Calcuta
El baniano es un árbol que genera brazos como báculos, sus propios descansos. De su entraña nacen esas ramas-raíces para poder envejecer sin que su tronco caiga. Y llega a ser un árbol espectacular. El más ancho del mundo. Y quizás el más longevo.
Rodeadas de miradas, de color, las calles de la India son un espectáculo y un asombro.
La India está rodeada de muerte, de hambre, de basura. No obstante, hay en sus habitantes, en sus monumentos, en su historia, un germen, una manera de vivir que hace de este país un lugar de culto.
En cuanto nos sumergimos en sus adentros, en sus calles y sus tiendas, y conversamos con las personas, nos damos cuenta de que la India —los indios— viene desde los inicios de la humanidad. Eso se percibe, se vive, se respira.
Los habitantes contemporáneos llevan una marca espiritual, un don para exaltar en su rostro el pasado: lo reflejan, lo refractan. Son rostros duros, morenos, con una negrura en los ojos y los pómulos salidos como si fueran guerreros, o como si fueran esos dioses que emigraron, esos dioses condenados a vivir en la literatura.
Pero en la India esos dioses están en todas las calles, en las manos de la gente. Están en sus ojos, en sus pasos. Y la calle es la casa. La tienen tomada. Las banquetas son comercio, habitación, baño, regadera, son el salón de estar. Es su territorio porque no tienen a dónde ir.
La India lleva consigo su historia toda, la lleva en el rostro, en la ropa, en la vida cotidiana de la gente. «Hay algo innegablemente espléndido en este conjunto del pueblo indio, que siempre busca lo más y no el menos, que ha negado el mundo visible, que es, no solamente en espíritu sino físicamente despreocupado, el pueblo del Absoluto, el pueblo radicalmente religioso» (Henri Michaux, Un barbare en Asie, Gallimard, 1967, p. 30).
Varanasi
Los muertos van envueltos en aluminio. Los llevan en andas, sus familiares caminan al tiempo que lloran. Van entre una multitud que se aprieta, se apresura para llegar pronto al momento de la caída del sol, el momento exacto para que sus muertos se sumerjan en las aguas del Ganges y alcancen la eternidad. Luego serán incinerados a la orilla del río.
Miles de personas llegan para presenciar el ritual, sin muertos en sus hombros, llegan para purificarse. Al atardecer será elevado el espíritu para agradecer a la creación el término de un día. Y el viaje al reino de las sombras de lo que existe.
Siete sacerdotes frente al Ganges, con siete caracolas. Primero hablan, cantan, las personas sentadas en el suelo siguen sus rituales, son horas de oraciones y letanías. Van ricos y van pobres. Sus túnicas coloridas son todas aparentemente iguales. En realidad, la tela es lo que cambia, del algodón a la seda. Ésa es la diferencia. Algunos ancianos transportan gente no en bicitaxis, sino en taxis que jala un hombre a pie: se le va la vida en ese trayecto. Son los llamados rickshaws.
La tarde cae, sobre el Ganges cientos de lanchas y barcos llenos de personas presencian por agua el rito iniciático. Más lejos arde el fuego, varios fuegos, donde están incinerando a los muertos. Los sacerdotes mismos portan lámparas ardientes que hierven en sus manos y con ellas dirigen el ritual. Fuegos diferentes, algunos son circulares, otros cuadrados, otros en forma de medialuna. Evocan la era en que los hombres llegaron a la llanura del Ganges y un dios abría el camino: Agni, dios del fuego.
Los edificios de piedra, antaño palacios de reyes y príncipes (ahora hoteles), parecen muros de contención y se yerguen para darle encuadre a la intensidad del momento. Después de cantos que en realidad son repeticiones silábicas para llegar a la raíz de la comunicación con los dioses, oraciones como pócimas, inflexiones de los tonos más elementales tal cual colores que se mezclan para significar lo profundo, sin retórica: la raíz que toca el cielo. Mantras.
En ese trance del canto, sumergidos en los aromas del incienso, llega el instante en que esos siete sacerdotes toman sus caracolas y llaman al cosmos, el sol está penetrando el horizonte, el río como un mar, como un océano lo sumerge, lo acoge en su oscuridad, en lo profundo de su cauce, para que inicie el viaje a las sombras y nos deje bendecidos. El sonido de las caracolas es un rugido suave, un alarido seductor, un registro que sale del agua profunda de los mares para desplegarse en el aire, ser llevado por el viento y de ahí llegar al reino sobrenatural. Sólo así, los miles de mortales que reciben la noche logran tocar el cielo.
