Recién llegado de la Ciudad de México a Guadalajara, en 1974, debía levantarme muy temprano y caminar de la casa de mis padres a la entonces empedrada calle Colón para tomar uno de los camiones que me llevaban a la escuela secundaria donde cursé el tercer año. Antes de las seis, con una oscuridad apenas rota por los postes de luz, el eco de mis pasos se agrandaba, minuto tras minuto, mientras volteaba nervioso por si alguien me seguía. Siempre me dio la sensación de que, detrás de mí, una araña gigante, a veces tan pesada como un cangrejo cacerola, era mi sombra. Quince largos minutos hacía de la casa a la parada del camión, puntual en recoger lo que quedaba de mi seguridad y de mi hombría.
No recuerdo si entonces ya había leído el cuento «La migala», de Juan José Arreola, o coincidí con esa figuración aterradora para simbolizar el miedo, el abandono, la incertidumbre y aquellas emociones que erizaban mi piel desde la adolescencia. En el cambio de ruta, el acoso hacia el recién llegado a una ciudad distinta, sin amigos, a sesenta minutos de sentirse querido y arropado, me hizo escapar de los estudios de dibujo industrial que hicieron necesario el trayecto tan largo, para encontrar refugio dentro de mi cabeza. En la preparatoria pasó algo similar: aquella habitación de mi confianza también seguía vacía, excepto por la vaga sensación de que la araña todavía estaba allí.
Entre las mil y una capacidades que me separan de Juan José Arreola está, sin duda, su memoria. El maestro era capaz de recitar versos ajenos y líneas propias con una facilidad, más que asombrosa, memorable. En cambio, yo con trabajos recuerdo lo que comí días atrás. En los talleres en Guadalajara a los que tuve la oportunidad de asistir nos asombraba esa fruición histriónica, pero honesta, con la que el autor de La feria nos hacía partícipes del arte de la Literatura y, con mayor entusiasmo, del arte de la vida. Si el teatro, que practiqué unos años, en Voz Viva se lo dejamos a Arreola, el ajedrez, otra de sus pasiones, me recuerda a mi padre, quien me enseñó a jugar y se desesperaba porque no resulté un contrincante serio. Con mi hermano menor siempre encontró oponente. Para mí, el verdadero juego fue la literatura. La novela con la que me inicié en la Escuela de Escritores de la sogem de Guadalajara, Gambito rehusado de la dama, resultó finalista del Premio Planeta para Primera Novela (ya desaparecido) y me dio la posibilidad de ser jurado del premio cuando ganó Un hilito de sangre, de Eusebio Ruvalcaba. Un hilito de asombro quedó de aquel intento impublicable. La dama se rehusó a movimiento alguno con mi nombre y me volqué al contrario, el hombre, y al género contrario, la poesía, para rehacer los rumbos de mi sangre feraz.
El Bestiario de Arreola todavía me parece un magnífico libro que incluye poemas en prosa, al igual que su Confabulario. De este último tomé la idea de que en mi primer poemario apareciera la figura de una migala para representar, de manera alegórica, a la mujer y al narrador. Esta manera de homenajear a una de mis figuras tutelares traía consigo su carga de veneno: en la obra de Arreola hay aspectos misóginos que yo debí romper y, sin embargo, sabemos de su pasión por las mujeres, comparable con sus otras pasiones conocidas, como el teatro o el juego de ajedrez. La mujer, en mis textos, no podría ser la víctima, ni de la sociedad ni siquiera del hombre. Ni podía hacerla a un lado, como la dama del juego de ajedrez de mi novela fallida. Entonces, al igual que la Beatriz arreoliana, la migala en Voluntad de la luz (1996) le mostraría el camino al hombre, al poeta, hacia una realidad inexplorada.
