Al cumplirse veinte años de la desaparición física de Elías Nandino, entrego este testimonio de la intensa amistad que lo unió con Xavier Villaurrutia; una relación en la que no dejaron de alternarse los papeles de maestro y discípulo.
1. Podría pensarse que Xavier Villaurrutia escogió morir una fría noche de diciembre —a solas, en su habitación— como un acto de íntima coherencia con su poesía. Casi todos los poemas publicados en vida por este hombre inteligente y discreto parecen conducir hacia aquel momento, el instante de hielo en que «la muerte toma siempre la forma de la alcoba que nos contiene». Recuerdo, ahora que escribo estas líneas, las manos delicadas, casi femeninas de Xavier Villaurrutia, cruzadas e inmóviles en sus fotografías, como las alas de una paloma que anticipara el luto blanco, la silenciosa asepsia de la nieve que cae con mansedumbre o duerme un sueño sin tiempo en sus poemas… Y me veo leyéndolo absorto, primero en la breve selección que Octavio Paz preparó para la serie Material de Lectura a mediados de los años setenta, luego en las ediciones originales que conservaba Elías Nandino en su biblioteca y a las que sus alumnos teníamos acceso. Recuerdo las dedicatorias más bien lacónicas, inscritas con la pulcra caligrafía de Villaurrutia, que nada nos dicen de la profunda amistad ni del entendimiento cómplice que existió entre ellos desde que se conocieron en la Ciudad de México: Elías tenía entonces veintitrés años y Xavier acababa de cumplir veinte.
Esas lecturas tempranas dejaron una huella perceptible en mi primer libro, La noche en blanco, que comencé a escribir en 1980 y publiqué tres años después. Reflejo un tanto deslavado de sus modelos ejemplares, hay en mis versos de aquellos años ciertas atmósferas, un andamiaje y un tono que hacen pensar en Nostalgia de la muerte. Un libro en el que Villaurrutia ensaya los plenos poderes de su madurez como poeta y cuya luz nocturna y secreta pasión se me imponían, a mis veintitrés años, con una fuerza extraña. Nandino leía con atención mis borradores, hacía respetuosas y siempre atinadas observaciones y notaba con una mezcla de satisfacción y preocupación —que yo entendería tiempo después— el influjo palpable de su amigo desaparecido.
2. Hombre longevo, de una gran fuerza vital, Elías Nandino sobrevivió poco más de cuatro décadas a su amigo Xavier. De su relación dejó numerosos testimonios dispersos en entrevistas, un puñado de cartas hoy perdidas (conservo, en fotocopia, una de ellas), un hermoso poema, «Si hubieras sido tú», y el relato escueto de su amistad que recogió en el libro titulado Juntando mis pasos, su autobiografía, de publicación póstuma. En este último puede leerse la siguiente descripción: «Xavier Villaurrutia era bajo de estatura, su rostro era cubista: una gran nariz y su risa lo partían en dos medios rostros, y tenía unos ojos grandes, con las pestañas muy largas. Era amable, educado y discreto, no hacía exhibición de su homosexualidad. Tenía excelente conversación; hábil para ofender sin hacer herida e inteligente para defenderse». Más adelante, contra lo que podrían indicar la mayoría de sus poemas, añade: «Xavier era alegre; le gustaban tanto los cabarets de lujo como los de baja clase. Lo cierto es que de todos los del grupo [se refiere a los Contemporáneos] era el más agradable, el más simpático y el que, hipócritamente, era el más sincero. En lo particular, yo lo admiraba». Elías refiere también el hondo interés (podría hablarse incluso de fascinación) que sentía Xavier por el ámbito de la enfermedad y el ejercicio de la medicina. En su calidad de médico cirujano (su reputación en este campo fue siempre intachable), Elías llevó a Xavier a presenciar numerosas intervenciones quirúrgicas. Éste lo acompañaba después a visitar a los enfermos y seguía con curiosidad la evolución de los pacientes, hacia los que mostraba, rasgo muy poco conocido de su personalidad, un ánimo caritativo. Cito a Nandino: «Me acompañaba a visitar a mis enfermos, y yo me daba cuenta cuando a los muy pobres les deslizaba algunas monedas debajo de la almohada». No es difícil suponer que los climas de algunos poemas de Villaurrutia, en los que prevalecen las alusiones a la anestesia, el dolor, el sufrimiento y, por supuesto, la muerte, sean, en parte, resultado de aquellas visitas. Pienso por ejemplo en los primeros cuatro versos de su «Nocturno muerto», en los que se lee:
Primero un aire tibio y lento que me ciña
como la venda al brazo enfermo de un enfermo
y que me invada luego como el silencio frío
el cuerpo desvalido y muerto de algún muerto.
