Conocí la poesía de Adela Fernández gracias a la voz y la lectura apasionada y precisa de Ofelia Medina. Una poesía fuera de los registros conocidos, descentrada, provocativa, marginal.
Hija del Indio Fernández y de madre cubana, nació en 1942. En su condición de mujer pasaba la mayor parte de su tiempo en la cocina. Ahí se hizo artista, confiesa:
«reconozco que en la cocina, desde ahí, me sensibilicé, aprendí la historia de mi pueblo, comprendí su herencia cultural, me hice artista y consolidé mi amor por México» (La tradicional cocina mexicana y sus mejores recetas, Panorama Editorial, México, 1989, p. 9).
Confiesa haber vivido una época en que los artistas de México «desplegaron sus ideales y estallaron las bengalas de su inteligencia» (p. 9). Se vivía el arte. Su padre, indio kikapú de Hondo, Coahuila, nacido en 1904, obtuvo grandes triunfos durante el periodo de oro del cine mexicano. Todo el dinero que ganó en sus películas, en esa mancuerna con Gabriel Figueroa, lo invirtió en la construcción de una impresionante casona en Coyoacán, de arquitectura colonial con ciertos detalles prehispánicos, «La Fortaleza del Indio», donde se filmaban sus películas. A la casona llegaban diariamente no menos de veinte personas, «y en las frecuentes fiestas llegaban de trescientos a quinientos invitados» (p. 10).
Era el tiempo del muralismo: Orozco, Rivera, Siqueiros, Frida Kahlo, María Izquierdo, de otros artistas como O’Gorman, Montenegro, Carlos Mérida, Ana Mérida, Amalia Hernández, Blas Galindo, Carlos Chávez, Silvestre y José Revueltas, Juan Rulfo, Juan José Arreola, González Rojo. Y las estrellas del cine: Pedro Armendáriz, Dolores del Río, María Félix, Columba Domínguez, esposa del Indio.
Adela creció en ese ambiente, con una vida en la que cotidianamente se creaba. «Por sobre todas las cosas se amaba a México. Recuerdo la presencia de mujeres como Dolores del Río, Frida Kahlo, Lupe Marín, María Izquierdo, y tantas otras con cabellos largos, sueltos o trenzados; usaban atuendos indígenas y joyas prehispánicas o de diseños que evocaban a lo maya o teotihuacano… Acompañados de música jarocha o tamaulipeca, con mariachis o guitarras y excelentes voces, se rendía un culto al país; se vestía, se bebía y se comía a la mexicana… En la casa hubo mucha gente de servicio: caballerangos, albañiles, canteros, ebanistas, talabarteros, ceramistas y moneros, y sobre todo cocineras y costureras… Venían de distintas regiones del país y vestían a la usanza de sus pueblos» (pp. 10-11).
Adela escribió varios recetarios de cocina mexicana, recetas que aprendió en el trajín de la cocina de la casona: «de La Merced, mercado principal de la ciudad, llegaban los manojos de flores y los canastones llenos de verdura y fruta. Comenzaba el ir y venir, desyerbando, cortando tallos y arreglando floreros; lavando y mondando verduras. Mujeres hincadas frente a los metates y otras de pie junto a los molcajetes, moliendo moles y salsas, forjaban un ritmo lleno de elegancia y fervor por hacer bien las cosas. Surgían olores sobreponiéndose unos a otros, los de la canela, los del clavo, el chocolate, el cacahuate y el fuerte aroma de los chiles recién asados… Todo era ruido, algarabía, y cuando mi padre entraba a revisar cómo iban las viandas, invadía un profundo silencio nacido del temor y sólo se escuchaban los pies descalzos sobre el suelo y las naguas de aquellas mujeres que se movían con toda ligereza para mostrar y dar a probar de lo que virtuosamente tenían ya cocinado» (p. 12).
Adela Fernández miró el esplendor de una época y creció en un mundo desproporcionado. La época posterior a la infancia ya no fue de grandes esperanzas de un México que se edificaba grandioso. El país que le tocó fue la debacle de toda esa magnificencia no lograda, le tocaron los años de la desilusión, del fracaso del modelo socialista, del esplendor indígena, del México unificado. Vivió la desesperanza de los años sesenta, el deslucimiento de ideales. Vivió una juventud abrumadora llena de sueños irrealizados.
Su condición fue depresiva y masoquista. Su búsqueda entonces la llevó a unirse a grupos de amigos marginados por una sociedad que iniciaba su ruta neoliberal, personas creativas, apasionadas, pero desadaptadas, incendiarias y, por lo tanto, alcohólicas o drogadictas, neuróticas, suicidas. Resultado de estas vivencias, Adela escribió un libro peculiar que fue rechazado en varias editoriales, Híbrido (Laberinto, México, 2011). «Muchos creen que mis personajes son ficticios, que incurro en oscuras fantasías, pero lo cierto es que los escritos de las décadas de los sesenta y setenta están basados en hechos reales, en personajes que tocaron profundamente mi vida» (p. 11).
