Plástica / Paul Nevin

La escultura como horizonte de la experiencia
Baudelio Lara

Se ha dicho que la virtud principal de las esculturas de Paul Nevin es que no pretenden ser más que eso, esculturas, «materia que está en relación con el espacio». Esta definición, que pone en el centro la dualidad de estas categorías, es exacta e insuficiente. Exacta, porque comunica de manera precisa la solvencia y eficacia con que Nevin ha desempeñado su oficio desde hace mucho tiempo; pero es también provisional e insuficiente porque no permite todavía acercarnos a los rasgos primordiales del estilo, la perspectiva y los procesos creativos que caracterizan su perfil y quehacer como artista.
     Aspirar a describir esos atributos distintivos requiere introducir un nuevo elemento en la ecuación para reconocer los significados esenciales de su cuerpo de obra. Así, en las piezas de Nevin es posible identificar una relación peculiar entre el espacio y los objetos, porque no se refieren sólo al espacio en general, ni a un objeto cualquiera: se trata, sobre todo, de un lugar, de cómo un contexto particular es absorbido y presentado en cada pieza.
     La imagen del espacio como un lugar es sugerente porque alude a un ámbito subjetivo que conecta con una experiencia, es decir, con algo que pasó y de lo cual se aprende, algo inmaterial e incomunicable que se transforma en un objeto concreto y tangible por medio de la sublimación artística. Es, valga la expresión, el lugar que crea y ocupa la pieza como un espacio interpretado.
     En efecto, lo que está ahí no es sólo la presencia escultórica que se nos impone a la vista y la atmósfera que la rodea, elementos necesarios de la representación del objeto artístico, cuyo carácter, no obstante, es externo. Nos referimos, además y ante todo, a la interpretación de una experiencia, esa especie de sustancia subjetiva que parece impregnar sus trabajos, a su puesta en escena como un intersticio de la realidad que adquiere cuerpo en la confluencia de la sólida objetividad de la pieza y la intangible vivencia que, intuimos, le dio origen.
     En Nevin la idea de lugar aparece siempre como receptáculo que contiene una o muchas de esas conexiones. Nevin nació en Bayonna, Francia, y realizó estudios en diversas partes de Europa antes de radicar definitivamente en México. Con este background como nómada, forastero y explorador, seguramente no le son desconocidas las peripecias de los múltiples viajes, del posible desarraigo y de las vicisitudes que lo llevaron a establecerse en nuestro país, un largo proceso en que adoptó deliberada o azarosamente una naturaleza antes ajena y que hoy es propia, acontecimientos que podemos vislumbrar como un elemento inherente a su estética.
     Partiendo de esta perspectiva y de este supuesto, la noción de lugar se filtra en su quehacer artístico de diversas maneras, ya sea como recuerdo, como observación reflexiva o distanciada, acaso como enunciación nostálgica de un refugio.
     Si externo, su talante toma la forma de lugares que habitó o visitó, sitios específicos en los cuales el artista invita a duplicar la vivencia de un estado de contemplación de la naturaleza y el mundo. Con ello recrea un episodio de afirmación y a la vez de activo recogimiento, en el que la mirada se levanta y al mismo tiempo se sumerge ante la imagen que ha captado su atención, suceso originario al que quizá vuelve recurrentemente al plantearse una pieza en particular o al reflexionar sobre su quehacer, deliberación obsesiva del momento en que decidió dedicarse a este oficio. Nevin ha dicho que la escultura tomó un lugar fundamental en su existencia, en una época conflictiva «de enfrentamiento y ensimismamiento, cuando sentí la necesidad de un orden».
     Pareciera entonces que encontrar ese orden significa regresar mentalmente al lugar en el cual objeto y espacio estaban juntos y configuraban una unidad armónica a la cual no es posible retornar físicamente, una manera de utilizar el espacio para trascender el tiempo. En este tenor, no son infrecuentes las piezas cuyos títulos remiten a escenarios particulares, nombres con indudables resonancias autobiográficas (Chamartín, 1998, 1996; Recuerdo de Chamartín, 1991; Rancho, 2006; Estructura rancho, 1993; Mojonera, 2005; Naturaleza, 1996; Recuerdo español, 2010; Territorio, 2009); o que designan momentos cíclicos que adquieren relevancia y singularidad al ser nombrados (Junio, 2005; Enero, 2010; Ayer, 2011; Jueves, 2013) y que, por tanto, se convierten en una señal, un signo distintivo que marca y expone un territorio interior.
