Antes del Carnaval / José María Brindisi

En el frío los músculos se contraen. El aliento se evapora. Un buen abrigo bastaría para hacernos felices, pero nada es así de sencillo. Puestos a soñar, nada supera la imagen de un fuego poderoso, alimentado entre varios, y que jamás se consuma. El frío asusta: encontramos reparo en una galería, un cine, un negocio cualquiera al que entramos a ver ropa que nunca nos pondríamos (mucho menos pagaríamos por ella). Desde adentro, lo oímos rugir. Horroriza contemplar a los otros, los de afuera; parecen de otro mundo. Sus caras son un ruego, y el sonido de sus voces se pierde con facilidad, como si apenas estuviesen cumpliendo un papel y su existencia se redujera a mostrarnos el contraste, proporcionándonos un alivio instantáneo, mágico. El frío distorsiona: la boca del otro se transforma en un par de trazos violentos, inseguros, negándose a sí mismos a cada momento, buscando otras expresiones aún más espantosas. El frío insulta, acaso porque pone en evidencia lo peor de nosotros.
     «Vendría bien un poco de frío», piensa Martín Mozzi, mientras un torrente de sudor lo atraviesa y trata de llevárselo a una suerte de estado alfa, desplomando casi su conciencia. La habitación es ínfima: cama de una plaza, dos sillas, un banquito. No hay espacio para más. Por desgracia, abunda lo que en la mayoría de los hoteles baratos escasea: la luz. Una ventana inmensa, sin cortinas, permite que el sol irrumpa sin barreras en el cuarto y lo disuelva todo. Mozzi lo evita como puede; se sienta en el piso, justo debajo del marco, encogiendo los pies para rehuir al mínimo contacto. De pronto, siente que las rodillas se le entumecen, y uno de los pies, dormido, comienza a picarle. Quizá lo mejor sea salir a la calle, piensa, pero ya se oye el ruido de los tambores, los gritos, la excitación general de los otros allá afuera, en una especie de universo paralelo. Todavía no largó el Carnaval, y eso, que ya estén corriendo alucinados y de algún modo se traguen el simulacro de que dura el doble, que dura toda la vida, lo fastidia. Aunque las fechas a veces mientan, o al menos no digan demasiado.
     Como si se tratara de un ser vivo, Mozzi estira el cuello y observa, sobre la cama, el arma. Parece absurdo —lo es—, pero su única intención es comprobar que aún permanece ahí, donde la dejó hace un rato. (Cuándo, exactamente, no lo sabe: se ha levantado temprano, ha desayunado en el comedor, ha cruzado algunas miradas, de pronto se le ha ido el apetito y entonces ha decidido subir a su cuarto, ducharse, sacar el arma del bolso y dejarla encima de la toalla húmeda; luego se ha sentado, agobiado por el calor pero todavía más por sus pensamientos, debajo de la ventana, y dos o tres veces ha comprobado ya que el pequeño revólver se encuentra en el mismo lugar; pero cuánto hace de eso no sería capaz de precisarlo, ni de aproximarse siquiera). Lo ve, y enseguida regresa a su posición inicial, asustado.
     Su cuerpo es ahora víctima de una situación de lo más extraña: transpira y tiembla, todo a la vez. Él mismo no tarda en advertirlo: se seca el sudor con el borde inferior de la sábana, se muerde una uña, la escupe, comienza a comer otra, y después pasa a la cutícula del dedo pulgar: sin querer se lastima y lanza un insulto contenido, dirigido sólo a su propia persona. «En cualquier momento voy a explotar», piensa, quizá con otras palabras, o sin ellas, porque un hombre en su estado no las necesita; no necesita nada, en realidad. Se golpea suavemente la cabeza con la palma de la mano, después la apoya sobre el cabello cortado al ras, hace sonar el cuello hacia ambos lados, luego los nudillos, de a uno y al final todos juntos. «Voy a explotar», se repite.
