Viacrucis / Daniela Tarazona

para Belén Beloso y Joan M. Puig

 

Desdobló la tela para cubrirse la espalda. Desde la noche anterior tiritaba de frío. Afuera, los cuerpos a la intemperie mostraban las marcas de la tortura.

¿Cómo había sido capturada?, se preguntaba. Y los hechos recientes se sumaban en su mente. La casa estaba cerrada a cal y canto. Pasaba varias vueltas a los dos cerrojos cada noche. Sabía que vendrían por ella. Hacía tiempo que había imaginado ese momento. Así era: ella supo de su captura mucho antes de que sucediera.

—Tú, levántate y ve hacia el cuarto del fondo —le dijo el guardia.

Se puso de pie con trabajo, tenía heridas en los muslos, cardenales a lo largo de las piernas.

En sus recuerdos estaba la casa, la ventana que daba a la calle, los colores de la fachada de enfrente, azul con rojo, las voces de los vecinos durante la última noche. Luego, sólo sintió los brazos de dos hombres que la sacaban de la cama por la fuerza. Y no. No había sucedido de esa manera: ella había abierto la puerta para asomarse al escuchar un estallido fuera de la casa, pero no consiguió ver nada. Ella no había visto nada. Sin embargo, era verdad que los hombres la esperaban fuera de la casa desde el día anterior. Velaban su salida por la mañana, fumaban allí, junto a la puerta de la calle, deseaban terminar con aquella labor porque, como los otros, ella debía ser capturada antes del otoño.

 

 

Caminó hacia el cuarto. Al entrar observó un escritorio al fondo, allí estaba sentada ella. Sus ojos pequeños la observaban detrás de los anteojos.

—Eres tú, le dijo. Llevo tiempo a la espera de ver tu rostro. Ya sabes que les interesas a ellos y que con tus acciones has provocado un desastre.

¿Qué había hecho? Dormía en el día y estaba despierta por la noche. Era eso. También creía que su cuerpo era capaz de realizar actos que desconocía, lo asumía así, con franqueza.

—Háblame de los cuerpos —le dijo la mujer con los anteojos—. Dime, con detalles, cómo lograste guiar la voluntad de tantos cuerpos. Se comenta que tu fuerza es superior a la de una mujer de tu constitución.

Ella guardó silencio.

—No sé —dijo—, yo sólo…

—No mientas, porque el castigo puede ser más cruel —dijo la mujer con los anteojos.

Y ella comenzó a llorar, era un recurso, a final de cuentas. Lloraba porque ignoraba cómo responder. No soportaba la luz que se colaba por la ventana. Sus ojos estaban hinchados por los golpes.

—Dime los detalles, como te lo he pedido, dime qué hacías después de dejar los cuerpos sin vida.

—Yo no hacía nada con ellos. A veces, los cobijaba para que conservaran más tiempo el calor, pero no planeaba nada.

La mujer de los anteojos se puso de pie y se acercó. Dio vueltas alrededor de ella, le olió el pelo, le revisó las manos.

—¿Crees que te hemos torturado por no hacer nada?

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Tenía sed. No era capaz de saber cuántos días llevaba aislada del mundo, allí.

Entonces, la mujer de los anteojos se detuvo a mirar las uñas de ella, le preguntó por qué estaban sucias.

—Estuve en un cementerio la noche antes de mi captura —dijo ella.

—¿Sacaste cuerpos de las tumbas?

—Sí —respondió, con un poco de vergüenza.

—¡Y crees que no has hecho nada! De una vez te lo digo: tus acciones no tendrán disculpa, ni podrás eludir el castigo que te daremos. No voy a decirte los planes del Ministerio, mucho menos si no eres capaz de aceptar lo que hiciste.

La mujer se quitó los anteojos para observarla de cerca. Le abrió los labios con asco, los separó con un solo movimiento y descubrió sus colmillos.

Poco a poco, fue llevándola hacia la entrada del cuarto. Entonces, la mujer con anteojos sintió algo de miedo.

—Lárgate y espera lo que sigue. Que Dios tenga misericordia de tu alma
—dijo la mujer.

 

A la noche siguiente, ella despertó sobresaltada. Era el día de su castigo final, se lo había revelado el guardia, se lo dijo como un secreto al oído: «Morirás», le dijo. Temblaba, su palidez mostraba las venas de su rostro. De cualquier modo, iba a morir si continuaba más días en aquel estado, sin agua ni alimento.

Se levantó de la cama. Fue hacia el cuarto donde había visto a la mujer con anteojos. El guardia dormía afuera. Giró el picaporte para descubrir dentro de la cama a la mujer.

Su pelo estaba enredado sobre el cuello. Con un movimiento suave, ella despejó la piel y se acercó despacio para encajar los colmillos a la par de la clavícula.

 

 

Escuchó el ruido de unos pasos. Eran dos hombres. El muro de la casa estaba deteriorado por el tiempo, se adivinaba el color azul de antes bajo el deslave de los años. Ella recordó las palabras de la mujer con anteojos, fue poco a poco, con la luz de su memoria, dando sentido a las palabras de entonces. Era joven para saber los planes del Ministerio. Era ingenua para comprender la vocación verdadera de la mujer con anteojos.

Los hombres abrieron la puerta de su casa. Tenían los rostros cubiertos por medias, debajo se adivinaban sus facciones deformadas. Le dijeron que no hiciera ningún ruido: uno de ellos se llevó el dedo índice a los labios para ordenarle el silencio. Ella obedeció. Después, recibió un golpe seco en la nuca. Cuando volvió en sí ya estaba presa en aquel lugar.

Recordó el sabor desagradable que le había quedado en la lengua, era amargo.

El cuerpo caliente de la mujer con anteojos se quedó allí, bajo las sábanas.

 

 

Aquello que no supo entonces, se le revelaba ahora como un hallazgo. El hambre de esos tiempos era saciada en ese instante. Alrededor suyo, la realidad se formaba por otro tiempo y otro espacio. Los guardias y los hombres de rostros cubiertos necesitaban sobrevivir. Alguien, antes, había descubierto los beneficios de succionar la sangre del otro.

Una leve sonrisa llenó sus labios delgados, apenas un segundo antes de morir, exangüe, en la cámara de tortura del Ministerio.

 

 

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