Pronto se topó con la generación Beat: era un imán inevitable. Un movimiento de rechazo a las guerras mundiales, al Estado, a la sociedad. Había en ellos la sensación de estar golpeados por una sociedad inhumana, además de una sensación de ser inexpertos. Se escribía con símbolos y se echaba mano de los mitos, lejos de la experiencia personal. La autocensura era voraz. Según el neoyorquino Seymour Krim, escritor, editor y promotor de revistas, «El fantasma de la gran ambición de inspiración europea elevó a nuestro grupo a las más miserables alturas y vacíos de la desesperación» (La generación Beat, Bruce Cook, Planeta, 2011, pp. 58-59). Esta autocensura y la epidemia de una creación exuberante lograron extenderse en Norteamérica durante finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta. Además se trataba de un periodo de muertes prematuras: infartos, ataques nerviosos, psicosis.
A finales de los cincuenta y principios de los sesenta, los beatniks, declarados contracultura, abandonan su patria e invaden las playas mexicanas. Adela Fernández cuenta: «Venían dolidos por la guerra de Vietnam y sus patéticas consecuencias; ajenos a la presión del sistema, rebeldes en rechazo al consumismo y a la pobreza espiritual, salieron de su país como si los persiguiera una avalancha de lava. Aparecieron en territorios ajenos y en verdad tenían aspecto de aparecidos, con un aire fantasmal, así de tristes y lastimados se derramaron en los países latinoamericanos» (Híbrido, p. 49).
Para Fernández, este encuentro fue romper las cadenas familiares y las ataduras de los ideales nacionalistas que ya en esa «su época» se empezaban a convertir en folclorismo, «un México dominado ya por la cancerosa influencia del imperialismo yankee» (p. 49). Playas vírgenes, familias espirituales de jóvenes, comunas. «Nos vinculamos con el chamanismo, asistimos a temazcales, en rituales de purificación… mariguana, viajes alucinantes con hongos y peyote apoyados con guías espirituales… Me apasiona la idea de vivir en un nido existencialista… Veo gente dormida, amontonada, tres haciendo el amor, otros comiendo. Algunos están desnudos y un baterista abruma con percusiones ensordecedoras» (pp. 51-53).
Con Burroughs, Kerouac y Ginsberg a la cabeza, el mito Beat llegó a la ciudad de México y, como en otros lugares del mundo, logró adeptos a montones, porque ellos abanderaron el rechazo a una sociedad vendida hasta el cansancio, con el fracaso norteamericano y su historia negra. Bruce Cook explica (La generación Beat) cómo después de la posguerra, cuando parecía que los países caían uno tras otro bajo el dominio del comunismo, en Estados Unidos se vivía la época dorada: era el país más rico, más fuerte, más libre, más virtuoso y más generoso de la Tierra, con una población cuya inteligencia era privilegiada.
La generación Beat creó un antimito para el mito norteamericano de pulcritud, de progreso mediante el trabajo, y de moral protestante-represiva. Contra esto, el movimiento Beat postuló la suciedad, la pereza y sobre todo una moral con principios de libertad y solidaridad, pero sin reglas.
A este fervor y a este peregrinaje se unió Adela Fernández. Así como en todo el mundo, surgió esta influencia de la cultura de la negación, de la mariguana con instituciones, ideología y ética propias. Este movimiento artístico arrasó como ningún otro, y persiste hasta la actualidad en los hippies y sembradores de paz que andan en la actualidad por el planeta.
En Híbrido, la poeta escribe lo que define como «páginas y páginas de puntadas cortas, hilvanes largos, pero al fin y al cabo, testimonio de esta época, de mi vivir tan desordenado» (pp. 57-61):
Más cansados que cuando nos rendimos al reposo
despertamos con el nuevo día tirante.
Olorosos a heridas incurables,
lagañosos por sueños lagrimantes,
cabizbajos con los cuellos rotos,
ladeados o de bruces
empezamos la jornada de vida,
cada uno con la sola esperanza
de ser sí mismo.
[…]
Nosotros cafeteamos envueltos en túnicas [de calma.
Ellos, los autómatas, caminan, se dan codazos
estrellan sus frentes,
continúan de largo.
Rumorosos en pasos granizantes,
sangre en deshielo,
hormiguean los que van a sus labores.
Avanzan sometidos a enjaularse
y ya se escucha
el gemido colectivo
de la voluntad hecha guijarros.
No hay mayor destrozo
que verlos en su cabal condena.
Los rascacielos se van llenando
de tristes autómatas,
progresistas hilarantes,
pobres concesionados.
Víctimas del trabajo y del consumo,
devorados por sí mismos,
mordidos por el sistema
consumidores consumidos.
Su tristeza, cara de moneda;
cara de dólar, su tristeza.
Cafeteamos.
Kai, Eric, Don y yo
Cafeteamos.
[…]
A cada monolítico golpe de conciencia
un sorbito de café negro.
Si vertiginoso está el mundo
nosotros giramos la cucharita del café.
Con el pequeño remolino en la taza,
el corazón entra en movimiento,
tiemblan las arterias de emoción.
Por venas inflamadas
un entusiasmo echa a navegar sus veleros.
Blancos veleros, ligeros en su ánimo
navegan en la densidad de nuestra sangre.
[…]
Entre el puente de los que empalidecen
y los cromáticos que surgen,
la generación Beat toca permanencia,
trasciende son su música y escritos.
Yo soy beat neck, desnucada,
la cabeza ladeada sobre el hombro
y por decepciones entristecida:
estrella de mar que se seca en la playa,
más peregrina que nómada.
Algo nos ensalza: contracultura
[…].