     De haberlo dicho en voz alta, cualquiera lo hubiese confundido con un deseo. Porque así todo sería más sencillo. No necesitaría decidirse, ni tomar valor, ni disparar un arma a la que desprecia como pocas cosas. No es posible guardar la dignidad ni en el último instante: se lo ha dicho infinidad de veces a sí mismo, negándose a que sea un arma de fuego la que acabe con su vida. Pero la rapidez y la eficacia cuentan. Entonces Mozzi tuvo que dirigirse a casa de sus padres, sostener una serie de diálogos de cortesía, soportar comentarios necios e ideas baratas (si así puede llamarse a ese tipo de bravuconadas cercanas al fundamentalismo, que sólo revelan la debilidad del que las pronuncia), beber vino con soda para que no lo acusen de delicado, comer un asado con la familia, sentarse a ver televisión a un volumen apenas soportable, y aprovechar, por fin, el hueco, el descuido: ir al baño y escabullirse hasta el garaje. Elegir entonces la más chica, el arma que su padre tardaría en extrañar.
     Quizá, repara Mozzi ahora en el detalle, ya lo hayan advertido; pero excepto por una carta que esta mañana despachó a su exnovia, nadie conoce su paradero. Eligió Gualeguaychú para refugiarse y llevar a cabo su plan, y ahora ya no queda nada que planear. Ahora todo es presente continuo. Es preciso que ocurra lo que tiene que ocurrir, simplemente, o de otro modo sucederá otra cosa.
     Por ejemplo, en lugar de tomar el arma se pone de pie: abre la ventana, observa a los chicos que juegan en el patio interior, del otro lado un hombre mayor hace lo mismo que él, lo saluda con una mano y sonríe, Mozzi devuelve el gesto; no se conocen pero hacen lo mismo, y esa nimiedad los acerca.
     Pero si el otro supiera, no lo habría saludado. Hubiese corrido, en todo caso, atravesado el patio, luego habría subido los tres pisos con dificultad y mientras recuperaba el aire habría golpeado la puerta, impaciente. Ahora lo estaría haciendo. Quizá gritaría, y algún otro, más joven, derribaría la madera a punto de pudrirse y acabaría con todo. Pero el viejo no sabe y lo saluda, y Mozzi no tiene más remedio que imitarlo, en todo caso para no llamarle la atención. Responde al saludo del viejo y los dos observan a los chicos, abajo, jugando una especie de «medio» con una pelota demasiado chica, de tenis o paleta: gritan, se empujan, discuten por un pase equivocado. Le toca ir al centro al más gordo, y al instante deja entrever que sus esfuerzos serán mínimos. Incluso cancherea. Pero la sensación es que no sería capaz de otra cosa; correr lo pondría en evidencia, dado que no se trata de un par de kilos sino de algo más preocupante, de una decena se diría, tal vez dos, y su salud no debe ser más que una compleja red de casualidades, un núcleo de circunstancias fortuitas que, por el momento, lo mantienen a salvo.
     Mozzi espía, entonces, más allá, el fragmento de calle que puede ver desde su posición; por entre los edificios, no demasiado altos, cinco o seis metros de vereda. Allí, un grupo de grandulones ensaya torpemente un paso de murga. Sin embargo, se divierten. Transmiten eso, al menos, y da envidia verlos. Parecen despreocupados, y cualquiera diría que son conscientes del absurdo que están protagonizando. Saltan; abren brazos y piernas y dirigen su mirada al cielo. Se detienen. Enseguida llevan a cabo una especie de formación: alguien da la orden y el movimiento regresa, y con él la falta de destreza y de sentido.
      Avanzan hacia alguna parte («Bajarán hacia el río», supone). Pero en ese instante el último de la fila, un tipo de más de cincuenta, tropieza. Bastante más de cincuenta, piensa Mozzi. Se distrae, en verdad, porque ahora el otro se toma el tobillo, y aun a esa distancia puede intuirse el dolor. El tipo mira hacia arriba, al cielo, pero más bien como si insultara. Intenta dar un paso, pero es inútil. Se lo nota vencido. Decide sentarse sobre el cordón.