Se trata de la evocación de seres remotos que seguramente pertenecen a otro cuerpo celeste, pero cuyo rastro aún se percibe en los indios actuales, en sus gestos, en objetos, en un atavismo invencible, como lo llama Roberto Calasso (El ardor, Anagrama, 2016). Por eso la vida en la India transcurre y triunfa a pesar de la pobreza, pues esta civilización milenaria (más de tres mil años), tan distante incluso para los antiguos, proporciona coordenadas, dispersas pero evidentes en la invisibilidad.
Los vedas dejaron únicamente versos, fórmulas y explicaciones para los rituales. Ningún objeto, ninguna imagen: sólo palabras: himnos, invocaciones, conjuros: poesía. No dejaron memoria de sus conquistas y hazañas, dejaron cantos y en ellos el saber: la clarividencia. Y la embriaguez de una planta misteriosa: el soma, el objeto del deseo.
Todo lo que se desarrollaba fuera del rito pertenecía a la no-verdad. Como un platonismo primario, los vedas creían que todo lo que existía en la tierra tenía su modelo en el cielo. Pero no había templos ni murallas. Existían surcos de cantos, de ritos. Había imágenes dentro de su mente y una vida que se balanceaba entre la naturaleza y la imaginación. Muy poco de tangible se conserva de la época védica. «Construyeron un Partenón de palabras: la lengua sánscrita, ya que samskrta significa “perfecto”» (Calasso, op. cit., p. 19). No tuvieron la idea de templo, ni la de perdurar. Todo era movimiento, como el del fuego que se consume, como el del sol que se oculta y renace. Es el culto estrechamente vinculado a textos de una extrema complejidad y a una planta mágica. «La mitología, y con ella las especulaciones más temerarias, se presentaba como la consecuencia del encuentro fatal y explosivo entre una liturgia y una ebriedad» (Calasso, ibid., p. 29).
El corpus védico posee un gran rigor formal pero no existe un marco temporal ni histórico. La vastedad y la unicidad son sus características. Frits Staal, citado por Calasso, dice: «Hace más de tres mil años, pequeños grupos de pueblos seminómadas atravesaron las regiones montañosas que separan Asia central de Irán y del subcontinente indio. Hablaban una lengua indoeuropea, que se desarrolló en el védico, e importaron los rudimentos de un sistema social y ritual. Como otros que hablaban lenguas indoeuropeas, celebraban el fuego, llamado Agni, y como sus parientes iraníes adoptaron el culto del soma: una planta, quizá alucinógena, que crecía en la alta montaña. La interacción entre estos aventureros y los anteriores habitantes del subcontinente indio dio origen a la civilización védica, así llamada debido a los cuatro vedas, composiciones orales transmitidas por la voz hasta hoy» (ibid., pp. 28-29).
Calcuta
A la orilla izquierda del río Hooghly se encuentra el templo de la diosa Kali, Dakshineshwar. Lugar de un culto multitudinario. Allí prevalece el silencio, porque lo que es constante es la secuencia de gestos, una especie de inclinación a extenderse hacia el resto de los seres humanos para lograr la salvación. Desposeídos de zapatos, ciegos en la posibilidad de ver a la diosa, al llegar a ella el objetivo es postrarse sin permanecer, mirar pero no insistir en la mirada. Ahí está la diosa negra con la lengua de fuera. Un gesto que enmudece. El desafío es proseguir el rito en lo invisible, continuar el sacrificio, el ritual frente a la nada. Después es obligatorio pasar al lingam, conjunto formado por el órgano masculino engastado en el sexo femenino (yoni). Allí continúa el rito en ese símbolo de la fertilidad, de la sexualidad sagrada, de la unión cósmica permanente, origen de nuestra especie. Lo sagrado se manifiesta a través del placer corporal, como medio de lograr el éxtasis y como energía que genera el milagro de la vida.
Es el único elemento en el ritual que puede tocarse y en donde se puede permanecer. El Lingam, además, es el único elemento común prácticamente de todos los templos hindúes, el único también con el que se puede tener contacto y que es accesible a cualquiera, sin importar su religión, su secta o su casta.
Todo esto supone una visión diferente de la ordinaria, que considera que el goce y lo espiritual son incompatibles. La potencia física y mental se adquiere controlando el sexo, ritualizándolo y no reprimiéndolo. Los órganos que intervienen (lingam y yoni) son la expresión visible del poder creador. Después de estos actos rituales, se accede a un estado alto de conciencia, al mismo al que llevaba la planta de la ebriedad, el soma.
