Victoria Ocampo y Virginia Woolf: las consecuencias de una amistad literaria / Irene Chikiar Bauer

 Victoria Ocampo y Virginia Woolf: las consecuencias de una amistad literaria / Irene Chikiar Bauer
    
 Victoria Ocampo fue una escritora y mecenas argentina que fundó la editorial y la revista Sur. Impactada por la lectura de los libros de Virginia Woolf, especialmente Un cuarto propio, la visitó en 1934 y consiguió que le otorgara su traducción y publicación en castellano, así como la autorización para traducir y editar, en principio, Al faro y Orlando.
     En su autobiografía, publicada después de su muerte, en 1979, y en sus diez tomos de Testimonios, Victoria Ocampo cuenta aspectos de su vida y de su relación con la cultura argentina y europea de la época. Es sugerente comprobar que, a lo largo de una dilatada presencia en el mundo de las letras, la admiración y el fuerte lazo con la obra de Virginia Woolf nunca la abandonaron, y aunque la escritora inglesa murió en 1941, hasta los últimos años de su vida Victoria siguió recordándola y se convirtió en una suerte de portavoz de muchas de sus ideas y reflexiones.
     ¿Por qué Victoria Ocampo se sintió tan atraída por la personalidad y la obra de Virginia Woolf? Ella misma cuenta que ambas sufrieron bajo las presiones de la educación victoriana. No tuvieron una educación formal, ni siquiera asistieron al colegio y mucho menos soñaron con ingresar a una universidad. La relación entre estas escritoras estuvo marcada por el roce entre dos universos distintos, dos lenguas, el castellano y el inglés, dos culturas y aun dos clases sociales diferenciadas, en las que no deja de resonar la situación de una cultura periférica en contacto con una cultura central. Que Victoria Ocampo tomara a Virginia Woolf como modelo es relevante, ya que, siendo escritoras mujeres, la búsqueda de un modelo femenino les permitió, a las escritoras del pasado, superar la ansiedad de autoría al probarles que rebelarse contra la autoridad literaria patriarcal era posible.
     Es sugerente comprobar que Victoria Ocampo también se sintió identificada con Orlando, el protagonista de la biografía ficcional que Virginia Woolf dedicó a su amiga la aristócrata y escritora Vita Sackville-West, y así lo expresa en su autobiografía:
    
     A pesar de «haber consagrado a los escritores mi parte de credulidad» desde muy niña, como el Orlando de Virginia Woolf, no tuve la fortuna de conocer a gentes del oficio o interesados por los libros.
    
     Como Ocampo, Orlando cree, más que nada, en el arte. El sujeto de la biografía imaginaria, Orlando, y la autobiógrafa escritora argentina, Victoria Ocampo, comparten también una misma desdicha:
    
     Una mujer sabe muy bien que por más que un escritor le envíe sus poemas, elogie su criterio, solicite su opinión y beba su té, eso no quiere absolutamente decir que respete sus juicios, admire su entendimiento, o dejará, aunque le esté negado el acero, de traspasarla con su pluma.
    
     En el párrafo precedente, citado de Orlando, Virginia Woolf advierte las dificultades que atravesaban las mujeres de cualquier clase social al intervenir en el campo literario. Adscripta, aun con reservas, al Partido Laborista, Virginia Woolf no pertenecía a la nobleza sino a lo que en Inglaterra se ha dado en llamar «aristocracia intelectual», categoría no fácilmente extrapolable a la Argentina, ya que se refiere a un grupo social que sumaba a sus conexiones familiares, más o menos cercanas con la aristocracia, el haber pertenecido a círculos de saber legitimados por grandes universidades, como Cambridge —aunque ella siempre se calificó a sí misma como outsider de esa misma aristocracia intelectual. En ese punto se diferenciaba tanto de su amiga Vita Sackville-West como de lo que representaba Victoria Ocampo en la Argentina.
     Otra cuestión aproxima a Victoria Ocampo con Orlando: los dos actúan como mecenas. En tanto la argentina vende rápidamente y sin fijarse en el precio su «media luna de brillantes» que le permite alojar a Tagore, en el libro de Woolf, Orlando «les prodigaba su vino [a los escritores] y les ponía billetes de banco (que ellos amablemente guardaban) debajo de sus platos en la comida, y aceptaba sus dedicatorias, y se consideraba honradísima con el cambio». De tanto prodigarse, y a causa de los litigios legales que casi la llevan a perder su título nobiliario, al final del libro Orlando, «a pesar de ser otra vez noble indefinidamente, era también pobrísima». Por su parte, Victoria, como señala en sus escritos, al final de su vida, y comprobando cómo su fortuna había disminuido considerablemente, recordó que su padre lo había profetizado. No era una cuestión que la desvelara, y en diálogo con él escribió en sus Testimonios:
    
