Llegar a las puertas de la ciudad sagrada de Jerusalén es una experiencia de peregrinaje. La Ciudad Vieja, con sus calles milenarias y sus murallas que resguardan tres barrios: el judío, el musulmán y el cristiano. Y al centro la Roca del Templo al interior de la Cúpula Dorada. Piedra sagrada tanto para los musulmanes como para los judíos, desde la cual Mahoma ascendió a los cielos y donde estuvo erigido el templo de Salomón y luego el de Herodes, roca que para los judíos es la Piedra Fundacional, el lugar donde comenzó el universo, donde Adán nació del polvo (Adán quiere decir «tierra roja») y Abraham se preparó para sacrificar a su hijo Isaac. Más allá de sus símbolos y sus misterios desvelados, esta piedra se vuelve un punto que concentra las formas posibles de lo inalcanzable. Estamos frente a una manera de significar, frente a esa gran parábola que es la Biblia y su lenguaje. Un mundo de códigos y significados. Según la Cábala —que es tradición y recepción—, cuando Dios entregó la Ley al profeta Moisés, en el Sinaí, hizo una segunda revelación sobre su significado secreto acerca de cómo debería ser leída la Torá. Esta interpretación bíblica de los cabalistas está destinada a analizar el texto de las Escrituras en hebreo. La doctrina de la Cábala parte de la teoría de las emanaciones divinas, o sefirot, que unen a Dios trascendente con el mundo. Al combinar las diez sefirot con las veintidós letras del alfabeto hebreo, se inicia el camino cabalístico. Así —lo dice Angelina Muñiz Huberman (Las raíces y las ramas, fce, 1993)— «la Torá y el pueblo de Israel forman una unidad paralela, siendo la primera el alma y el segundo el cuerpo».
Nava Semel, periodista y escritora israelí, nos relata cómo su madre —quien perdió a su marido y a su hijo en un campo de concentración— tuvo que aprender el hebreo y sólo en los momentos secretos o tristes utilizaba el alemán, su lengua natal. El Estado de Israel adoptó la lengua bíblica como idioma oficial. Su joven literatura tiene tanta fuerza porque proviene de las raíces de un libro fundacional cuyos contenidos son metafóricos: un libro-parábola.
En Yemin Moshe, el primer barrio construido extramuros de la Ciudad Vieja, vive Uri Orlev, escritor de relatos juveniles. Su casa es como una cabaña que estuviera a medio bosque en un cuento de los hermanos Grimm. Pero Ya’ara —su encantadora esposa— y Uri habitan en el corazón de Jerusalén cerca de las murallas, y su literatura narra las aventuras que vivió seis de sus años infantiles, en los campos de concentración. Como los granos de arena sobre la mano, que algunos caen a la nada y otros permanecen, así fue su infancia: muerta su madre y llevado preso por los rusos su padre, sobrevivió junto con su hermano. En Bergen-Belsen, en 1944, a la edad de trece años, fue escribiendo cada noche a escondidas, sin luz, sobre una libreta, un poemario donde iba dejando constancia de los miedos y emociones que vivía en ese lugar: «Al principio, el cuchillo apenas arañó, / Luego se hundió con brutalidad, / Desgarró, cavó, perforó; / Al final el golpe terrible, / ¡Oh Dios! Me quitaron a mi madre. / Ahora la sangre brota / corre y corre eternamente».
Sobre la ancha avenida HaMelekh David —que otrora fuera un valle divisorio entre la Jerusalén Oriental y la Occidental y que en los tiempos de la guerra sufriera el abandono de diecinueve años, y es ahora una zona comercial con casas residenciales y monumentos sobresalientes, como donde está la ymca (Young Men’s Christian Association)— nos encontramos con el novelista David Grossman, miembro de la primera generación de niños nacidos en Israel. Sonriente y agudo nos habla de su familia —su mujer y sus hijos, pero sobre todo de Uri, muerto en la guerra con Líbano cuando hacía su servicio militar—, de cómo su literatura nace de las historias reales de la gente, y también de su propia vida. Mi literatura —nos dice— me tiene que devastar, cuestionarme, llegar más lejos que mi propia voz. Aunque de una familia tradicionalista, nos cuenta que fue un joven rebelde: cuando la mayoría de los muchachos se afanaba por aprender inglés o francés, él aprendió árabe, formó parte del primer grupo de jóvenes que lo estudiaron intensivamente. Consideraba al árabe como la verdadera lengua hermana del hebreo, porque los israelíes viven rodeados de árabes, y la escritura funciona también de derecha a izquierda; además quería poder leer el Corán y comprender la cultura árabe. En ese momento no sabía que el Mossad lo adoptaría para cumplir su servicio militar (que en Israel es obligatorio, tanto para hombres como para mujeres) en el desierto del Sinaí, trabajando para el servicio de inteligencia. En La vida entera (2010) narra algunas de las vivencias de aquellos días. En una entrevista con Silvia Cherem (Khalida Editores, 2013), dice, a propósito de su escritura: «La prueba de fuego de cualquier escritor es con cuánta calidez puede ir labrando a sus personajes, moldearlos en barro y convertirlos en seres reales. Qué tan grande es el horno interno para crearlos. Soy un escritor muy físico, no apelo a escribir sobre metáforas. Cuando escribo sobre un personaje necesito saber todas sus características, sea hombre o mujer: cómo es su piel, cómo es su cabello, si es rizado, si es suave, cómo es su cuerpo, cómo se siente al interior de su cuerpo, cómo duerme, cómo come, cómo hace el amor. Todo. Cada detalle».