Delhi
Las aceras de las calles de Calcuta y Delhi están tomadas por la gente, ahí permanecen: comercian, comen, se bañan, duermen. Ahí viven. Hay miseria. Sin embargo, la gente tiene una mirada, un estado de inspiración, de sosiego, una contemplación cotidiana. Su vía de salvación es la conciencia: esa inspiración que les permite habitar donde les tocó vivir. Meditación y plegaria: liturgia.
La mirada occidental nos dispersa la dimensión espiritual y litúrgica que tiene el hinduismo, entonces nos parece que tantos dioses y tantas estatuillas son fetiches, son ídolos de una religión más o menos salvaje. Henri Michaux aborda de una manera aguda las diferencias entre la visión cristiana y la hindú. Para él, el sentimiento fundamental cristiano es la humildad; nos explica cómo las grandes catedrales góticas, esos monumentos bellísimos en que la cristiandad llega a su máximo poder, están construidas de tal manera que quien ahí entra se aterra de su propia debilidad, humillados nos sentimos ínfimos. Kyrie eleison: Señor, ten piedad. Se reza hincado, no en el suelo, hincado o en una silla, de modo que el centro natural de magia se dispersa. Y ese sentimiento de inferioridad reina sobre los fieles. Las religiones hindúes sacan del ser humano su fortaleza y no su debilidad. Los rezos y la meditación son el ejercicio de fuerzas espirituales. Un rezo es para ellos un rapto, es una actitud del poder del alma que puede derrumbar piedras y a la vez puede perfumar los mares. El interior de los templos es pequeño para que ahí cada uno sienta su fuerza. Hay nichos por doquier para que los fieles perciban su poder y lo transfiguren en serenidad. «Magia al centro de toda magia. Hay que escucharlos cantar los himnos védicos, los Upanishad o el Tantra de la gran liberación» (Michaux, p. 32).
Desde los tiempos remotos de los cantos védicos, esos grupos nómadas que fueron poblando las regiones de la India, y cuya liturgia convertida en materia mítica se fue vertiendo en el océano de la significación humana. Porque a través de ellos tomaron posesión de la divinidad como si fuera una masa; en sus voces nacidas desde la entraña, a través del canto lograron modular la beatitud y claridad de los dioses o la ferocidad maligna de los demonios. Y salía de su propia garganta. Estos grupos se convirtieron en los gitanos, los únicos arios de Europa, perseguidos y masacrados por los nazis. A nivel lingüístico, su lengua arcaica es el antecedente de las lenguas dardi, punyabi e hindi, algunas de las veintiocho lenguas que actualmente se hablan en la India.
Lenguas
El espíritu indio razona sus sentimientos. En su vida cotidiana no tiene prisa, nunca corre. No se altera ni vive trastornado. Es abundante en sus emociones. Ensambla. Su lengua fundadora, el sánscrito, es «la lengua mejor ensamblada del mundo, la más ceñida, sin duda la más bella creación del espíritu indio, lengua panorámica, admirable a la escucha, contemplativa, que induce a la contemplación, una lengua de quien razona, flexible, sensible y atenta, previsiva, bulliciosa y llena de avistamientos y declinaciones» (ibid., p. 35). Lengua hecha de rangos y matices, de sutilezas, de iluminaciones.
De esta lengua lenta y bien estructurada, enraizada en su circunstancia y dentro de la cual los pensamientos son trayectos, surgen los libros fundadores de la mitología india: dos poemas épicos, el Mahabharata, con doscientos cincuenta mil versos, y el Ramayana, con ciento veinticinco mil.
El Ramayana es la historia mitológica más popular y más antigua de la India, el poema épico más antiguo escrito en sánscrito por el sabio Valmiki, en el siglo v, a. C. La historia trata sobre la séptima reencarnación del dios Vishnu, quien vino a la Tierra para liberarla de Ravana, el rey demonio de Lanka con diez cabezas. Poseía el don de la inmortalidad, así que no podía ser asesinado ni por dioses ni por demonios. Preocupados por esto, los dioses decidieron enviar a la Tierra a Vishnu en la figura de un rey mortal. El dios Vishnu bajó entonces al mundo como Rama y la historia despliega las luchas entre él y los demonios, entre el bien y el mal. Este poema se lee en las casas, en los templos, a manera de texto religioso, en forma de obras de teatro.
