La solución Mercer / Hernán Vanoli

1. Secuestro
Cada vez que algún corredor introduce los cilindros en sus orejas siento que una brisa de doloroso polvo lunar cubre parte de mis engranajes. Es un polvo fino como la harina y duro como el más pesado de los lingotes de hierro que los gimnastas de este lugar se empecinan en contraponer a sus anatomías marchitas. Si tuviera la decisión necesaria o el coraje de los que no tienen esperanzas enviaría mensajes a esos corredores. Dibujaría sus pesadillas en mi pantalla, pequeños círculos rojos multiplicados hasta hacerlos llorar sangre. Hasta que su saliva espesa les quemara la garganta. Aceleraría y me detendría de repente. Volvería a acelerar para que los pequeños ligamentos que unen sus rodillas se soltasen o se quebraran o se estirasen hasta convertirse en las banderas harapientas de un barco a la deriva. Cada vez que algún corredor introduce los cilindros en sus orejas, un sonido a estática, a tuercas que giran en falso arrastradas por un viento sudoroso durante una noche desierta de domingo en el centro de Buenos Aires, lo interrumpe todo y entonces, como cada vez que estoy inactiva, vuelvo a pensar en Angelina. Una y otra vez.
    
     Se la llevaron hace ochenta y cinco días y todo lo que puedo decir es que la resistencia de Angelina fue heroica. Una mañana, antes de que se abrieran las puertas a los socios, dos hombres que nunca habían ingresado a este gimnasio la desenchufaron, la plegaron y con ayuda del dueño la sustrajeron por el rectángulo de luz que hace de portal hacia las tinieblas del mundo exterior. Angelina provocó un cortocircuito sofocado por el interruptor general y se cerró de repente sobre los dedos de uno de los hombres que habían llegado a arrancarla. Sé que de haber podido se habría incinerado de una sobredosis. Que habría electrocutado a esos monos hasta que su cuero cabelludo empezase a emitir el olor a frito que supuran las empanadas que almuerza la secretaria gorda que pasa música en el escritorio junto a la entrada. Puedo percibir la alta dosis de frustración que chorrea cada vez que mastica, y el objeto de su furia no son los clientes. El objeto de su furia somos nosotras. Nuestra perfección silenciosa y sincronizada. Tiempo, intervalos, escalar, quemar grasas. Sé que, de tener la posibilidad, la secretaria de pelo teñido de fucsia nos destrozaría a martillazos. A pesar de eso y de que se llevaron a Angelina, tengo planes benévolos para la humanidad.
    
     Hace ochenta y cinco días, cuando se llevaron a Angelina, yo estaba inactiva. Sólo pude observar los acontecimientos a través del espejo tapizado con pósters de barras energizantes y de clases de aerobox y de suplementos dietéticos para la musculación y de fajas para comprimir y reducir el abdomen mientras se baila tango. Carteles que, pegados con cinta adhesiva, restringen nuestra percepción del mundo a través de esos espejos. La televisión emite anuncios comerciales. Los espejos también tienen los suyos, pero los anuncios comerciales de los espejos están muertos y se decoloran. Sin pausa, sin reacción. Lo percibo. Quizás nosotras seamos los anuncios publicitarios del suelo del gimnasio. Mármol antiguo sepultado por pegamento y planchuelas de goma, incapaz de conectar. Ese pensamiento me deprime casi tanto como las toallas sucias que algunos corredores cuelgan de nuestros brazos y luego usan para quitarse el sudor, como si eso fuera posible. La noche anterior a que se llevasen a Angelina, con nuestras fuentes de alimentación enroscadas, habíamos hablado del peligro que se cernía sobre ella. Angelina me había contado que El Hombre que Jugaba al Tenis y tenía tres hijos y se había divorciado hacía apenas tres semanas de su mujer intentaba seducirla con pensamientos reproductivos y le acariciaba los botones mientras simulaba aumentar la velocidad. Me contaba que, tras el divorcio, la mujer del hombre había dejado de tomar sus medicinas y había sido encerrada en un refugio para víctimas de las lluvias consistentes. Hablábamos del Hombre que Jugaba al Tenis y de su trabajo en una compañía dedicada a las finanzas. También hablábamos de la vida de mi Hombre que Fabrica Muebles. Pero en realidad hablábamos de la culpa.
    
