Cuando Muriel Pic me propuso traducir juntos algunas cartas literarias al francés, cartas que Walter Benjamin, entonces corresponsal en París, había escrito a fines de los años treinta a Max Horkheimer, el filósofo y editor de la Zeitschrift für Sozialforschung en Nueva York, tuve mis reparos. Había mucho que hablaba en contra de aceptar la propuesta. Yo había leído muy poco de él. Conocía el trabajo sobre Robert Walser, la Infancia en Berlín hacia 1900 y, por supuesto, el ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, pero tenía la sensación de que mi conocimiento no bastaba para traducir a un autor de semejante jerarquía, a un pensador que había realizado sus investigaciones por fuera de la metodología propia de la academia y cuya existencia, en tanto judío que tuvo que huir del nacionalsocialismo, había estado amenazada al punto de que un día de septiembre de 1940 le puso un triste fin en Port Bou, en el sur de Francia.
Mi relación con el oficio de traducir era de larga data, pero no dejaba de ser ocasional. En la época de mis primeras tentativas por convertirme en escritor había traducido literatura francesa y estadounidense al alemán. Nunca se me hubiera ocurrido publicar estas traducciones. No fueron más que ejercicios que me sirvieron para entrenar el aspecto rítmico y el uso del vocabulario. Pero la traducción de Benjamin debía responder a otro tipo de aspiraciones. Se trataba de una traducción comentada al idioma francés, ajustada a los estándares académicos. Dentro de todo, al contar con Muriel Pic me aseguraba tener a mi lado a una especialista acreditada en el campo de la literatura y la filosofía de entreguerras. Los reparos no desaparecieron. Lo que estaba en juego no era una interpretación, sino precisión y fidelidad al original. Y para lograrlo, desde luego, en primer lugar era preciso comprender lo que Benjamin tenía para decir, y reconocer que en una cantidad de casos que resultaba desalentadora no podía decirlo con certeza. En muchos casos no conocía las referencias, no había leído, o sólo poco, la literatura a la que aludía, sabía sólo de manera muy aproximada quiénes eran los protagonistas de sus cartas.
Todo esto habría bastado, pero se agregó un ensayo del año 1923, que Benjamin había antepuesto a su propia traducción de los poemas de Charles Baudelaire. En La tarea del traductor hace un esbozo detallado de lo que él espera de una traducción. Benjamin escribe que no hay traducción posible que aspire a una similitud con el original en virtud de su última esencia. Esto me sorprendió, para decirlo con moderación, porque ¿no era justamente eso lo que tenía que intentar un traductor? Al fin y al cabo, lo que está en juego es la similitud, ya que una coincidencia absoluta es imposible, porque como dice Benjamin con justa razón, en «Brot» y «pain» lo referido es lo mismo, pero no lo es el modo de referirse a ello. Las palabras transportan un significado más allá de su carácter conceptual: a través del sonido y el contexto en el que se encuentran. Cuando leemos, el significado de una palabra nos llega más por la vía de la sensación que por medio del intelecto. En esto se basa la lengua, que no es un sistema lógico, sino que transporta atmósfera, sentimiento, contradicciones y ambivalencias más allá de las definiciones.
Una palabra no sólo describe una cosa, también relata su propia historia y el desarrollo que experimentó desde su primera puesta por escrito. Lo que designaba la palabra ya no existe, o se transformó al punto de adquirir otro significado. Por más que siga existiendo el pan y sus significados metafóricos, aquel pan preciso que Benjamin comió ya no existe. Benjamin escribe en su ensayo: «Existe una maduración posterior también de las palabras asentadas». Por eso el traductor no debe transmitir ese significado determinado que la palabra tuvo para el autor. Lo que estaría haciendo, en ese caso, sería ignorar el desarrollo, traducir de manera ahistórica, en cierto modo. Su traducción debe tener otra meta, y para Benjamin el punto de fuga de traducción y original era la lengua última, la lengua pura. Aunque es probable que uno no crea como Benjamin en el fin mesiánico de la historia, lo que es seguro es que la lengua se transforma por las experiencias humanas y una traducción sólo puede ser provisoria. Cuando el traductor mide sus experiencias específicas en función de las del autor y su texto, da cuenta del desarrollo del espíritu. No ha de buscar la similitud, sino volver visible la diferencia entre la lengua que tenemos y aquella que deseamos tener.
Acepté la tarea y, en las cartas literarias de Walter Benjamin, Muriel y yo encontramos un mundo que había desaparecido, el retrato de una ciudad, París, y del ocaso de la vida intelectual en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Bajo la presión de las ideologías totalitarias, la libertad del espíritu está pulverizada hace tiempo, el conformismo domina el clima intelectual. Ya no se trata de hacer lugar para el desarrollo de las ideas. Ampliar los límites de lo imaginable no es el objetivo. Ahora se trazan fronteras, se defiende el propio punto de vista, se atrinchera la obra preventivamente contra las objeciones del adversario. Lo que se busca es certeza, no libertad, como consecuencia del miedo a la violencia política. Ya en 1934, en su ensayo Sobre el lugar social del escritor francés en la actualidad, Benjamin había descrito el alejamiento de la sociedad burguesa de sus propios ideales iluministas, de los que esta había surgido. La función de los intelectuales para la burguesía ya no era, según Benjamin, defender sus intereses humanos, es decir, iluministas. Su lugar ya no era el de la ofensiva burguesa, su distintivo era más bien una actitud defensiva. Benjamin da cuenta de estos últimos combates en retirada, de una cultura que se parapeta en un búnker de conceptos establecidos. Y también muestra que pretender protegerse con esta actitud contra la tormenta totalitaria, contra la pasión de los asesinos, es una batalla perdida. Aquella "alianza de la infamia con la ignorancia" que había sido celebrada en Alemania, también está a punto de imponerse en Francia. El vacío que surge por el alejamiento de la burguesía de los ideales de la Ilustración les brinda a las ideologías extremas espacio para el libre despliegue.
La violencia tiene causas distintas a las de los tiempos de Benjamin, pero también domina nuestra conciencia. Mediante una propaganda que apela a la amenaza, se pulverizan los ideales de la Ilustración y junto con ellos la sociedad burguesa de las mayorías. Una sociedad atemorizada hasta la muerte, que ya no está dispuesta a entusiasmarse por sus propios ideales de libertad y humanidad, busca para sí otros espíritus, espíritus malignos. Asusta la frecuencia con que hoy leemos que nuestra situación se asemeja cada vez más a la de la República de Weimar. Con Benjamin se puede aprender lo peligroso que es todo discurso vacío que niega un desarrollo histórico. Una traducción, precisamente también una traducción histórica, no debería ir en busca de similitudes. Sino volver visible la diferencia entre la sociedad en la que vivimos y aquella que deseamos tener.
De Krieg und Liebe (Wallstein, 2018). Traducción del alemán de Martina Fernández Polcuch