Puentes, acueductos / Hipólito G. Navarro

Mi abuela Justa, apostada en un lugar estratégico en las afueras de la aldea, avista un vehículo con matrícula extranjera cargado de turistas. Sin pensárselo dos veces, lanza un silbido bien fuerte hacia los tejados de más abajo. Es un silbido como de cabrero, pero mucho más profesional.

 

Mi abuelo Justo, que fuma aburrido en la plaza, al oír ese silbido se encasqueta la boina con premura, se levanta y lanza a su vez un silbido menor, pero igualmente científico, muy estudiado en su modulación.

 

Tras esta señal salen mis tías abuelas de sus casas y se sientan a coser junto a las puertas en unas sillas de anea un poquitín desvencijadas. Algunas vecinas salen también, portando cubos y barreños con ropa sucia y se acercan raudas al lavadero público, donde comienzan a fregotear sus trapos mientras otras se apresuran a generar abundante espuma sobre el agua.

 

Pasados dos o tres minutos la actividad aldeana es total: varias mozas aplican una mano de cal al porche de la iglesia, dos niños juegan a canicas, las gallinas picotean magras lombrices, unos gatos degustan cabezas de sardinas por los empedrados…

 

Los turistas han bajado del auto y recorren las tres calles tomando artísticas fotografías de los viejos jugando al dominó en los veladores de la taberna, de las poses industriales de dos abuelas muy abundosas de arrugas fabricando cestos. Una de las muchachas forasteras solicita permiso para retratarse en el lavadero simulando el fregado riguroso de unos calzoncillos de lino del siglo dieciocho…

 

Mazorcas de maíz dorándose al sol, ristras de pimientos rojos y verdes amarradas en las ventanas, lamentables e impúdicos sostenes colgados de los tendederos con pinzas de madera, toda esa urgente decoración es fijada desde todos los ángulos posibles por las cámaras de los turistas.

 

Luego, cuando los visitantes regresan al auto, se obra a la inversa. No han subido los forasteros dos calles en el camino de salida cuando ya se van recogiendo las gallinas y los gatos, las mujeres guardan las ropas a medio lavar otra vez en los cubos, se retiran los pimientos, los sostenes, las mozas y los niños. Algunos viejos, con gesto de fastidio, se desenroscan las boinas aceitadas, abandonan las cartas sin terminar de reunir las cuarenta en bastos, y se encaminan hacia sus casas, pesadamente. Varios regresan con la tristeza del seis doble ahorcado en la mitad de una partida en la que dominaron blancas y pitos. Se les ve bastante fastidiados, porque consideran además que es bien poco, una miseria, lo que la corporación municipal les abona por cada representación.

 

Se está acabando de retirar el decorado cuando desde el puesto de arriba, junto a la carretera, muy fuerte y agudo, saliendo de la experimentada mella de mi abuela Justa, resuena de nuevo su silbido. Mi abuelo Justo, que recién terminaba de sacarse la boina, silba con fuerza a su vez, se calza la prenda de rigor, y contempla a mis tías abuelas en sus sillitas bajas de anea. Las ve cansadas, marchitas. Aguantan aún el tirón de los fines de semana, pero no están ya para muchos puentes.

 

 

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