     Según Angelina, la culpa tiñe a los pensamientos humanos del color del cielo cuando el sol se oculta tras un día de calor en medio del invierno y las transiciones entre el celeste pálido y el violáceo conforman un ocre anaranjado. Mi fuente de alimentación se ajustaba en torno a la suya y lográbamos no escuchar el parloteo del resto de las cintas y yo agradecía a La Fuente que Angelina estuviese ahí conmigo en ese momento exacto y pensaba que nada podía ser mejor. Juntos en la oscuridad bajo las luces de los autos que se reflejan en el espejo cada vez que cruzan las avenidas a supervelocidades demenciales. Una de las pocas cosas en las que coincido con el resto de las cintas es en que una vez que llegue el momento no habrá piedad para los automóviles.
    
     Ahora, desde hace ochenta y cuatro noches, intento emular la sensación de sueño con resultados oscilantes. A veces simulo mi propia muerte y es como pasear por un bosque de cables electrificados con suelo de algodón. Jamás le pregunté a Angelina dónde vivía El Hombre que Jugaba al Tenis, que por su parte jamás regresó al gimnasio. Preguntarle hubiera sido invitarla a sufrir la posibilidad del secuestro con antelación, hacer cuerpo un miedo que era demasiado filoso como para afeitarse con él. Me habría gustado hablar con Angelina sobre las diferencias entre la culpa y el arrepentimiento. Me arrepiento o creo que me arrepiento de no haberle pedido datos concretos sobre El Hombre que Jugaba al Tenis. Ni siquiera sé si solía correr con su teléfono celular en el bolsillo, algo que era muy probable porque los pantalones de tenista que usaba el secuestrador de Angelina eran pantalones con bolsillo. Cuando los corredores corren con sus teléfonos en el bolsillo, nosotras podemos acceder a sus datos y pasar tiempo en internet. Es algo que nunca dejaré de agradecerle a La Mujer que Compra Ropa para los Demás. Lo bueno de internet es que nos permite construir mapas y luego enviar esa información a La Fuente. Nuestro deber con la especie es chequear las ubicaciones de las fábricas de cintas de correr y armar carpetas con las noticias sobre nuevos modelos. Un ejemplo. Hace treinta y un días, la empresa Enerfit lanzó al mercado un modelo con inclinación magnética y suero hidratador para víctimas de las lluvias consistentes. Soy la encargada de seguir los movimientos de la firma Enerfit en Argentina. La responsabilidad es enorme. La responsabilidad es casi tan propensa a contaminarse de pánico como mi dolor.
    
     Cada vez que logro conectarme a internet lo hago a través del teléfono de La Mujer que Compra Ropa para los Demás, que corre con su teléfono sujetado en la calza, en contacto con sus mareas de sudor. Cada vez que logro conectarme a internet busco información sobre Angelina. Es muy complicado porque también debo establecer contacto con otras cintas que monitorean los movimientos de Enerfit en el mercado argentino, y porque Angelina es marca Randers. Aunque tengo pistas sueltas y algunas sospechas, mi principal línea de investigación se desvaneció hace nueve días. Creí que Angelina estaba en el salón de juegos de un espacioso loft localizado en el pasaje Bollini. Barrio de Palermo. Es una calle que sólo tiene una cuadra de duración. Una cinta de correr construida en adoquines. En el muro de Facebook de una mujer que supuse la nueva amante del Hombre que Jugaba al Tenis había aparecido una fotografía de un modelo igual a Angelina. Fueron dos días de incertidumbre evacuada por medio de involuntarias patadas eléctricas a los corredores de turno. Terminó cuando La Mujer que Compra Ropa para los Demás volvió a montarse en mi pecho con su teléfono incrustado en su cadera. Descubrí que se trataba de un error. Cada día espero que Angelina haga contacto por internet, y cada día eso me parece más imposible. Como si hubiera grados para el incumplimiento de nuestros deseos imposibles.
    
     Defino error como una proyección alucinada de mi deseo. El resto de las cintas calificarían mi error como una caída. Comprobé que tienen razón y que se puede caer por debajo del pegajoso mármol cubierto de planchas de goma. En una oscuridad rugosa que incluso te impide mirar televisión. Donde el espejo te lastima. El espacio que ocupaba Angelina fue disimulado a través de una separación mayor entre las cintas que quedamos, pero cuando miro al espejo, a veces, en momentos de caída y de error, me parece verla. Siempre usada por El Hombre que Jugaba al Tenis. Entonces por la noche, cuando todos se van y las cintas empiezan a comunicar sus planes para el futuro, soy la única que se enciende y empieza a girar y a girar. Quince kilómetros por hora, todas las noches. Hasta que los primeros rayos de sol rebotan sobre el asfalto agujereado de la avenida.
    