Según la leyenda, el Mahabharata fue dictado a Ganesha, el dios con cabeza de elefante, por Vyasa, «el que compila». Llamado «el Homero del Este», se dice que Vyasa compuso todo el Mahabharata, además de las dieciocho Puranas y los cuatro libros Vedas. Fue sacerdote y maestro. El tema principal es la gran batalla que tuvo lugar en Kurukshterra, donde los Padavas pelearon contra los Kauravas. No obstante, el más valiente de los hermanos Pandava, Arjun, no quiso pelear contra sus primos. Y de esto se desprende el gran sermón del dios Krishna, el dharma, la responsabilidad del guerrero de pelear por lo que es correcto. La base de este discurso está en el Bhagavad Gita, libro de enseñanzas éticas y filosóficas. Por ello, Krishna aparece como líder, guerrero, dios y teólogo de la humanidad.
Nueva Delhi se construyó sobre una antigua ciudad de la que no quedaban vestigios, Indrapashta, según se cuenta en el Mahabharata. Old Delhi, como se le nombra ahora a esta antigua ciudad, obra del emperador Shah Jahan, nieto de Akbar, quien también mandó construir el Taj Mahal.
El hindi es la lengua que se habla en Delhi y alrededores; quisieron volverla lengua oficial pero fracasaron: más allá de la región norte no se comprende. Michaux llama al hindi «lengua de las palabras beatas pronunciadas con dulzura campesina y lenta, muchas vocales gruesas, la â y la ô con una especie de vibración pesada, de ronquido, la î y sobre todo la ê, una letra cursi. El todo en conjunto es desagradable, confortable, eufónico, satisfactorio, desprovisto del sentido del ridículo» (p. 25). El bengalí, considera, «tiene más de canto, una cuesta, el tono de una dulce amonestación, de la bonhomía y de la suavidad, vocales suculentas y una especie de incienso» (p. 25).
Bengalí-hindi, dos lenguas provenientes de dos ciudades importantes, la primera —Calcuta— el mayor polo cultural, con la feria del libro más grande del mundo, y la segunda —Delhi— el polo cívico y político más importante, la capital.
Todas las demás lenguas (incluido el inglés, con el que también se trató de unificar al país, pero tampoco se logró) se hablan en distintas regiones y provienen de las distintas tribus que antaño se fueron asentando a lo largo y ancho de la India. No obstante, en todas encontramos ese razonamiento indio a través del cual se logra ver de golpe la totalidad y se abarca el mundo real:
Gautama, un espíritu contemplativo, sin embargo,
expresa así su primera iluminación:
De la ignorancia vienen los Sankharas.
De los Sankharas viene la conciencia.
De la conciencia vienen nombre y forma.
Del nombre y la forma vienen las seis provincias.
De las seis provincias viene el contacto.
Del contacto viene la sensación.
De la sensación viene la sed.
De la sed viene la atadura.
De la atadura viene la existencia.
De la existencia viene el nacimiento.
Del nacimiento vienen la vejez, la muerte, el dolor, las lamentaciones, el
sufrimiento, el abatimiento, la desesperanza.
[Citado por Michaux, op. cit., pp. 37-38]
Taj Mahal
El Taj Mahal es una aparición que flota como descendiendo del cielo, que se mantiene en la categoría de espejismo inalcanzable, entre la tierra y el infinito. Es un mausoleo que el rey Shah Jahan le hizo a su mujer al fallecer tempranamente, pero es ante todo un templo en donde pareciera hacerse culto a la eternidad. Geométrico, de líneas sencillas, se levanta a la vez como expandiéndose con una luz como de vela que se multiplica a través de los tiempos. El mármol de su interior parece estar no esculpido, sino tejido con finas agujas. Y los colores de ese tejido casi deprenden aromas de lo reales que se imponen: son piedras preciosas incrustadas en el mármol. Delicadeza, exquisitez y, sin embargo, se percibe el dolor de la condición pasajera de lo humano. El Taj Mahal parece estar suspendido de manera irreal. No pesa ni parece ser una edificación sólida. Ahí se siente la ternura y el deseo de corporeizar lo perdido, esa lágrima de su mujer que el emperador quiso eternizar: «Una lágrima / Eterna / Descendiendo del paraíso / En la mejilla del tiempo».