Pero la araña lo que impone es la ansiedad, la incertidumbre, el miedo. Elementos que corren y encontramos, de una manera orgánica, en la escritura propia. En Voluntad de la luz la mujer es la abuela y es la naturaleza: la figura primera de la obra literaria. En contraposición, el Ulises salmón de José Gorostiza: símbolo del poeta, del héroe, de quien regresa a casa luego de un largo viaje por los siglos de vida que lo llevan de la composición primaria (minerales y plantas) hasta la evolución espiritual.
Pasar de Darwin y Lamarck a Teilhard de Chardin hubiera sido más complejo sin la Muerte sin fin de Gorostiza y sin Arreola. En este mismo libro el pez es femenino y la malagua el macho. Esta otra oposición de los artículos y personajes me serviría para un sujeto ambiguo, anfibio, no binario (como dicen ahora) que es el creador de ese libro que intentó (lo intenta, muchos años más tarde) recrear su propia historia a falta de una memoria en serio. Lo que quiero incorporar a la hora en que refiero otros libros y temas musicales en mi propio trabajo son esos otros modos, olvidados por mí, o no reconocidos, no creados específicamente y que me representan. Así, los tantos referentes culturales y la memoria ajena alimentan, sin miedo, esta reconstrucción biográfica y ficticia, a la vez, de lo que soy como hombre y como poeta.
El cuento «La migala», aparecido por primera vez en libro entre los textos de Confabulario en 1952, reapareció ilustrado por Gabriel Pacheco y con prólogo de Christopher Domínguez Michael en La Caja de Cerillos Ediciones, en 2013. En su comentario, Domínguez Michael indica que «la migala arreoliana, aunque sea una araña, pertenece al mundo de las creaturas imaginarias, tan amadas por Arreola, autor de un Bestiario (1972) como su maestro Borges lo fue de un libro mutante a veces llamado Manual de zoología fantástica, a veces Libro de los seres imaginarios. […] En “La migala”, Arreola dialoga con Borges. Ambos, como nuestro padre Dante antes que ellos, aman a una Beatriz. Pero mientras que Borges la honra como custodia del Aleph (que cumple setenta años), Arreola, un romántico que aprendió a disfrazar su dolor con la varia invención, hace de la migala un símbolo del amor destruido entre él y su Beatriz». En palabras de Arreola: «La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye», así inicia su cuento: «El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda…», que nos recuerda el estupendo inicio de Alighieri en su Comedia: «A mitad del camino de la vida…». Entonces, junto a Arreola, abandonamos toda esperanza y entramos en su mundo, en otro mundo.
«La migala» es el miedo, y no en vano compareció en mi mente en algunos versos de Llámenme Ismael (2014) para hablar de un tumor cerebral, clínicamente denominado aracnoide. Si bien el libro trata de Moby Dick, la conocida y enorme ballena blanca, en la arquitectura del libro funciona en múltiples espacios: un pabellón para enfermos psiquiátricos, la embarcación que remite a Herman Melville, el Pequod, un edificio en Nueva York del cual se tira un joven fotógrafo en su intento de suicidio, etcétera. Habitaciones todas en las cuales la incertidumbre corre por las venas, por los mares, por las nubes, siempre libre y con nosotros como espectadores atónitos del juego entre la vida y la muerte.
El blanco del cachalote y el cuadro del tablero de ajedrez se funden en la almohada que es capaz de ahogar a quien amamos con tal de no verlo sufrir, como en el filme de Milos Forman Atrapado sin salida (1975): embestimos un rostro para hundirlo en el sueño más profundo, Mar adentro (2004) de ese deseo de morir que se nos niega una vez pronunciada la palabra «eutanasia». En Llámenme Ismael hay varias muertes (por suicidio, asistida, natural, por accidente, por un evento criminal o por enfermedad), incluida la inyección de una droga o veneno. El momento oportuno, en la siempre inoportuna muerte, es la noche: esa casilla negra del tablero.