     Una línea temática de esta vertiente de su trabajo insiste en piezas que aluden a paisajes (Paisaje italiano, 2011; Paisaje, 2010, 2013; Paisaje de montaña, 1989) y a horizontes (Horizonte acuático, 2003, 2011; Homenaje, 2009; Horizonte, 2010; Joy, 2009). La diferencia entre las denominaciones es sutil pero importante. En ambos casos, se trata del acto de afirmación de un individuo sobre un lugar, ese gesto en el que nos plantamos frente al universo para expresar «estoy en el mundo». Sin embargo, sólo la percepción del horizonte otorga al espectador la conciencia o la intuición de la distancia, esa superficie incierta que nos fascina y trasciende, lo que confiere una dimensión espiritual a la experiencia: el horizonte es siempre lo que está detrás del paisaje, un lugar, por definición, inalcanzable.
     En una visión de conjunto de su obra, pasar del paisaje al horizonte nos traslada a otra escena que se puebla con objetos o seres que comparten. No es un secreto que, por su propia naturaleza material más o menos perdurable, la escultura, en el contexto de las llamadas bellas artes, coquetea con mejores armas que la música, la danza, la literatura o la pintura con la ilusión de la trascendencia: la escultura es la única disciplina que puede proveernos del espejismo de la permanencia. Afianzamos nuestros temores más atávicos sobre la muerte, la pérdida o el paso del tiempo, a los signos que podemos registrar en una roca, una talla, un pedazo de metal que sabemos estará ahí mucho después que nos hayamos ido; y con ello, pretendemos conjurarlos. En esa acepción básica podría decirse que toda escultura aspira a convertirse en monumento.
     Este significado no es ajeno a las obras de Nevin. En esta vertiente, su trabajo asume la forma de huellas, rastros o indicios del paso, tanto del individuo como del ser humano por el mundo, como en el caso del conjunto de inscripciones pétreas (Dibujos en piedra, 2008, 2009) y en la serie de acuarelas que se presentan en la exposición, obras que pueden observarse al mismo tiempo como una muestra de su apasionada inclinación por el arte primitivo y como un ejercicio, en el caso de las piezas pictóricas, que sirve para documentar su proceso artístico.
     Esta aspiración a la monumentalidad puede advertirse no sólo en algunas de sus piezas de gran formato y de arte urbano, o en las versiones de la misma obra en diferentes escalas (Chamartín, 1996, 1998), sino, principalmente, en la intención de registrar la presencia humana o personal en muchas de sus piezas dedicadas a personajes, animales o situaciones que podríamos ubicar en un terreno mítico (Adán y Eva, 2001; Animal mítico, 2012; Ancestro pájaro, 2014; Alma, 1998; Aún no sé, 2006; Cariátide, 2013; Cabeza, 2001; Custodio; 1994; Fina estampa, 2001; Ma Donna, 2010; Marcyas, 2002; Narciso, 2001; Sombra, 2014).
     Sin embargo, sería erróneo suponer que estos afanes de trascendencia y de registro de una huella existencial se agotan en un ámbito externo. Por el contrario, la idea de espacio interpretado se decanta en una intención que observa los lugares como escenarios íntimos, como refugios, espacios domésticos en los que habitan personas, objetos e identidades. La mirada, entonces, en lugar de enfocarse en el horizonte, se ubica en la hendidura que une y a la vez separa al Yo de los Otros. Este lugar es también un horizonte en el sentido de que se trata de otro terreno incierto, y también comparte las pequeñas mitologías que abrevan de la vida cotidiana pero, a diferencia de los paisajes exteriores, no es un punto en el que solemos poner la mirada y enfilarnos hacia él, sino una posición desde la que observamos la parte del universo que nos ha tocado vivir, una pequeña zona segura desde la que tratamos de comprender y apropiarnos de nuestra propia existencia.
     En esta vertiente introspectiva, las piezas toman formas a veces decantadas líricamente, a veces insinuantes de un conflicto contenido que se expresa como una especie de incógnita. La iconografía se puebla de objetos y representaciones que aparecen en los espacios reservados a la subjetividad de la casa y el hogar. En unos casos, se trata de piezas que remiten a objetos decorativos, pero que por su escala, no pueden cumplir con una función utilitaria aunque en todo momento hacen referencia a la cotidianidad habitable (el conjunto de Floreros, de distintas fechas; Jarrones, 2004; Night Flowers, s.f.; Vasija, 1994; Vasija con piedras, 2001). En otros casos, se representa el propio espacio doméstico, o alguna parte de él: la escultura se apropia y refleja el espacio que la contiene: objeto y lugar son una misma cosa (Casa del poeta, 2014; Casa en jarra, 2000; Casa tiempo; Puerta 2, 2005; Refugio, 2003; Sobremesa, 2007; Situ, 2003).