      Mozzi no deja de observarlo, y de pronto se siente conmovido por la inacción de ese hombre, que parece suspendido en el tiempo. Es ahí que advierte un detalle: el ruido de la columna, tambores y gritos y palmas, toda esa efusividad contenida durante demasiado tiempo, se aleja más y más. Lo dejan solo, y la ciudad —en la que también él está desahuciado— parece infinitamente más grande de lo que es. Parece grande, en realidad, o quizá no se trate de magnitud sino más bien de carácter: la ciudad entera (esa calle, la siguiente a lo sumo) se convierte de pronto en una suerte de triángulo bermudiano, un vacío, un elixir de la nada. Es ahí que una lágrima lo desborda; una lágrima, pero por dentro se siente empapado.
     La idea absurda de ir a consolar a ese hombre —al que han dejado abandonado— lo domina por completo: más absurda, en todo caso, es la manera en que rodea la cama, de espaldas, tanteando el contorno con sus pantorrillas, y una vez que llega al ángulo recto gira y de una pequeña carrera ya está en la puerta de la habitación, abre, sale (sin mirar atrás) y cierra.
     Luego, tarda muy poco en llegar al lugar. Sin embargo, hay algo que lo confunde: el hombre no está. Lo asalta la duda de haberse equivocado. Lo niega. Enseguida lo toma en cuenta otra vez. Entonces busca su propia ventana, en el corazón de aquellos caserones. Jamás se ha ubicado con facilidad en ninguna parte, pero aunque le lleva algo de esfuerzo por fin la reconoce. Ésa, piensa, enorme y sin cortinas. Lo busca otra vez, inútilmente, a un lado y otro de la calle. Se resigna. Y como si quisiera imitar al otro o remedar su ausencia, se sienta ahora él en el cordón de la vereda.
     Una sonrisa, surgida de ninguna parte, le llena la cara, sin que pueda detenerla. Es cierto que no hace nada por borrarla, pero también lo es el hecho de que intentarlo carecería de sentido. Primero es necesario reconocer su origen. Piensa un poco, la sonrisa no se va y él sigue pensando hasta que se dice: «Esto no pasó. Ese tipo no se torció el tobillo, ni se detuvo, ni nada. Yo sólo quise que ocurriera para complicar las cosas, para alargarlas y que pierdan la escasa cordura que ya tenían. Supongo que soy cagón», se dice. «Cagón», otra vez, ahora con los dientes apretados, en un gesto que ni él comprende, ni tampoco pretende justificar. Pero después: «Es inevitable morirse, y sin embargo es tan difícil». Y se vuelve a reír, pero ahora sabe de dónde llega. Esa tendencia suya a filosofar, a creer que un pensamiento o una duda se convierten sin más en una idea. Las verdades se buscan, piensa, en todo caso se encuentran buscando otra cosa, pero no surgen porque sí.
     «Yo no busco nada», piensa, se dice a sí mismo otra vez, o se lo dice al que estaba sentado unos instantes atrás en el cordón de la vereda y cuya imagen, borrosa, todavía persiste. Dice esas palabras a su propia estela, que no termina de abandonarlo, pero que ya no le pertenece del todo porque ahora, sin saber cómo ni por qué (ni necesidad de preguntárselo, dado que va a morir en breve), está caminando. Parece como si se dirigiera a un sitio determinado. Camina, entonces, y se dirige a alguna parte.
    
     Ha caminado tres cuadras, ha doblado a la derecha, se ha detenido a observar las máscaras de Carnaval en la vidriera de un negocio de dimensiones exageradas («de otra ciudad», piensa, prejuicioso), ha sonreído a un chico que sin querer le ha dado un empujón, ha doblado a la izquierda, luego ha seguido por esa calle más tranquila y ha husmeado sin disimulo las fachadas de los edificios hasta encontrar una puerta, pequeña, sórdida, a punto casi de derrumbarse o dejar de existir (una implosión hacia el vacío): observa bien, entra, atraviesa el pasillo angosto y antes de traspasar la otra puerta ya puede oír el sonido de las bolas, las voces, el vidrio acá y allá construyendo su coro desparejo y filoso.
