En su libro Xavier Villaurrutia en persona y en obra, Octavio Paz afirma que a la poesía de Xavier Villaurrutia no la define ni la unidad de la esencia ni la substancia plural, sino la dualidad. Para Paz, en los poemas de Villaurrutia no opera la transmutación de esto en aquello, sino que ocurren los estados fronterizos, el momento del tránsito entre los opuestos. El entre, como en Giorgio de Chirico —nos dice el poeta—, es la palabra que define la tentativa villaurrutiana, «esa zona vertiginosa y provisional que se abre entre dos realidades, ese entre que es el puente colgante sobre el vacío del lenguaje, al borde del precipicio, en la orilla arenosa y estéril». Para Paz —entonces— Villaurrutia no funde los opuestos y unifica, sino que planta su mundo, como el creador de Hebdomeros, en la intemperie, reveladora de dualidades, donde radica no la esencia sino la contradicción. De ahí se desprende que el estado intermedio en que están emplazados los textos de Villaurrutia desemboca en la melancolía y la agonía. La duda, el instante larguísimo entre la creación de un mundo y su misma destrucción. La poesía de Villaurrutia —continúa Paz— se yergue en la pausa, en el pliegue; el doblez que al desdoblarse revela no la unidad sino la dualidad. El pliegue en su doblez se abre pero también se asesina. El pliegue une a los opuestos pero no los funde. Así, concluye Octavio Paz, la figura geométrica del pliegue representa al entre del lenguaje.
Heredero del romanticismo, Villaurrutia logra en su poesía la íntima conexión de la filosofía y la historia, por un lado, y por el otro, una búsqueda de la fórmula geométrica, dentro de la cual se nivelan los pormenores del individuo y la forma viviente, impenetrable. Pero aún más contundente es su filiación con el barroco, de cuyo arte el poeta nutrió lo más sólido de su trabajo poético, sobre todo de Quevedo y de Sor Juana.
Mi lectura de Villaurrutia me ha llevado a la luz, a pesar de que en su vocabulario resuenan el vacío, el silencio, la soledad, el insomnio, el sueño, la esterilidad, la muerte. Si Villaurrutia trascendió al surrealismo no fue por haberse quedado quebrado entre los opuestos, en la opacidad de la nada. El trazo barroco es el pliegue que va al infinito, dice Gilles Deleuze a propósito de Leibniz, y, a propósito de Villaurrutia, podemos agregar que hay un pliegue de la materia que lleva a un repliegue del alma. Así, esa multiplicidad que atrapan los poemas de Villaurrutia no se desvanece en el vacío, se curva hacia sentidos múltiples. Si en un primer nivel las palabras de los Nocturnos son cerradas: «Y es inútil que encienda a mi lado una lámpara: / la luz hace más honda la mina del silencio / y por ella desciendo, inmóvil de mí mismo» («Nocturno»), la materia verbal y su musicalidad se diversifican en pliegues como un ser orgánico que logra ser luminoso, resonante. Incluso la estatua tan nombrada, tan fantasmal, del «Nocturno de la estatua» produce en el lector formas esponjosas («sacarla de la sangre de su sombra, / vestirla en un cerrar de ojos, / acariciarla como a una hermana imprevista / y jugar con las fichas de sus dedos»), formas cavernosas («Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera / y el grito de la estatua desdoblando la esquina / Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito, / querer tocar el grito y sólo hallar el eco, / querer asir el eco y encontrar sólo el muro / y correr hacia el muro y tocar un espejo…»). La forma lograda en los poemas posee una fuerza interna capaz de existir gracias a nuevas turbulencias, las cuales producen que la materia verbal desborde el espacio del poema y se reconcilie con su fluido temático.
Xavier Villaurrutia, como Chirico, no dispersa ni opone elementos discordantes, más bien aísla cada figura para no caer en su representación retórica, para romper la narración que cada objeto trae consigo y que solemos llamar lugar común: «o cuando de una boca que no existe / sale un grito inaudito / que nos echa a la cara su luz viva / y se apaga y nos deja una ciega sordera…». Es de esta manera como se acerca a la sensación del hecho o de la cosa en sí y, tocándola, la libera. En Villaurrutia hay un despojamiento, una acción que tiende a deformar los objetos como si estuvieran sometidos a fuerzas invisibles.
Las estructuras poéticas de Villaurrutia permanecen comprimidas por la cohesión interna de las palabras, de tal manera que esa compresión le da al poema un movimiento circular, como si se tratara de una materia porosa: una caverna dentro de la caverna, con un sentido de infinito, en los términos de Aristóteles de que el infinito no es aquello fuera de lo cual no hay nada, sino aquello fuera de lo cual hay siempre algo. Es decir, el sentido de fluido y de unidad: «Es la rosa entreabierta / de la que mana sombra, / la rosa entraña / que se pliega y expande / evocada, invocada, abocada, / es la rosa labial, / la rosa herida». En la poesía de Villaurrutia, el plegarse y el desplegarse no son antagónicos, son parte del mismo impulso vital del lenguaje, cuyas partículas giran en pliegues, cambian y vuelven a cambiar.
Esta materia verbal que progresa hacia un movimiento interno, es una materia luminosa, propagadora de sentido. Poesía que va de la inmovilidad de sus conceptos, que juega en su interior a plegarse y desplegarse, a contraerse y dilatarse, a comprimirse y explotar y que finalmente logra la belleza por medio de la elasticidad de los versos. Se trata sin duda del ritmo, ese movimiento que logra enlazar a todos los sentidos, cada imagen puede olerse, tocarse, mirarse, escucharse («¿qué son labios? ¿qué son miradas que son labios? / y mi voz ya no es mía / dentro del agua que no moja / dentro del aire de vidrio / dentro del fuego lívido que corta como el grito»). Este poder la vuelve escritura viva, espacio donde coexisten lo orgánico y lo inorgánico, el todo y lo insignificante. La unidad del ritmo villaurrutiano, su potencia, proviene del caos, de la noche, de la contundencia de la muerte, para desembocar en ese entre que conduce no al vacío, sino al movimiento de sus polos opuestos en una proyección de infinito y un ritmo vital.