     Aún más, el escenario doméstico se convierte en un lugar privilegiado que evoca y acoge la huella de la presencia humana como una memoria de las relaciones, que se presenta como una reflexión desdoblaba hacia sí mismo y hacia los demás. El afán autorreflexivo se pone de manifiesto en piezas que tienen como tema directo o indirecto la figura del artista (Cabeza retrato, 2013; Autorretrato 2, 2006; Estudio del escultor, 2015; Retrato a los 64 años, 2013; Vidente, 2002), en donde son de resaltar los autorretratos, un género poco frecuente incluso en la escultura figurativa, pero habitual en la pintura.
     Por otra parte, pasar del yo a los otros implica un espacio de transición. En esta zona intermedia podemos agrupar piezas cuya preocupación principal se nutre precisamente de la representación de una región limítrofe cuyos contornos borrosos podemos adivinar pero que nunca conoceremos: la muerte (Pandora, 1992; De cuerpo presente, 2010; El tenso, 2013; Enero; 2010; L’Angelo, 2015; Vanitas, 1992; Dolorosa, 1989; Ahí está, 1998; Aún no sé, 2006; Hasta que se cuente, 1998) o la locura (Phillip in his wilderness. Looking to the horizon, s. f.). 
     La última faceta de esta vertiente incluye como tema la convivencia, y más precisamente, las vicisitudes de las relaciones. Este conjunto temático se basa en la representación de la presencia de los otros en piezas que reflejan un afán aglutinante (Parientes; 1996, Las tres gracias, s. f.; Lola 2, 2009; Vidente, 2002; Refugio, 2003) o bien, que exponen el carácter frágil, contingente y contradictorio de las interacciones humanas, sobre todo las que aluden a la relación de pareja y a la intimidad (Abrazo, 2012; Adán y Eva, 2001; La lucha, 2014, 2015; Relación, 1991; Sueño, 2007, 2012).
     Este tono discordante que manifiestan muchos de sus trabajos cumple con una función temática, pero fundamentalmente revela uno de los rasgos de su estrategia como artista: su índole dialéctica. En efecto, si hubiera que resumir la estética de Paul Nevin en pocas palabras tendríamos que decir que logra amalgamar en una tensa síntesis elementos formales y artísticos a la vez contradictorios y complementarios. No es otra cosa lo que ha querido decir cuando formula su poética: «Así como el mundo está formado por opuestos, la escultura, igual».
     La oposición, unas veces evidente, otras veces tan discreta que puede pasar inadvertida, se manifiesta en diversos niveles pero gravita siempre sobre el enfrentamiento de dos rasgos, encuentro en el que se sitúan la fuerza y la dinámica que trasmiten.
     Una primera impresión que se impone ante la contemplación de las esculturas de Nevin es su rotundidad. Sus piezas parecen afirmaciones concretas y consistentes, puestas ahí sin pedir opinión, expresadas con sólida potencia y seguridad. Las piezas tienen peso propio, no sólo en el sentido de la densidad del material con el que están hechas (generalmente hierro forjado en gruesas láminas o materiales pétreos), sino en términos de la firmeza con que se instalan y reclaman su lugar. Sin embargo, al mismo tiempo, su composición se basa en una premeditada sencillez en las formas, una economía de medios y materiales, así como una aparente simplicidad en la propuesta, lo que confiere a las esculturas, paralelamente al peso y la gravedad que ostentan por sus materiales, una sensación de limpieza, y en no pocas ocasiones, paradójicamente, de liviandad.
     Su factura se construye principalmente como un trazo; predominantemente abstracta, rehúye las tentaciones figurativas pero no teme su cercanía tanto en los títulos como en las alusiones formales. Debido a que su material predilecto es el hierro forjado, el volumen se produce sobre la base de la superposición o contraposición de los planos, peculiaridad que vincula su ejecución con los procedimientos de la pintura. Por ello, no resulta extraño que se hayan encontrado correspondencias de su trabajo con la iconografía de pintores como Braque y Matisse. Se trata de un desarrollo que evoluciona en dos direcciones, es primero intelectual y luego sensorial. En este punto, adquieren un nuevo significado sus series gráficas y acuarelas, que pueden ser valoradas como obras por derecho propio, independientes y paralelas, o como piezas que documentan su proceso creativo. Por la naturaleza laminar y bidimensional de sus componentes, su particular manera de ejercer el oficio está alejada de la talla directa, pero mantiene un estrecho contacto con la materia a través del uso de instrumentos y herramientas.