     No me arrepiento del tiempo que algunos consideran perdido, y menos de las pérdidas anunciadas […] y que se cumplieron. «Te conozco». No sé si a él también lo habría defraudado en esta carrera que elegí en épocas en que no se les daba ninguna carrera a las mujeres.
    
     También, como Orlando, Victoria Ocampo pudo haber sentido que las batallas de sus ancestros, esos caballeros con armadura que habían participado de las gestas patrias, «eran menos arduas que la emprendida por él para ganar inmortalidad» (Orlando). La escritura, para Orlando y para Victoria Ocampo, es la más difícil de las batallas. Así lo dijo en un artículo en el diario La Nación, el 9 de enero de 1966:
    
     Lo poco que he hecho en mi vida (y no lo califico de poco por falsa modestia sino porque mis planes eran más ambiciosos) lo he hecho a pesar de verme privada de las ventajas de ser hombre. Pero a ese poco no habría alcanzado de no tener inconmovible convicción de que era necesario luchar para darle el lugar que correspondía a la mitad de la humanidad. La lucha, en mi caso, consistía en obedecer a una vocación: la de las letras. Vencer en ese sector, así fuera ínfima la victoria, era ayudar al gran movimiento de emancipación que estaba en marcha.
    
     Sugestivamente, en «Virginia Woolf, Orlando y Cía.», Victoria Ocampo se inscribe en el linaje femenino a través de la autora inglesa, cuyo recuerdo convalida su lucha:
    
     El encuentro con la autora de Orlando me ha traído una vez más —entre otras cosas— la certidumbre de que nada de lo que yo había imaginado de la mujer, soñado para ella, defendido en su nombre, es falso, exagerado ni vano. Y al pensar en Virginia Woolf no puedo olvidarlo ni un momento.
    
     En Virginia Woolf, Victoria Ocampo admiró a una escritora revolucionaria, que había llegado más lejos de lo que ella podría imaginar, y con quien estableció no sólo lazos de amistad, sino una filiación que admitiría entenderse en términos de linaje, de proyección y de identificación. En nuestra época, Gayatri Ch. Spivak nos advirtió acerca de «las consecuencias impredecibles de insertar a las mujeres como mujeres en la cuestión de la amistad»; en la suya, Victoria Ocampo y Virginia Woolf lo experimentaron en carne propia, de suerte que cada una de ellas entró en contacto con el universo extraño y subyugante que la otra representaba.
     Victoria Ocampo intuyó enseguida que podía llamar la atención de la inglesa presentándose como un ser «exótico»: una sudamericana. Así, dio cauce a la imaginación de Virginia Woolf, que, gracias a ella y sin moverse de su isla, viajó por las «pampas», imaginó mujeres con vestidos de muselina asándose de calor en tierras pobladas de ganado salvaje y repletas de mariposas.
     Las mariposas apasionaban a Virginia Woolf; en su infancia y junto con sus hermanos se habían dedicado a cazarlas, también las estudiaban y las clasificaban. Las mariposas aparecen en varios de sus libros, y de ellas hablaron cuando se conocieron. Contó Victoria Ocampo en una entrevista radial con Viviane Forrester: «En nuestro primer encuentro me hizo un montón de preguntas. ¿Había muchas mariposas en mi casa? Las mariposas eran su obsesión».
     Fascinada tras conocerla, y de regreso en Buenos Aires, a Victoria Ocampo se le ocurrió enviarle una caja de mariposas. Por la noche, mientras comía en su casa con el escritor E. M. Forster, Virginia Woolf las contemplaba y pensaba «en la diferencia entre dos mundos». Una diferencia que Victoria Ocampo medía en términos de una distancia que quería acortar haciendo traducir los libros de Woolf, por primera vez, al castellano y publicándolos en nuestro idioma. Una diferencia que sentía que se desvanecía cuando se proyectaba en la lectura, y cuando tomaba las ideas de los libros que la inspiraban al indicarle el camino para seguir. Por eso, la entusiasmaba leer la invitación a las escritoras mujeres en Un cuarto propio:
    