En un suburbio de Jerusalén, en el barrio Mevaseret Sión, donde también cohabitan residentes que migraron del norte de África, está la residencia de otro de los escritores icónicos de la literatura israelí: Aharon Appelfeld. Nos recibe en su biblioteca: libros, papeles, revistas en libreros, mesas, sillones. Appelfeld es un escritor herido por la Shoá, como nombran al Holocausto. En su rostro se nota la tragedia, la orfandad, la vida que se fue desdibujando cuando a su madre y a sus abuelos se les fue asesinando en los campos de exterminio nazis. El exilio, el desplazamiento y la migración son parte del estado en que Appelfeld fue sobreviviendo a los horrores de la guerra. En Historia de una vida (2005), relata: «Es fantástico con qué claridad pueden presentarse mis más distantes y ocultos recuerdos de infancia, en particular aquellos relacionados con los Montes Cárpatos y las amplias llanuras que se extienden a sus pies. Durante aquellas vacaciones antes de la guerra, nuestros ojos devoraban las montañas y las llanuras con un anhelo temible, como si mis padres supieran que éstas eran nuestras últimas vacaciones y que a partir de ahora la vida sería un infierno. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial tenía siete años. La secuencia del tiempo llega a ser confusa —no más veranos e inviernos, no más largas visitas a mis abuelos en el país. Nuestra vida estaba ahora hacinada en una estrecha habitación. Durante algún tiempo estuvimos en el gueto, hasta el final del otoño en el que fuimos expulsados. Durante algunas semanas estuvimos en la carretera, y luego, eventualmente, en el campo, del cual yo logré escapar».
De regreso a la parte céntrica de Jerusalén —en una zona residencial— visitamos al poeta Haim Gouri. Un amplio y bello departamento, rodeado de árboles, siendo que Jerusalén es más bien piedra y senderos. Bebemos chocolate caliente y comemos pastelillos y galletas que su esposa nos ofrece. También Gouri está marcado por la gran herida, pues, aunque nació en Tel Aviv, en 1947 llegó a Hungría con la misión de organizar a los supervivientes del Holocausto para la emigración a Israel. La triste situación de los judíos y sus historias penetraron en su vida y esa influencia se refleja más tarde en sus obras. Nos platica del pasado desastroso y nos lee un fragmento de uno de sus poemas más famosos, «Aquí yacen los cuerpos»: «Aquí están las alambradas de púas, las trincheras, aquí estamos todos juntos. / Un nuevo día, ¡no nos olvides, no nos olvides! / Ya que llevamos tu nombre hasta que la muerte los ojos nos cegó. / Aquí yacen nuestros cuerpos. En una larga fila. Ya no respiramos más, / pero el viento fuerte en los montes… sopla. / Nace la mañana y el brillo de los rocíos alegra. / Todavía volveremos a encontrarnos, volveremos como rojas flores, / en seguida nos reconoceréis como la muda “compañía del monte”. / Entonces floreceremos, cuando se haya apagado el último disparo en la montaña».
A diferencia de Jerusalén, Tel Aviv es una ciudad blanca. Y su arquitectura sobria, geométrica, funcional. Una arquitectura Bauhaus. Rodeada de verde, se concibió desde su construcción como un parque —un gran kibutz—, pues fue erigida en medio del desierto.
