La poesía errante de Arnaldo Calveyra (1929-2015) / Silvia Eugenia Castillero
Sonó el teléfono muchas veces, iba a colgar cuando escuché una voz lejana, como de alguien que dormitaba, era Arnaldo Calveyra. Mi emoción me traicionó y comencé a trastabillar, pronuncié incorrectamente su nombre, a lo cual de inmediato me corrigió. Al saber que llamaba desde México, su voz cansada cambió a un tono alegre, y cuando le dije que vivía en Guadalajara me habló de Juan Rulfo, de haberlo conocido, de su extraordinaria obra. Así es como al día siguiente llegó por fax un bello ensayo sobre Pedro Páramo, para publicarse en Luvina.
Ignoro cuándo ni por qué —hace varios años— compré Poesía reunida de Calveyra en la edición de Adriana Hidalgo, y digo esto porque es un autor poco conocido en México, ¿sería que me llamó la atención la portada? Ahí está él en una silla en el parque Luxemburgo en París, en pleno otoño, en medio de las hojas que cayeron y caen. Yo no lo conocía más que de nombre, un nombre lejano, pero su estar en la foto me atrajo. Mi decisión de comprarlo fue rotunda cuando abrí el libro y leí:
Ignorante del porqué de la tarde, del porqué estar sentado, por qué el impulso que lo lleva a absorberse, a mostrarse ante las hojas, a deambular, a desaparecer casi, a irrumpir, a desfallecer, a recuperarse, a ascender, ascender por el desfiladero de luz —embudo serenado— por donde desfondan al crepúsculo. («El hombre del Luxemburgo», en Poesía reunida, Adriana Hidalgo, 2008, p. 173).
Salvo su primer libro, Cartas para que la alegría (Cooperativa Impresora y Distribuidora, Buenos Aires, 1959), Calveyra duró años inédito en castellano, pues en 1960 se marchó a vivir a París, ciudad en la que murió recientemente, el 15 de enero de 2015, y donde publicó toda su obra —ensayo, teatro, poesía— traducida al francés, en la Editorial Actes Sud. Trabó una larga amistad con Cortázar, de la que expresó lo siguiente: «Amistad signada por la coincidencia… Ese mismo azar nos permitía a cada nuevo encuentro volvernos desprevenidos y como sin futuro» (Poco antes de morir, 1994).
Como Cortázar, Calveyra vivió entre el lado de acá y el lado de allá, un pedazo de sí en Europa y el otro en su pueblo natal, Entre Ríos, Argentina: «Entre Ríos es mi fuente de inspiración, es un lugar geográficamente privilegiado. Estas tierras fueron el fondo de un mar, no sé en qué época el mar, retirándose, dejó este paisaje, estos ríos extraordinariamente bellos…» (Poesía reunida, p. 13).
De sus múltiples libros, Maizal del gregoriano (publicado en francés con traducción de Anne Picard, en 2003, y en castellano en Adriana Hidalgo en 2005) me parece un libro muy singular por ser el silencio su protagonista. Por otra parte, abandona el verso y escribe en versículos que van formando estrofas en prosa. Es el canto de un monje, pero es un canto tartamudo, repetitivo como es el canto gregoriano, canto aún monódico, de vocales aisladas: «me siento en un lugar apartado de la iglesia a oír el gregoriano que cunde a lo maizal de nave a nave en procura de los techos entibiados por la luz de las velas, oigo al monje a mano derecha, de pie junto a la columna, en busca de notas que se amen» (Poesía reunida, p. 342).
La canción, sin embargo, rueda y desaparece, huye de las cuerdas vocales. «Encuentra un lugar para el aire y para ella —lugar que ya es el aire y ella—, extática vocal canta, canto y tiempo entre ella y nosotros, tiempo ella y nosotros y memoria» (p. 343). Calveyra avanza en un camino interior al tiempo que las palabras del poema son música y a la vez soledad, su ritmo, su sonar se va quedando solo para ofrecer al lector el silencio, pero un silencio interno, que nos lleva a sentir la luz y la lluvia. «Entra la lluvia por una luz de puerta al abrirse» (p. 343).
Ese hombre tartamudo se transforma en peregrino, es el mismo poeta que llega a Entre Ríos, es el retorno que no cesa porque inmediatamente continúa el camino. Bajo la luz de lluvia, «se vuelve azul el caballo en esa luz de esponja» (p. 344). Y el horizonte no cierra. Como en Pedro Páramo, los lugares se van abriendo, entre nubes, horizontes fantasmales y luces enrarecidas. «Gente a la intemperie, por los cuatro costados el viento vuelve tiesas las cosas a él expuestas» (p. 372).
Hay en la poética de Calveyra cercanía a la de Juan Rulfo. En Pedro Páramo el diálogo es con el silencio, del mismo modo que en Maizal del gregoriano el canto es para evocarlo; llegar al silencio, existir gracias a él. Para Calveyra, el estado que se vive en la novela de Rulfo es el de intemperie: «En Pedro Páramo, el descampado sin tregua (¿a qué techo, a qué santo encomendarnos?)… Y así avanzamos como personas a las que el aire faltara. Y como si nuestros oídos hubieran también cesado de respirar…» («A Juan Rulfo en silencio», Luvina núm. 77).
Para Arnaldo Calveyra, en la novela de Rulfo toda traza de vida se ha retirado, salvo —como también en Maizal del gregoriano— en la vida espontánea de las palabras, del viaje inmóvil y al mismo tiempo errante de la vocal, del canto. «¿Sollozos de santas en los sótanos?, ¿sollozan las santas bajo tierra?, ¿sollozan en nichos habilitados para el culto?, ¿sollozos de santas esta entonación que nos aborda llegando de recién, llegada del campo contiguo a la abadía y nos conmueve?… santas, unas con otras cunden, se propagan… El cuchicheo, ya sabrás arreglarte con él, a él atenerte, el cuchicheo de los muertos bajo tierra de la Sarthe. Oyendo como oyes, escuchando como escuchas llegar por hileras tupidas la marea del maizal» (p. 373).
Calveyra traza un nuevo paisaje en la poesía, un páramo desolado de cantos, cielos y personas solitarias, un lenguaje de gran energía sonora y lingüística, pero lleno de misterio, pleno de silencio.