VISITACIONES / Cuatro cosas y una aguja / Jorge Esquinca

1. Silla

El cuadro estaba sobre el piso, recargado en una pared de la habitación, como si lo hubieran dejado ahí por descuido. Sin embargo había algo en él que obligaba a mirarlo. Dentro del espacio más bien reducido de la pintura, todavía sin enmarcar, estaba representada una silla. Los trazos más bien veloces pero firmes del artista hacían pensar menos en un mueble que en un dispositivo dinámico, una suerte de detonador que, lejos de invitar al reposo, desataba una cadena de inquietantes consideraciones. Una silla a todas luces radiactiva. Claro, a esto habría que añadir las pinceladas giratorias con las que, en un arranque súbito, la pintora había circundado la silla, desdibujándola en parte y convirtiéndola en el eje de un torbellino ascendente que parecía, al mismo tiempo, emanar de ella o llegar desde lejos proyectándola hacia ¿dónde?

2. Pisapapeles
Millefiori es el nombre con que se conoce a los pisapapeles de vidrio que fabrican los artesanos del Véneto, en la isla de Murano. Una cúpula de cristal alberga cientos de florecillas multicolores que, en conjunto, forman minuciosos mandalas, espirales abigarradas, diminutos invernaderos. Éste que miro una vez más y se acomoda con naturalidad en la palma de mi mano estaba en una mesa entre los materiales de desecho que los turistas pueden adquirir a muy bajo costo. Una falla, durante el laborioso proceso de su fabricación, convirtió los pétalos en asteroides flotantes de un microuniverso en formación. Un accidente originó esta galaxia encapsulada y portátil, transformando el mero adorno en un objet à rêver, un artefacto del que bien pueden desprenderse las más complejas ensoñaciones. Una maquinaria de infinitos, al alcance de la mano.

3. Piedra
Vino de la Zona del Silencio, en el centro del Bolsón de Mapimí, lugar de bancos fósiles, tortugas habituadas a los rigores de un clima extremo, nopales violáceos y, se dice, extraños sucesos. Su forma es apenas triangular y sus contornos están cubiertos por una costra arenosa. Debe de pesar unos doscientos gramos. Como la mayoría de las piedras, es fría al tacto. Por el anverso, sobre un fondo de color plomizo, puede observarse un entramado de líneas muy finas que se intersectan para formar diversas figuras geométricas: rombos, trapecios, triángulos. Vistas con atención, estas líneas recuerdan a sus hermanas mayores, estampadas en el desierto peruano de Nazca, hace miles de años. En el reverso, claramente visible por su relieve, una larga línea atraviesa la piedra de norte a sur. Ésta, a su vez, se encuentra dividida por otras cuatro líneas transversales de menor relieve: una cordillera con sus crestas y sus valles despoblados. Por arriba, un mapa aún sin descifrar. Por abajo, la reproducción a escala del paisaje. Libro mudo, si acaso, la invicta piedra de aquellos páramos.

4. Pomada
Su exterior es idéntico al de otros cientos de miles de pequeñas latas idénticas. Sobre un fondo inevitablemente blanco lleva impresa en color negro la familiar campanita. Pesa apenas siete gramos y su tamaño diminuto fue diseñado para caber cómodamente en el monedero de las damas, siempre listas para hacer de ella un instrumento cosmético o balsámico. (Hace ya muchos años, luego de que un ruidoso cohetón me estallara en la mano, la muchacha de nuestra casa curó mis quemaduras con el milagroso ungüento mientras yo trataba, inútilmente, de ocultar mis lágrimas). Pero he aquí lo que sucede al destapar el receptáculo: en lugar del cremoso contenido alguien ha colocado una brújula que encaja perfectamente en el espacio vacío y cuya aguja imantada apunta, como es sabido, hacia el norte. En el interior de la tapa esa misma mano ha dibujado con gran esmero una constelación, a saber: una estrella mayor a la que acompañan once estrellas menores, ocho de las cuales están unidas por una línea punteada y dispuestas en forma de gancho. Las tres restantes forman un triángulo en torno a la estrella grande. A veces me desvelo pensando en lo que sucede cuando la nunca ociosa latita está cerrada.

La aguja
«Hay agujas tan vanidosas como personas» —escribió Hans Christian Andersen.

 

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