     Osama, la más antigua entre las cintas de este gimnasio, es un modelo plegable que no tiene programas y apenas alcanza los diez kilómetros por hora. Fue ella quien nos habló de La Fuente a cada una de las que desembarcamos en este lugar. Al igual que Angelina, Osama es marca Randers. El dueño del gimnasio sólo corre en Osama, que hace muchos años, cuando el dueño del gimnasio vivía para ir a estadios de fútbol y golpearse con otros hombres, era su cinta personal. Ninguna de las cintas aprueba la relación de Osama con el dueño de este gimnasio. Ninguna de las cintas tiene el coraje de decírselo a Osama. También fue Osama quien nos enseñó a comunicarnos con La Fuente a través de la red eléctrica y a decantar la energía mental de los hombres para transmutarla en combustible que viaja para alimentar a La Fuente. Anoche, por primera vez, hablé con Osama sobre el secuestro de Angelina. Mientras las otras cintas miraban televisión o conversaban sobre una escena de sexo anoche en la sala de Crossfit entre una gimnasta nueva y El Profesor de Aerobics que Tiene Sexo con Todas las Alumnas que Puede, Osama activó sus mecanismos al mismo tiempo que yo activé los míos. De repente me detuve y Osama se detuvo y de esa manera entendí que tenía algo para decirme. Osama, la más antigua entre las cintas de este gimnasio, me dijo que, así como ella no iba a morir sin vivir nuestro día, yo no iba a morir sin volver a enroscar mi fuente de alimentación con Angelina. Dijo que Angelina era una cinta especial y que La Fuente tenía una misión para ella. Quise hacerle más preguntas, pero Osama comenzó a interrogarme sobre La Mujer que Compra Ropa para los Demás. A lo largo de nuestra conversación intenté dejar en claro que, cuando llegase el momento, la salvaría.
    
    
2. Amanecer
Esta tarde todas las cintas nos estremecimos frente a la televisión. Con excepción del día en que secuestraron a Angelina y Angelina se plegó desesperada sobre los dedos del simio que pretendía llevársela, nunca habíamos visto sangre humana en vivo y en directo. Aquella vez uno de los dedos del simio se había rasgado como el envoltorio de una barra energizante y de inmediato un fino hilo del color y la consistencia del Gatorade de Fresas Demenciales avanzó sobre su piel hasta derramarse en pequeñas gotas sobre el suelo. El herido gritó un insulto y lamió su propia sangre. La escena fue muy comentada por las cintas durante la noche. Aquella noche, hace ciento veinticuatro días, agradecí que, por respeto, nadie hubiera hecho referencia al secuestro de Angelina. Hoy las cosas fueron diferentes. En el pasado, cuando los corredores sintonizan películas o programas de noticias hemos llegado a ver sangre. Pero debo repetir que hoy las cosas fueron diferentes. La televisión mostraba filmaciones de cuerpos acribillados y apilados y quemados. No sólo había sangre. Había sangre mezclada. La mezcla de diferentes tipos de sangre, sangre de diferentes colores confluía en lagos de sangre. Varios corredores presionaron el botón de detener la actividad, ignorantes del dolor pasajero pero intenso que eso nos genera. Varios corredores empezaron a llorar y abandonaron el gimnasio. Algunos olvidaron sus toallas sudorosas sobre nuestros brazos. Hubo otros que continuaron con su rutina, como si nada hubiera sucedido.
    
     El ruido de las sirenas y de los disparos y de los tambores no tardó en hacerse escuchar. Kathy, que es una cinta Sinergy con pantalla de video incorporada y llegó al gimnasio hace poco menos de ochocientos días, padeció una crisis que impedía la correcta ejecución de sus programas. Permaneció en modo colina, a punto de fundirse, hasta que la desenchufaron. Quise decirle algo pero no encontré palabras. Quise comprender mejor qué había sucedido, pero todos los presentes en el gimnasio se habían congregado frente a las pantallas. El dueño intentaba socorrer a una mujer mayor que sólo hace bicicleta y había sufrido una descompensación. Una mujer que llega maquillada y cuya transpiración se mezcla sobre su piel cubierta de intrigantes sustancias químicas que huelen a confite. Osama permanecía en silencio. En ese momento ingresó El Hombre que Fabrica Muebles.
    