A invitación de Nandino y de sus colegas médicos, Xavier tradujo el célebre «Discurso a los cirujanos», de Paul Valéry, al que dio lectura, contaba Elías, en una reunión memorable.
3. Sueño, noche, silencio, nieve, alcoba; soledad, angustia, miedo, enigma, nostalgia, son, entre otros, vocablos que apuntan a su disolución en uno solo que los comprende y los resume. La muerte como tema capital en la temprana madurez de la poesía de Xavier Villaurrutia, vendría a serlo en la etapa medular de Elías. Influencia, sin duda, del primero —más culto, más refinado, más contagiado por la estética del romanticismo francés—, pero también un impulso genuino, una preocupación auténtica de Nandino, quien ya en su niñez había escrito sus primeros versos a raíz de la muerte de Beatriz, la más joven de sus hermanas. Xavier lo entendió así y, aunque veía con cierta reticencia la vocación poética de su amigo médico, no dejó de considerar legítimos sus esfuerzos. En 1934, al redactar el prólogo de Eco, un libro de sonetos de Elías, anotó: «Este hombre que, en una palabra, vive y, sin tener una conciencia lúcida de su deseo, quiere verse vivir, se llama ahora Elías Nandino. Yo lo he visto sostener, alternativamente, el lápiz del escritor y el bisturí del cirujano; escribir y operar; escribir con fiebre y operar con frialdad. La intuición luminosa y certera, la razón clara y fría, la mirada rápida y profunda, la mano firme y delicada de un cirujano salvan y prolongan la vida de un cuerpo enfermo, pero anestesiado, sumido en una muerte provisional. Sólo el poeta opera en un cuerpo sensible. Sólo el poeta corta en carne viva. Ese cuerpo sensible, esa carne viva son los suyos». Las líneas finales de este texto, una pequeña joya de la prosa villaurrutiana, son reveladoras en la medida que anticipan la poesía que su amigo habría de escribir muchos años después, cuando al «auscultar en su propio tronco ardiente» extrajo «los ligeros pájaros y los seres marinos que el hombre ha ido ocultando en el hombre». Cierto, los libros de poemas publicados por Elías en la postrera etapa de su vida: Cerca de lo lejos, Ciclos terrenales, Banquete íntimo —particularmente este último— dan cuenta de una vuelta hacia sí mismo y hacia sus espacios más preciados: el pueblo natal, el mar y su nostalgia. Son libros poblados, efectivamente, de seres alados, terrestres y marinos.
4. Poco después de la muerte sorpresiva de Xavier, Elías —lo relató él mismo en diversas ocasiones— tuvo una experiencia de orden profundamente misterioso. Estaba a punto de quedarse dormido cuando oyó que tocaban a la puerta. Fue a abrir, era Xavier. Lo hizo pasar y conversaron largamente. En cierto momento, Elías quiso apoyarse en su amigo para ponerse de pie. Su mano se hundió en el vacío. «Entonces», cuenta, «como quien sale de una profundidad llena de agua, salí a flote de mi sueño para recuperar la respiración». No dejo de relacionar este suceso con otro poema de Villaurrutia, el «Nocturno en que habla la muerte», en el que se relata la manifestación repentina de esta presencia incorpórea, que amonesta al poeta con versos memorables:
Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:
estoy tan cerca que no puedes verme,
estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.
Nada es el mar que como un dios quisiste
poner entre los dos…
Por su parte, a raíz de este suceso, Elías escribió el poema que mencioné líneas arriba. Es un fino homenaje al amigo y un recuento del «amoroso asedio» con que los arropó, convirtiéndose en el santo y seña de sus vidas, la amada inmaterial.
Si hubieras sido tú, lo que en las sombras, anoche,
bajó por la escalera del silencio
y se posó a mi lado…