Entre las mil y una noches que encantaban a Borges, quien tanto admiró a Arreola, hay Siete noches que me resultan magníficas. Son siete maravillas de lucidez, conferencias que Borges ofreció en 1977 en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, posteriormente publicadas como libro en 1980. En dichos capítulos («La Divina Comedia», «La pesadilla», «Las mil y una noches», «El budismo», «La poesía», «La cábala» y «La ceguera») quedan de manifiesto las obsesiones que perseguían al argentino y cuya impronta reflexiva es el cierre del segundo soneto que compone el poema «Ajedrez»:
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?
Arreola era un experto ajedrecista. En su Casa Museo permanecen la mesa y el tablero que le pertenecieron y nos muestran a un narrador distinto: más lúdico en sus libros que en su casa. El Arreola editor está presente y de seguro entrecierra los ojos cuando hablamos de Borges. Borges, en su poema, parece hablar de Arreola. Me lo parece a mí. ¿Qué Arreola tras de Borges me inspiró a escribir Enola Gay, distante de Voluntad de la luz por veinticinco libros, pero cuya capacidad de horrorizarme nunca desaparece? Puedo decir que ninguno, y mentiría. Lejos del juego y cerca de la estrategia de la guerra, el desamor sigue siendo la constante que nos hace escribir. Es el veneno. El Aleph es el mundo complejo que lo mismo requiere del blanco de la nieve que del negro del humo. La pureza y la pólvora, Beatriz y su revés.
Ensayar la historia de la bomba de Hiroshima desde una varia invención, del diario de Paul Tibbets y del nombre del bombardero B-29 Superfortress —Enola Gay, por la madre del primer oficial—, requirió muchos días negros, muchas noches en blanco y una mecha de enebros. Para seguir un método, contrario al Paraíso es el Infierno. En esas mil y una noches propias del Purgatorio tuve que fabular, a partir de la Comedia de Dante, las Divinas comedias de James Merrill (Vaso Roto, 2013), de Paul Celan, Hart Crane, Antoine de Saint-Exupèry, un par de libros de Inger Christensen y material diverso de poetas polacos, sobre todo, lo que nos lleva de una casilla a otra, de barraca en barraca, a no dar en el blanco de la divinidad pero sí en la comedia del polvo y la agonía.
De nuevo tuve enfrente de mí a esa migala que iba de letra en letra en el teclado, de una palabra a otra, de una página en negro a la página en blanco. «Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona». Tan aplicable al deseo como a la detonación de la bomba, las palabras de Arreola me hicieron suponer que, en efecto, ese desasosiego de la escritura, su paso por nuestra habitación, es toda una experiencia inenarrable.
Da igual si la premisa llegara con Godard y una mujer descansando a un lado de la alberca mientras un avión cruza el cielo y representa al Espíritu Santo que la deja preñada en Yo te saludo, María. O si se completara tal premisa con el nombre de una madre en un avión destructor. Otro ladrillo en la pared es cada verso que va del blanco al negro en la epopeya sin dios detrás de Dios que nos sigue diciendo: «La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr».
Si en lugar de Beatriz decimos G. I. Joe, la migala es la rosa. Con la cita de Zbigniew Herbert que abre el libro: «la dulzura tiene un nombre: rosa / el estallido» nos dejamos caer. Toda Beatriz, como señaló Shakespeare, «aunque cambie de nombre la rosa siempre es rosa». Incluso si es la «Rosa de Hiroshima» y su estallido escapa de Vinicius de Moraes para hacerse presente dentro del Muro de Pink Floyd, de las bardas de Stonewall, del muro en contrucción en la frontera mexicana con Estados Unidos o el muro derribado en Berlín en 1989.
Paul Tibbets soltó a Little Boy desde el Enola Gay hace setenta y cuatro años, porque buscaba «hacer del mundo un sitio más seguro». Con la migala suelta no hay una habitación que llamemos segura: ¿cómo va a serlo el mundo? «[…] porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. […] Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba con Beatriz y con su compañía imposible». En realidad, lo imposible, en mi caso, es olvidar el juego.