     Escriban toda clase de libros, por trivial o vasto que sea el tema. Por las buenas o por las malas, espero que ustedes adquirirán bastante dinero para haraganear y viajar, para considerar el porvenir o el pasado del mundo, para soñar sobre los libros y demorarse en las esquinas y dejar que la línea del pensamiento se sumerja hondo en el río. Porque no quiero que se limiten a la novela. Si quieren complacerme —y hay miles como yo— escribirán libros de viaje y aventuras, de investigación y de erudición, de historia y biografía y crítica y filosofía y ciencia.
     
     Victoria Ocampo, quien aseguraba que ella no era «una escritora» sino «simplemente un ser humano en busca de expresión», pudo haber proyectado su caso en el de las mujeres a las que Woolf invitaba a escribir «toda clase de libros». Es evidente que la lectura de Un cuarto propio, que hizo apenas dos años antes de fundar la revista Sur, influyó en su deseo de publicar, a lo largo de cuarenta años, la obra de Virginia Woolf. Hay un momento, sin embargo, en que la cuestiona, como se puede leer en la primera serie de sus Testimonios:
    
     Dice usted que Jane Austen hizo un milagro en 1800: el de escribir, a pesar de su sexo, sin amargura, sin odio; sin protestar contra… sin predicar en pro… Y así (en eseétat d’ame) es como escribió Shakespeare, añadía usted.
     Pero ¿no le parece a usted que, aparte de los problemas que las mujeres que escriben tenían y tienen aún que resolver, se trata también de diferencias de carácter? ¿Cree usted, por ejemplo, que la Divina Comedia haya sido escrita sin vestigios de rencor y agitaciones?
     En todo caso, estoy tan convencida como usted de que una mujer no logra escribir realmente como una mujer sino a partir del momento en que esa preocupación la abandona, a partir del momento en que sus obras, dejando de ser una respuesta disfrazada a ataques, disfrazados o no, tienden sólo a traducir su pensamiento, sus sentimientos, su visión.
    
     ¿Qué otra cosa hizo Victoria Ocampo en su autobiografía y sus Testimonios sino seguir el derrotero marcado por las frases «escriban todo tipo de libros», «transmitan su visión»? Otra indicación de la influencia woolfiana en sus escritos es que la conclusión de la carta que le escribe a Virginia Woolf —con la que inicia sus testimonios— remite directamente al final de Un cuarto propio, como podemos observar al poner en paralelo ambos párrafos:
    
     Entonces la oportunidad surgirá y el poeta muerto que fue la hermana de Shakespeare se pondrá el cuerpo que tantas veces ha depuesto […] Esperar que venga sin preparación, sin ese esfuerzo nuestro, sin esa resolución de que cuando aparezca le será posible vivir y escribir su poesía, es del todo imposible. Pero sostengo que vendrá si trabajamos por ella y que vale la pena trabajar hasta en la oscuridad y en la pobreza (Woolf, Un cuarto propio).
    