     Se dirige a la barra, directamente. Sabe que lo observan; sin embargo, su vestimenta no debería llamarles la atención. De hecho no lo hace. En unas semanas podría convertirse en uno de ellos. Se acomoda en la barra (amplia, despareja, atiborrada de marcas) y pide una jarra de vino. El tipo hace como si no lo escuchara: se toma su tiempo, termina de secar un vaso, lo observa a trasluz. Se acerca, y sin mirarlo le pregunta: «¿Sigue caluroso?». Mozzi asiente. «Demasiado». El tipo imita el gesto afirmativo, pero está en otra cosa. Revisa, o hace como que revisa, unos papeles desordenados. Después se agacha, saca una botella de tinto de la heladera, toma un pingüino de medio y lo llena. Se lo alcanza, junto con un vaso, y recién ahí: «¿De la casa, no?». No es preciso responder, así que Mozzi no lo hace. En cambio, advierte que algo ha cambiado; los cuarenta o cincuenta hombres que pueblan el salón han regresado a sus asuntos, olvidándolo. Unos juegan al billar, otros al truco o al tute. En una esquina otros tres conversan en un susurro, como si el mundo se estuviese resolviendo en esa mesa.
     Mozzi apoya el codo en la madera añeja; bebe; ahora gira, casi imperceptible. A unos pocos metros, un tipo solitario levanta su vaso como si brindara, pero no lo mira. Está borracho, piensa, quién sabe desde cuándo. Se imagina, por un momento, ayudándolo a llegar al baño: el tipo meándose la mano y llevándose otra vez el vino a los labios, y más adelante la siesta sin fin en alguna parte de su propio infierno.
     El tinto es mejor de lo que pensaba. Le cuesta poco tomarlo, e incluso sobrevive una sensación, levísima, de placer. Para qué mentir: está sabroso. Hasta se diría que el frío, que en cualquier otro momento lo hubiese asqueado (o lo hubiese obligado a simular el asco, porque como se sabe el tinto se bebe a temperatura ambiente, pero de todos modos el termómetro debe estar marcando como treinta y cinco grados), esta vez le agrada. Un tinto refrescado, se dice. Puede permitirse hacer eso porque está solo, porque nadie lo conoce ni tendrá tiempo de hacerlo, y porque de todas maneras es eso lo que le han servido, y no otra cosa. Una jarra de tinto de la casa, fresco, con cuerpo, largo y tempestuoso en el paladar.
     Pero más allá, en una de las mesas de billar, oye que un grupo levanta el tono, por encima del bullicio que crece y crece. No quiere ser curioso —es un visitante, y eso no debe olvidarse—, pero mira: le parece ver al tipo del tobillo maltrecho y está por dejar todo, ir hacia él y pedirle explicaciones, exigirle casi una respuesta: por qué se fue, en realidad cómo es que se hizo invisible con esa facilidad, y de paso, si el hombre tiene tiempo, contarle de su angustia, de lo que no se anima a hacer, de los padres imbéciles que le han tocado en suerte —«Pero los tiene, joven, al menos», piensa que dirá el otro—, de su novia, a la que se encargó de dejar por separado antes de dejar este mundo, sobre todo hablarle de ella y de sus promesas, y de la traición breve, aunque definitiva, que tuvo que contemplar con sus propios ojos. Sin duda, ahora que observa mejor, no es el tipo, pero su ansiedad lo ahoga de tal modo que siente ganas de contárselo a cualquiera, no a todo el mundo sino a uno solo y en voz baja, y proponerle lo que ha pensado. La idea, absurda pero eficaz, que se le acaba de ocurrir.
     No hay tiempo, sin embargo. Uno toma un taco de billar y sale corriendo, detrás del que lo insultó hace un instante y probablemente lo desafió a pelear (de lo del desafío Mozzi no está seguro, pero la conclusión, de acuerdo a lo que acaba de presenciar, es más que obvia, y también es obvio que el «desafiado» no es tonto: consciente de la diferencia de peso —unos veinte, veinticinco kilos, pero además hay que ver el poder de esos brazos—, tomó prestado un taco, después de todo no sin cierto sentido de la justicia, como para emparejar un poco las cosas). Todos corren, unos pocos gritan, otros pocos se quedan donde están: no es asunto de ellos. Tampoco es asunto de Mozzi, pero éste sale disparado —incluso olvida el tinto— y se arremolina, como la mayoría, en torno a la puerta. Todo el mundo se apretuja, ahora, tratando de salir al mismo tiempo, y cuando por fin le toca a él, último o penúltimo en la hilera desordenada, es tarde. Qué hubiese podido hacer, se pregunta tímidamente. Nada. Pero cualquier cosa, lo que fuera, hubiese aliviado el espectáculo triste, más bien trágico, de ver una cabeza toda enrojecida, desparramada casi en el piso, y a ese tipo todavía más triste de pie, a su lado, dueño de un patetismo sin límites, sonriendo y llorando al unísono, con el taco en la mano, diciendo entre sollozos y risas que no se sabe quién, no se sabe cuándo, volverá y pondrá las cosas en su sitio.