Sonriente y carismático, llega a vernos al hotel Ronny Someck. Supe que era el poeta que esperábamos porque esa misma mañana lo había visto en el periódico, recién lanzado su nuevo poemario. Él, para que lo reconociéramos, traía un grabado que hizo con la imagen de César Vallejo. Pintor y poeta, nacido en Bagdad, llegó a Israel a la edad de dos años. Es por ello una voz muy singular en el panorama de la literatura, pues confluyen en ella el árabe de su procedencia, lo israelí y lo occidental europeo y norteamericano, a donde ha viajado y ha trabajado junto con músicos y pintores. Cercano al cine y al arte pop, Someck es contemporáneo en su búsqueda formal. A Jordi Font Estrela le cuenta: «Mi máscara se llama Bagdad y mi cara creció para encajar en ella durante la Guerra del Golfo de 1991. Nací allí. Un médico alemán ayudó a traerme a este mundo en un hospital judío y mi niñera fue una chica árabe. Mis padres me trajeron a Israel cuando era un bebé y la “caja negra” de mi memoria está vacía. Pero ahí estaban las historias de mis padres sobre el café cerca del Tigris, el aroma de las frutas del mercado Shugra. […] En Israel intenté borrar, cancelar Bagdad del mapa de mi vida. […] Sentía que había echado Bagdad por la ventana de mi vida, pero Bagdad regresó para llamar a mi puerta durante la Guerra del Golfo. […] En ese momento sentí que añoraba el lugar donde había nacido; añoro el lado oriental de mi vida, y me gustaría mezclarlo con la historia del lado oeste».
Enseguida llegó Agi Mishol, con su cercanía a la vida diaria, a las historias íntimas. Con mirada aguda nos cuenta de los poetas jóvenes que deben de darse a conocer más allá de las fronteras de su país. Nadie más que ella sabe de los jóvenes poetas porque dirige una escuela de escritores. Llega con ella otra poeta, Tal Nitzan, y nos habla de los migrantes que tienen que cruzar por el desierto, de cómo los detienen los beduinos para asaltarlos y secuestrarlos. La misma historia que en América Latina, la misma migración por el mundo entero. Tal habla castellano, así que me lee su propia poesía: «Felices aquellos cuyo ojos se posan / en los rincones de su cuarto, / los que miran la carne de la urbe sin ser vistos, / los que sus distancias miden en sonoras ondas, / los que por propia voluntad desgarran sus ventanas / pues ellos heredarán / la plenitud toda de lo oscuro / y lo que allí se oculta».
Más tarde encontramos a A.B. Yehoshua, ícono de las letras israelíes y maestro de David Grossman. Lo vemos en un café cerca de su casa en el barrio Givataim, un moderno suburbio de Tel Aviv. De mirada apacible, nos habla del panorama de la literatura israelí, nos da consejos para formar nuestro número de Luvina. Y nos habla de su obra maestra, Mr. Mani, un tejido de varias generaciones que confluyen y hablan, porque —nos dice— «mi obsesión es la necesidad de definir una identidad, por eso escribo». Y continúa diciendo que no tolera que lo encasillen en clichés y que como autor israelí se considere que su escritura parte de una herida: «mi literatura no es autobiográfica, mi vida es ordinaria y mi creación viene de una buena imaginación, pienso, cuestiono e imagino».
En el centro de Tel Aviv, calle arriba, lejos del mar, nos encontramos con Etgar Keret, plácido, tranquilo. Nos cuenta de su mujer, que es cineasta y escritora, Shira Gefen, y de su pequeño hijo. Nos cuenta cómo a él sí le interesa más que la imaginación, escribir sobre las historias que la gente le va contando. También Keret lleva la herida del Holocausto marcada en su historia. Su madre estuvo en el Gueto de Varsovia desde los cinco años y vio asesinar a su madre y a su hermano, y luego perdió también a su padre, quien transportaba armamento en la resistencia polaca. Padeció hambre, tristeza y soledad. Lo mismo el padre de Keret fue un sobreviviente, así que de niño —nos relata— tenía miedo. Tal vez por eso, como en un ejercicio para desdoblar la realidad, inserta elementos mágicos en sus historias, con personajes oníricos como hombres sin cabeza, magos con sombreros de donde surgen animales incompletos, enanos. La literatura es parte de un ejercicio para confesar la impotencia, y para no mentir como se miente en la vida.
Finalizamos nuestra estancia en casa de Yoram Kaniuk, un departamento modesto, él muy mayor, enfermo de un mal incurable pero con una gran energía para relatarnos sus aventuras cuando luchó en la guerra por la independencia del país en 1948. Tras resultar herido, abandonó el recién fundado Estado de Israel para irse primero a París, donde se hizo pintor, y después a Nueva York, donde se dedicó a la escritura y donde se quedaría durante una década. Allí trabó una amistad entrañable con Charlie Parker y Billie Holiday y llegó a venir a México. Generoso y vital nos compartió sus fotos personales y sus pinturas. Nos habló de su literatura, de cómo había ido escribiendo el mismo libro en cada nueva publicación: «Escribo la guerra, no sobre la guerra, escribo cosas terribles sobre las leyes judías; aunque admiro profundamente la cultura judía no soy religioso porque no creo en Dios». Al salir de su departamento en la calle Bilu, escribí en mi libreta de apuntes: «En sus ojos, en su forma de mirar vi que ya está preparado para morir». Un mes después, el 8 de junio de 2013, Yoram Kaniuk, moría, víctima de cáncer.