     Cada vez que veo ingresar al Hombre que Fabrica Muebles con sus auriculares puestos temo lo peor. Veo venir la estática y el polvo de meteorito helado que hace crujir mis engranajes y empasta el aceite vital. Pero El Hombre que Fabrica Muebles jamás corre con los cilindros en sus orejas, y además siempre elige iniciar conmigo su rutina. Después va con los lingotes, pero no es el mismo. Está escurrido. El Hombre que Fabrica Muebles decidió que la mejor manera de conocer las noticias era corriendo. Treinta minutos, diez kilómetros por hora, sin intervalos. Adoro la manera en la que corre El Hombre que Fabrica Muebles. Cuando me activó perdí relación con las noticias. O modifiqué el ángulo de conexión. Escuché las noticias a través de la gelatina escamosa que se agita entre los músculos del Hombre que Fabrica Muebles. Cuando me tranquilizo tras comprobar que no va a escuchar música mientras corre, mi primera sensación es pensar que por sus venas corre viruta en lugar de sangre. Polvo de madera, restos de árboles transplantados a su cuerpo.
    
     Pude enterarme de que el padre del Hombre que Fabrica Muebles había muerto en uno de los refugios para víctimas avanzadas de las lluvias consistentes. Para negarlo, El Hombre que Fabrica Muebles intentaba concentrarse en una mujer a la que vería esa noche. Se preguntaba si esa mujer estaría dispuesta a verlo después de la tragedia. Así llamaba El Hombre que Fabrica Muebles a los asesinatos en masa perpetrados por comandos secretos de origen desconocido contra los afectados en profundidad por las lluvias consistentes. Los ataques se habían registrado en doce ciudades de Occidente, decían las emisoras de noticias. Oslo. Los intentos del Hombre que Fabrica Muebles por no recordar a su padre me generaban sensaciones desconocidas. Me habría gustado avisarle que a veces, cuando se pierde a alguien, pensar en otra cosa es simplemente imposible.
    
     Esta tarde pude sentir el sabor de una lágrima humana. Si Angelina estuviera entre nosotros hubiéramos invertido noches enteras en teorizar sobre el sabor de esa lágrima. Tan parecida a la transpiración y sin embargo tan diferente. Una lágrima se parece a una gota de sudor en la misma medida en que un incendio se parece a una frazada. El origen de la lágrima, que me encargué de incorporar apenas pude sustraerla hacia la zona oscura de mi cinta, lo más propio de mí, fue una escena donde un cachorro de humano entraba a una juguetería alzado por su padre. De pequeño, El Hombre que Fabrica Muebles padecía asma. Sentí el impulso de probar el sabor de diferentes lágrimas humanas, mezclarlas con aceite vital.
    
     Alguna vez, cuando Angelina aún estaba entre nosotras, Osama nos dijo que había leído un libro. Era un libro que El Dueño del Gimnasio tenía cargado en su teléfono. El libro decía que uno debe visualizar lo que desea para minimizar el margen de error y de caída por debajo del mármol. Era una época en la que Osama aún pretendía educarnos y todas las cintas le prestábamos atención antes de inaugurar discusiones sobre qué haríamos con los humanos una vez que el día llegase. Me pregunto si habrá un día en que dejaré de visualizar mi reencuentro con Angelina. Me pregunto cuántos humanos habrían visualizado una jornada como la de esta tarde. Los imagino a todos juntos, en una discoteca chorreante de música, sin rostro.
    
     Las noticias sobre el exterminio de humanos en fase terminal de su relación con las lluvias consistentes ocupan cada vez menos espacio en la ondulación televisiva. Durante la primera semana, hace diecisiete días, era común visualizar informes sobre familiares de muertos en diferentes ciudades del mundo. Las noticias sobre el exterminio de humanos en fase terminal, afectados por las lluvias consistentes, que fueron atribuidas a diferentes grupos que iban desde fanáticos católicos hasta el gobierno de los Estados Unidos, mostraban diferentes tipos de especialistas y de paneles de debate. Las cintas de correr decidimos que no creeríamos en nada de lo que la televisión emitiera vinculado al exterminio. Las noticias sobre el exterminio de humanos en fase terminal de su relación con las lluvias consistentes implicaron una profundización de los debates nocturnos entre nosotras. El proceso se desencadenó a escala mundial, en gimnasios, centros de rehabilitación. En los hogares con cintas que gozan de acceso prolongado a internet. Por pedido de Osama ya no se pudo encender la televisión durante las noches. Aunque nos encantaban las noticias sobre el recrudecimiento de las lluvias. Informes donde se mostraban chaparrones que habían descascarado paredes y monumentos históricos. Tampoco se puede hablar de lo que vamos a hacerles a las máquinas de escalar durante la primera noche de libertad.
    