     Ninguno sabe qué hacer, en medio de ese revoltijo de carne, sangre, olores, confusión y excreciones de todo tipo. Nadie se mueve, o algunos sí, pero da lo mismo: es como si giraran en círculos, como si treparan a los muros y se perdieran en el horizonte sin dejar una sola huella. Ninguno existe realmente, se diría, excepto dos: estos dos vuelven a su mesa, se sientan y uno le dice al otro, mientras bebe un sorbo de lo suyo y agarra las cartas, mitad enojado, mitad como si atravesara un sueño: Jugá, viejo, qué vas a hacer.
    
     Las cinco o seis cuadras que lo separan del río, ahora definitivamente cinco —atravesando diagonales que confunden—, lo hacen reflexionar. Mozzi piensa en lo que vivió hace un rato, se pregunta si lo vivió, si estuvo ahí, y el eco de su propia voz, aunque se trate sólo de pensamientos, le dice, le grita Sí, sí, idiota, ni siquiera el pánico te hace reaccionar. Quiere huir lo más pronto posible de sí mismo, y de su maldito deseo —evidentemente innato— de filosofar sobre cualquier estupidez (sabe que podría estar horas sin elaborar un concepto, un solo bosquejo de idea que valga la pena, no por falta de inteligencia sino por desidia, por aburrimiento sistemático en cierta forma), así que al instante admite que ha reaccionado, que sí, que todo eso fue un espanto, y que por eso su plan sigue intacto. Es decir, se dispone a ver el río, que de todas maneras nunca lo atrajo, por última vez. Mejor dicho: a pasar sus últimos momentos en el río, el tiempo necesario, se dice, pero ni un minuto más.
     Bordea la costanera, atraviesa el puente, da unos rodeos por el parque pero, aunque carezca a esta altura de importancia, decide por fin que no le gusta, que jamás le ha gustado. De no ser por el casino, piensa, este pueblo estaría lleno de fantasmas.
     Hace el camino inverso por el puente, pero en lugar de continuar por donde vino, baja los escalones de piedra, todavía al amparo de la luz diurna, y se dirige a donde están alineados los bancos («Acaban de pintarlos», piensa). Se recuesta en uno hasta que oye un ruido, unos ruidos: unas chicas corren peligrosamente cerca del agua, una tiene algo que las otras dos quieren, pero no cede. Se toquetean un poco, se pellizcan. Luego, la dueña del tesoro dice algo que Mozzi no alcanza a oír, pero tampoco le da el tiempo. «Ya», gritan casi a coro, y salen disparadas hacia el centro como un hermoso sueño, pero Mozzi no ha tenido ocasión de soñarlo.