     Como si se tratara de una lección que había aprendido par cœur,Victoria recitaba:
    
     Y si, como usted espera, Virginia, todo esfuerzo, por oscuro que sea, es convergente y apresura el nacimiento de una forma de expresión que todavía no ha encontrado una temperatura propicia a su necesidad de florecer, vaya mi esfuerzo a sumarse al de otras mujeres, desconocidas o célebres, como en el mundo han trabajado (Ocampo, Testimonios).
    
     El siglo xx fue testigo de la lucha de las mujeres del mundo occidental por acceder a la educación, al derecho a la libre expresión, y a un cuarto propio. Hacia el final de su vida, en 1977, Victoria Ocampo obtuvo el reconocimiento de la Academia Argentina de Letras, y en su discurso de incorporación —citado en la décima serie de sus Testimonios— celebró a aquellas mujeres que, de una u otra manera, la impulsaron a escribir.
     Primero, reconoció que fue su tía abuela quien se «empeñó» en hacerla estudiar idiomas en su niñez y adolescencia: «pensando que por mi afición a la lectura me darían la llave de secretos maravillosos. Puso en mis manos esas llaves». En segundo lugar, admitió su deuda con Virginia Woolf: «Ella me animó a escribir». Luego recordó a Gabriela Mistral, quien celebró «su verdad y su violencia vital» y reconoció a Victoria «tan criolla» como ella misma. Finalmente, Victoria Ocampo estableció una línea directa con una antepasada suya, la «india guaraní, Águeda», con quien simpatiza, dice, «dados mis “prejuicios” feministas».
     En un ámbito, el de la Academia, hasta entonces de dominio masculino, instaló, de una vez y para siempre, el linaje femenino:
    
     Es para mí un desquite y un lujo poder invitar a esta recepción de la Academia a mi antepasada guaraní y sentarla entre la inglesa y la chilena […] Esto no tiene que ver con la literatura, me dirán. No. Tiene que ver quizá con la justicia inmanente y quizá con la poesía. Así lo hubiese imaginado la fantasía de Virginia. Así lo hubiese entendido la pasión de Gabriela…
    
     A través de estas tres mujeres, Victoria Ocampo introduce tres cuestiones disruptivas para la institución que le abre sus puertas: con Águeda, los pueblos hoy llamados originarios; con Virginia Woolf, el feminismo; y con Gabriela Mistral, el americanismo y a una escritora de izquierda.
     La autora inglesa, a la que admiraba por su escritura de ficción y por sus ensayos feministas y pacifistas, había dejado de existir hacía más de treinta años. Pero, reiteramos, las consecuencias de incluir a las mujeres, como mujeres, en el campo de la amistad, son impredecibles. Así, en 1974, en el último texto que le dedica, «Virginia Woolf en su diario», Victoria Ocampo afirma que sentía que había crecido una amistad más íntima que la que las ligó en vida: «Me siento, hoy, más cerca de Virginia Woolf; puedo más libremente hablar con ella de esto y aquello, con ella laugh at gilded butterflies y asomarme al misterio de las cosas as if we were God’s spies».
     Nosotras, lectoras, escritoras del siglo xxi, nos sentimos lejos y cerca de las escritoras que lucharon por habilitar el camino que transitamos con mucha más libertad que ellas. Pensar en una comunicación y en un diálogo que trascienda las fronteras y que nos acerque, de tal manera que busquemos nuestra propia definición a través del encuentro con los otros, considerando cómo siguen interpelándonos los textos que escribieron, es comprender que nuestras luchas, nuestra búsqueda de ampliación de derechos se reflejan en las de nuestras predecesoras. Ellas son el eslabón de una cadena que nos tiende un puente; a nuestra vez, somos el eslabón que enlaza con las generaciones futuras.
     En la literatura como en la genealogía, los cortes y las disrupciones nunca son totales, nos definimos en relación con los otros. En esa tensión, en la búsqueda de la propia identidad y del desarrollo de una expresión singular, se inscribe el encuentro entre Virginia Woolf y Victoria Ocampo.

 

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