia de vida, me alejé de mis proyectos, de mi carrera y me dediqué a salvar el planeta. Bueno, sólo me salvé a mí. Por eso para mí es tan importante este día, es la constatación de que todo lo que viví tiene sentido, de que mi sueño de salvarnos era posible. Dime algo Laura…

—…

—Dime algo.

—Qué te digo… Que lo siento, que lamento que todo eso te haya pasado.

—No me trates con esa condescendencia, Laura, por favor. Te estoy contando algo que para mí es importante, algo de lo que me curé, pero que anoche tuve que volver a vivir.

—Seguro esa es tu mayor oscuridad, alégrate, ya la conoces —le dijo Laura entristecida y sorprendida de lo que Jorge le acababa de contar. Lo abrazó una vez más como a un niño pequeño, rodeándolo por completo y no entrelazándose con él. La respiración de Laura estaba agitada, sonaba fuerte. Jorge odió el momento en que decidió contarle todo eso a Laura. Ninguna mujer quiere estar con un loco, ninguna mujer quiere vivir con ese lastre a cuestas, pensó.

—No va a volver a pasar, Laura, te lo juro, estoy curado.

—No te preocupes, todo está bien. Vamos a unirnos al trabajo comunitario, todo va a estar bien, Jorge, no temas más. Para eso es la medicina, para salvarnos de vivir eternamente en la oscuridad, para que vayamos a lo peor y regresemos. Tú ya sabes regresar, no te preocupes más. Vamos.

Laura le dio la mano para ayudarlo a levantarse. Le ayudó a encontrar ropa y ella misma se cambió. Él se dejó llevar. Se despidieron en el puente donde los caminos se abrían. Jorge fue a la cocina y Laura, a la huerta. Laura pasó las siguientes horas tratando de poner en orden lo que Jorge le había dicho. Creía en él, sabía bien qué tipo de persona era, no la perturbaba lo que él acababa de contarle, no, le preocupaba lo que él estuviera sintiendo. La aturdía no saber cómo acompañarlo en este momento de miedo.

Cuando Laura pasó a recibir su almuerzo Jorge estaba sirviendo el arroz. Ella le sonrió y le mostró que traía el plato de él y el de ella. Él le retornó la sonrisa y ella vio en sus ojos una suerte de tranquilidad que la llenó de júbilo. La medicina estaba terminando su tránsito en Jorge y seguro volvería a la normalidad. ¿Habría sido todo una visión provocada por la medicina?, se preguntó Laura, ¿o era eso lo que Jorge le quería contar desde ayer? De todas maneras el almuerzo transcurrió sin contratiempos, Jorge estaba una vez más conversador y amable. Después hicieron una pequeña siesta, se abrazaron fuerte, como queriendo decir lo que en ese momento los dos sabían que las palabras no lograrían explicar. Al despertar, Jorge besó intensamente cada pedacito del rostro de Laura. Luego se alistaron para la ceremonia del 21 de diciembre en el río, la ceremonia mayor del solsticio de invierno.

La bajada al río era muy empinada, debían caminar uno a uno, en fila india por la trocha para no caerse en los peñascos. Además había largos tramos que se hacían entre el bosque y así el abismo no era tan notorio porque estaba atiborrado de plantas. Había muchas nubes, algunas muy grises que llamaron la atención de Jorge, eso no era normal en el verano de diciembre. De todos modos Jorge y Laura iban emocionados oyendo los tambores y los cantos que las personas hacían a lo largo del camino. Jorge, de vez en cuando, trataba de subirse a alguna piedra para poder tomar fotos de esa multitud que caminaba hacia el río.

—Acabo de tener un déjà vu, bella, yo ya viví este momento, hace siglos, el mundo ha estado por acabarse muchas veces y se mantiene —le dijo Jorge a Laura emocionado.

Contrario al buen ánimo de la caminata, algunas veces, cuando Jorge miró hacia la multitud vio a su otro yo, ya materializado, impidiéndole la visión del mundo. Quiso borrarlo de un manotón, pero ya era una verdad, él también estaría en la ceremonia, él, ese otro al que había conjurado por años, lo acompañaría en este día tan importante.

Llegaron al río, después de varias paradas y ceremonias de permiso para llegar hasta ese lugar. Eran ya las cinco de la tarde. En el río todas las personas tenían tareas diferentes. Había que prender el fuego, recoger piedras para sentarse en el círculo de la noche, organizar los altares y las medicinas. Antes de que oscureciera debían agradecer bañándose en las heladas aguas del río. Laura estaba entre las mujeres que encendían el fuego; Jorge, luego de ayudar a organizar el gran altar de las ofrendas, se lanzó al agua desnudo, en absoluta entrega con el momento que estaba viviendo, aunque con el fantasma de ese otro ser que él había sido acompañándolo cerca, ahí, como un testigo burlón del miedo que transformó su vida.

La cascada que formaban las rocas en el río era inmensa, impresionante, con una fuerza soberana, pensó Jorge, mientras atravesaba de lado a lado el claro del río donde muchas personas estaban nadando. Se paró bajo el agua de la cascada, dejó que el agua golpeara sobre su espalda. Siguió nadando, buscando no congelarse. Entonces sintió un temblor en las piedras del fondo de río. Oyó un crujir en la tierra, miró a todos lados, pero las demás personas parecían no inmutarse. Se hundió en el agua y contuvo la respiración unos segundos. Los ruidos eran confusos, pero claramente algo se estremecía bajo el agua. Salió con toda la intención de correr a abrazar a Laura y pedirle que se fueran de allí, pero al salir sólo alcanzó a ver cómo una oleada de agua y piedras bajaba por el río. Intentó gritar pero no le salió la voz.

En segundos el agua invadió el espacio. Jorge mantuvo los ojos abiertos y vio cómo los cuerpos de todas las personas eran arrastrados por el agua y golpeados contra las piedras. Fueron segundos eternos, segundos en que Jorge seguía oyendo el crujir de la tierra, cada vez más fuerte, y los pensamientos lo atropellaron con la certeza más atroz de su vida. Lo sabía, lo sabía, todo iba a terminar acá. Entonces vio otra vez el planeta entero deshaciéndose, los mares derribando las ciudades, las montañas tragándose a los humanos, los volcanes devolviendo su magma, esa gran catástrofe que, pese a todo, él estaba destinado a presenciar. El otro hombre que era él lo miraba con sorna, aunque Jorge quería decirle, viste, yo tenía la razón, yo sabía que esto iba a suceder, pero la dualidad se había apoderado de Jorge ese día y el otro tenía más poder y podía burlarse de él. Jorge continuó con los ojos abiertos, retando a su otro ser y trató de gritarle, pero las palabras no salían entre el agua. Entonces sintió un cierto regocijo de pensar que también el otro hombre moriría en ese momento. Era el fin, era ese instante apocalíptico que lo acompañó por tantos años. Entre los cuerpos que pasaban en el agua nunca logró ver a Laura, quiso despedirse de ella, decirle que la amaba, quiso ver sus ojos una vez más. Perdió el sentido. El silencio absoluto envolvió a Jorge para siempre.

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