     Sueña despierto, si se quiere: a veces los lugares comunes son inmejorables para definir una situación. Y el estado de las cosas es ése: Mozzi mira el río —esa mugre, que sin embargo contiene su aroma con eficacia, casi con esmero— y descubre que no necesita nada más. Con eso le alcanza. Se levanta, y sin escapar del sueño mantiene, a la vera del río, un paso regular, medio, como disfrutando del paisaje. Sube una escalinata —ya es casi de noche—, transita el bulevar, llega al puerto y entre los pescadores, al final de todo, descubre a su socio, un borracho que apenas puede estar sentado. Pero nada parece tener fin, ni siquiera el sufrimiento de los que han sido traicionados y quieren retirarse dignamente de este mundo. El tipo rechaza la oferta, recuperando una cordura y un tono que unos momentos atrás parecían una utopía. Ni loco, dice. Quinientos dólares. «No». El Peugeot y los dólares, insiste Mozzi. «Para qué carajo quiere matarse». Eso no tiene importancia, dice Mozzi, tratando de que la desesperación no se le note, aunque de pronto piensa que quizá sería mejor que sí, que el otro vea que no hay escapatoria; pero en definitiva hace lo que puede. «Con uno por día basta», dice el otro; Mozzi advierte, recuerda, con alguna clase de tristeza, al pobre infeliz que terminó en el piso unas horas atrás, y piensa que seguramente ni llegó al hospital. Si es que alguien hizo el llamado. «A medianoche», le ruega, «atamos mis manos con cinta, tapamos la boca, y después es sólo un empujoncito». «Loco de mierda», dice el otro, pero lo dice fuerte, Mozzi se asusta y huye, evita correr para que nadie lo note pero está huyendo, tiene miedo, siente que se ha vuelto loco, que tiene miedo no sabe bien por qué, o por demasiadas cosas al mismo tiempo, y que por eso se lanza a correr, ahora, no sabe bien hacia dónde, ni por cuánto tiempo, ni qué cosa se le fue de las manos, no en uno, sino en dos planes perfectos.
    
     Está solo en esto. Lo sabe, y por eso no hay nada, ahora que ha tomado valor o conciencia, que pueda detenerlo.
     Ha caminado por 25 de Mayo, se ha desviado hasta la iglesia, sin animarse a entrar ha pedido perdón desde la vereda, ha dado una vuelta completa a la plaza observando los ensayos, el griterío ridículo y los cánticos desencajados; ha tropezado también con un chico, por suerte sin arrastrarlo al llanto, le ha comprado un dulce y ha regresado a 25 de Mayo para cumplir con lo que se le ha impuesto, a esta altura, como un destino.
     En una pizzería le parece ver al tipo del tobillo: tiene deseos de acercarse, preguntarle si está bien, si su lesión no ha provocado, acaso, que lo echaran de la comparsa. Pero enseguida irrumpe el reproche. Aunque no cruza la calle, lo único que quiere hacer en este momento —si no estuviese ocupado— es reprocharle su imprudencia, el hecho de desaparecer así como así sin previo aviso, haciendo caso omiso de su preocupación e impidiéndole, de paso, terminar con lo que había empezado, lo que estaba animándose a empezar.
     Decide caminar sin rumbo hasta que las piernas se le derrumben, y ahí sí regresar a su habitación, tomar el arma, y listo.
     Ni siquiera piensa escribir otra carta.
     No va a llamar a nadie, porque sabe que los reproches no agregan nada, y a lo sumo, si alguien se dedicara a recordarlo, sólo traerían a la memoria un sabor amargo, indigno para con alguien que, después de todo, toma sus propias decisiones cueste lo que cueste.
     Camina sin rumbo, pero sus propias pisadas lo llevan hasta el hotel (aunque su instinto, a último momento, quiera serle fiel y le pida que doble, ahora que todavía está a tiempo). Pero no. Llega hasta la puerta, hace como que observa el interior de la sala y se sienta, tranquilo, en la escalinata de entrada.
     Es una calle apartada, algo oscura, y es por eso que lo asombra que otra comparsa, de noche, doble y se dirija hacia él. Ocupan todo el ancho de la calle, y cuando pasan, aun con sus voces desafinadas y su arritmia a toda prueba —por suerte falta bastante para el Carnaval, en realidad les sobra tiempo para ajustar detalles—, es como si dejaran una estela no de alegría, mucho menos de tristeza o desencanto: se diría que han sido capaces de detener el tiempo un segundo, permitiendo que una suerte de espectro melancólico aterrice en medio de la calle, cubriéndolo todo con su belleza.
     Cuando ya han avanzado unos metros, una nena de no más de seis años se desprende del grupo, corre, baña la cara de Mozzi con espuma y de un plumazo regresa con los otros.

     Mozzi se limpia la cara. Sonríe, acaso sin quererlo. Nada ha cambiado, en definitiva: pero el modo en que parece girar el universo, una vez más, lo deja perplejo, desamparado, invisible.

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