     La construcción por planos implica otras posibilidades en cuanto al volumen y avanza en dos frentes. En las piezas en que predomina visualmente el volumen, éste se crea por superposición de formas cuadradas y redondas, rectas y curvas que devienen líneas quebradas que colaboran o compiten para crear una figura total. Hay otro gran conjunto de obras que se basan, no en el volumen, sino en su ausencia: el vacío. Utilizan el mismo juego formal; la diferencia es que se trata de esculturas que son siluetas, perfiles que prescinden del cuerpo y se despliegan como trazos aéreos: el aire como una forma leve de la materia. Ambas vías confluyen al mismo punto: una interacción con el espacio negativo. Esta dinámica de oposiciones entre volumen, trazo y entorno se resuelve como un diálogo; en el primer caso, entre la obra y la luz, cuyos juegos de claroscuros parecen conferir o restar peso y densidad a las piezas; en el segundo, entre la obra y el aire, lo que les otorga ligereza, una grávida liviandad.
     En algunas obras, la contraposición como recurso compositivo parece entonarse en un modo mayor. Los elementos no sólo se oponen: se invaden mutuamente; no dialogan: discuten en voz alta y parecen arrebatarse la palabra; no sólo se enfrentan: tratan de huir en distintas direcciones. Un rasgo notorio de esta singular estructura es que gravitan sobre un punto de flexión, una confluencia en la que los elementos constitutivos parecen unirse y separarse, una sección delgada y frágil donde se encuentran y se distancian las partes, una especie de bisagra que, al abrir y cerrar la pieza, les provee de movimiento real o imaginario. Agréguese a esto el gusto de Nevin por incorporar óxidos, indicios de pátina, asperezas, pulimientos y diversas texturas a las obras para acentuar su carácter elemental y primario.
     Como resultado, las piezas crecen orgánicamente, pero no de una manera biológica, sino mineral; su modelo no es el rizoma, sino la fragua; su factura es manual pero fabril, mediada por herramientas y fuego. Producto de un dilatado y complejo plan, su organicidad también admite el error y el azar, elementos de un lento cambio.
     Sus esculturas admiten ser vistas, pero no invitan a ser tocadas, aunque no hay razón para no hacerlo. Su solidez, la simplicidad de las formas, el color o, más propiamente, la falta de color, parecen imponer una prudente distancia, las hace parecer frías. Acercarse a las esculturas no es imposible, pero el objeto parece venir con instrucciones de uso, con una distancia marcada de fábrica, con un límite tácito que el observador habrá de trasponer cuando entiende las señales que le envía.
     A pesar de ello, observar las esculturas de Paul Nevin resulta una experiencia profundamente emotiva. Del mismo modo que Mathias Goeritz (artista con el que, por otro lado, comparte algunas afinidades formales y estéticas) acuñó el término arquitectura emocional, de Nevin se podría afirmar sin exageración que realiza una escultura del mismo linaje. Si el artista de origen alemán apelaba a la necesidad de diseñar espacios, obras y objetos orientados a la emoción, alejados del funcionalismo y el esteticismo vacuos, la obra de Nevin encuentra correspondencias en el uso de la abstracción, la calculada nitidez de su trazo y, sobre todo, en la intención de que sus obras contengan la frescura de una emoción originaria por la vía de un diálogo objeto y espacio.
     Ya Carlos Ashida, en 1994, expresaba con intuitiva claridad que el valor principal de la obra de Nevin «es la inmediata y estrecha relación que existe entre el objeto y su creador, relación que en los mejores casos alcanza un alto grado de intimidad y que, para quienes no están advertidos de ella, pasa desapercibida o se les manifiesta como un enigma».
     El propio Nevin lo ha expresado como una necesidad vital que puede traducirse como su poética: «Necesito resguardar la fragilidad del contenido con un fuerte y sencillo recipiente». Asistimos, entonces, al espectáculo de la escultura como recipiente y horizonte de la experiencia.

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