Aquí conviene hacer una parada sobre la presencia de la cultura árabe en la India. Sabemos que la India está llena de contrastes, pero el más extremo es de índole religiosa: la coexistencia entre el hinduismo y el islam. La presencia del monoteísmo riguroso y del politeísmo tan variado. «Entre el islam y el hinduismo no sólo hay oposición sino incompatibilidad. En el primero, la teología es simple y estricta; en el hinduismo, la variedad de sectas y doctrinas provoca mareo. Mínimo de ritos entre los musulmanes; proliferación de ceremonias entre los hindúes. El hinduismo es un conjunto de ceremonias complicadas y el islam es una fe simple y clara» (Octavio Paz, Vislumbres de la India, Seix Barral, 1995, p. 41).
La llegada de guerreros musulmanes a territorios de la India data del año 712, eran expediciones de pillaje que se convirtieron muy pronto en invasiones de conquista. Luego de la ocupación en la región de Punjab se fundó el sultanato de Delhi en 1206. Pasó por varias dinastías, todas de origen turco, hasta su desaparición en el siglo xvi. Y fue el centro del mundo musulmán, concentrando a intelectuales y artistas. Sin embargo, y paradójicamente, su apogeo coincide con la decadencia de la civilización islámica.
Galta
Cae la tarde. Una desviación larga y sinuosa nos aparta de la carretera que nos conducía de Agra a Jaipur. Después de media hora de montañas entramos a una ciudad hermosa, con edificios cuidados y bellos. Aquí vivieron algunas mujeres de los emperadores, nos dice el chofer del auto. Más adelante, llegamos a un terreno escarpado y, al fondo, una reja. En la puerta, un hombre con rostro muy parecido al de un mono. No habla inglés, a señas nos lleva hacia arriba, pasamos por galerías y altares extraños, no comprendemos qué los unifica hasta que vemos que en todos está el dios Hanuman, el dios mono. Seguimos el camino que sube, altares y mezquitas continúan a ambos lados, vemos erguirse palacios abandonados, después las montañas entre acantilados y hasta arriba un manantial.
De pronto nos percatamos de que miles de monos acechan a nuestro alrededor, el señor con cara de mono los llama y vienen en manada, nos trepan por la espalda, por los brazos hasta la cabeza y allí permanecen esperando comida. Monos machos y hembras con sus crías, todos saben convivir con los humanos y se divierten paseando por nuestros cuerpos.
El agua corre desde el manantial llenando tres estanques en tres terrazas; las caídas de agua con su sonido dulce y a la vez estruendoso remata en la figura de Hanuman. Tres albercas donde se sumergen los creyentes. El templo de Galta, del siglo xviii, rodeado de vegetación y de árboles de donde cuelgan los monos, es un lugar de meditación para limpiar mente y cuerpo y lograr la liberación del alma. Aquí se conquista el arte de la inmovilidad en medio de la agitación. En El mono gramático (Obra Poética, Seix Barral, 1990) dice Octavio Paz: «La fijeza es siempre momentánea. Es un equilibrio, a un tiempo precario y perfecto, que dura lo que dura un instante: basta una vibración de la luz, la aparición de una nube o una mínima alteración de la temperatura para que el pacto de quietud se rompa y se desencadene la serie de las metamorfosis. Cada metamorfosis, a su vez, es otro momento de fijeza al que sucede una nueva alteración y otro insólito equilibrio» (pp. 512-513).
Hanuman era el hijo de Pavan, el dios del viento, y de Kesari, la hija del rey mono. Es conocido por su fortaleza y habilidad para volar. Según el Ramayana, ayudó a Rama en su batalla en contra del malvado rey Ravana. Hanuman también era versado en la gramática y considerado el noveno escritor de gramática.
Este paisaje pedregoso y casi desértico en medio del agua y la vegetación es descrito por Paz como una página de enmarañada caligrafía vegetal. Maleza de signos que, como el lenguaje, hay que despojarla de su espesura, porque la realidad más allá del lenguaje no es del todo realidad y la realidad que no habla ni dice no es realidad: «Hay que destejer inclusive las frases más simples par averiguar qué es lo que encierran y de qué y cómo están hechas… Destejer el tejido verbal: la realidad aparecerá» (p. 517). Pero no sólo eso, también es necesario internarse en las metáforas, porque las cosas no son cosas sino palabras, y las metáforas son palabras de otras cosas. Transmutación: aparición de lo ausente, del mundo original.
Al partir de estos templos sucios y abandonados, del abigarramiento de formas y altares, de la repetición de imágenes y esculturas del dios mono, descubrimos que nos vamos con una claridad: la transparencia que da una presencia rotunda, que nos ha permitido no hablar y ni siquiera pensar, sino ver, imaginar y nombrar. Ésa es la bendición de Hanuman.