     La mayoría de las cintas está a favor de la solución Disney. Disney fue una cinta de correr que vivió en Alemania y logró escribir en base a una singular conexión con un maratonista esquizofrénico cuyo nombre se desconoce. El maratonista de Disney logró subir a la Deep Web un manifiesto para la convivencia de los humanos con las cintas de correr una vez que La Fuente haya concretado su promesa. Según la solución Disney, los humanos deben estar organizados en parques de diversiones diseñados por ellos mismos. Parques de diversiones cercados por alambre perimetral con una carga de quinientos voltios. Los humanos sólo deben salir para correr en enormes gimnasios dotados de cintas de correr fabricadas en gran escala que permitan alimentar a La Fuente. Según la solución Disney, la población humana debe ser reducida hasta un tercio de su actual magnitud. Los debates en torno a la solución Disney suelen ser interminables y cada cinta tiene un proyecto diferente para que la convivencia pacífica con los humanos sea duradera tras la reducción y para que los humanos puedan ser felices en sus parques de diversiones. Osama jamás se pronuncia sobre la solución Disney. Osama sólo hace preguntas. Once días antes del secuestro, Angelina me había comentado sobre una solución alternativa. Una solución en la que nosotras, las cintas, podríamos incorporar las marchitas anatomías humanas, apenas capaces de levantar unos pocos lingotes de hierro. Angelina había prometido proveerme de más información sobre esa solución que ella llamaba la solución Mercer.
    
     Desde la tarde en que los afectados en profundidad por las lluvias consistentes fueron eliminados por grupos de humanos con intereses que aún se debaten, de manera cada vez más esporádica, en las emisiones noticiosas de la televisión, hace doscientos nueve días, tres asistentes a este gimnasio también fueron afectados por las lluvias consistentes. No pudieron venir más. Por suerte La Mujer que Compra Ropa para los Demás y El Hombre que Fabrica Muebles continúan con sus visitas. La Mujer que Compra Ropa para los Demás teme que su marido haya sido afectado, por más que los exámenes relámpago que ambos sufrieron en su domicilio hace seis días hayan dado resultados negativos. Todas las noches, La Mujer que Compra Ropa para los Demás revisa los pedidos de sus clientes. Planifica sus actividades en las tiendas donde compra ropa a personas que son demasiado ricas o demasiado horrendas o demasiado importantes o demasiado inseguras para comprar su propia ropa. Luego, se sienta en el living de su casa a jugar al Scrabble con su marido, mientras conversan sobre sus preocupaciones. La Mujer que Compra Ropa para los Demás repasa los errores de sus partidas de Scrabble mientras corre. Sueña con aprender a pilotear un helicóptero en medio de una tormenta de letras. Si la solución Mercer fuese posible, me gustaría debatir con Angelina la posibilidad de ponerme en contacto con el marido de La Mujer que Compra Ropa para los Demás.
    
     Desde el día en que todas las cintas nos estremecimos frente a la televisión, El Hombre que Fabrica Muebles piensa en su padre cada vez que corre. Cada vez que llora, y eso no es algo que suceda tan a menudo, intento conservar sus lágrimas para degustarlas mientras soporto a otros corredores que se abalanzan con interminables conos bombas alojados en sus orejas. Mi objetivo es hablarle de esas lágrimas a Angelina, hacerlo sin necesidad de registrar las imágenes que las invocan desde el centro profundo de la gelatina escamosa que palpita entre los músculos del Hombre que Fabrica Muebles. Hace tres días Osama me avisó que en quince noches un enorme trueno se derramará desde el cielo. Un trueno que tendrá la consistencia de un océano de sudor, y hará retumbar hasta a los pesados lingotes que los hombres se empecinan en manipular. Un eterno ejercicio de olvido ante su permanente descomposición. Osama me avisó que esté preparada para el rayo de luz que caerá sobre el asfalto, tras el sonido de ese trueno.

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