Visitaciones / Dí­as en Laguna II / Jorge Esquinca

Visitaciones / Días en Laguna II / Jorge Esquinca

Vuelvo andando a casa por la noche. Apenas el rumor de mis pasos sobre la calle empedrada. Aspiro a mis anchas el olor de un jazmín cercano. De pronto, bajo la luz ambarina de los arbotantes, los distingo. Son tres perros que, escalonados en formación casi triangular, me cierran el paso y, conforme me aproximo, pelan los dientes y gruñen amenazantes. ¿De dónde salieron? Surgidos de la nada nocturna, son tres cancerberos de lomos erizados que, al verme avanzar, transforman sus gruñidos en ladridos estridentes. Me detengo. ¿Qué hacer? ¿Vuelvo sobre mis pasos y pido un provisional refugio en casa de amigos? Es demasiado tarde y, además, no he de permitir que estos guardianes de las sombras me impidan llegar a mi propia casa. Alzo los brazos lo más alto que puedo sobre mi cabeza, tal como hace tiempo, en una situación similar, me enseñaron mis amigas bailarinas; con ello, se supone, uno agiganta su estatura y les muestra a los canes una postura de fuerza. Pero nada sucede y el perro que encabeza el inminente ataque se adelanta, viene directamente hacia mí. Un escalofrío me recorre de pies a cabeza. Sin más pensarlo recojo una piedra de buen tamaño y la arrojo, con todas mis fuerzas, en dirección al líder. No lo golpea, pero aterriza muy cerca y al hacerlo emite una chispa y un trueno como el de un meteorito salvífico. Los tres perros huyen en desbandada hasta perderse en la zona más umbría de la noche.

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Es casi imposible encontrarla de noche, o cuando llueve. Tiene una edad difícil de adivinar, pero, desde la primera vez que la vi, echada cuan larga es —no demasiado— en la angosta banqueta, al rayo del sol, me pareció que debe de ser todavía una mujer joven. Lleva la cabeza rapada, cubierta con una gorra, viste sudadera y pantalones muy holgados, tenis que alguna vez fueron blancos. No siempre está bebiendo, aunque la he visto llevarse a los labios restos de una botella o una lata de cerveza. Está siempre bien abrigada, aun en verano. Y sonríe. Una vez, por la tarde, la encontré parada en el quicio de la abarrotera; miraba fijamente el televisor donde transmitían una carrera de automóviles. Al entrar la oí decir, en voz apenas audible, «Qué bonitos » , como entendiéndolo todo, como disfrutándolo. Otra vez la encontré caminando, muy quitada de la pena, sobre la calle principal. A sus espaldas una camioneta del servicio postal, que parecía no haberla notado, se echaba en reversa; la tomé del brazo y la aparté del camino. Ella continuó. Al llegar a la esquina se volvió hacia mí y, mirando al suelo, musitó «Gracias » . No he querido averiguar su nombre. Prefiero referirme a ella como La Iluminada. ¿Me animaré a hablar con ella algún día?

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Lluvias de verano que, por un singular exceso, se prolongan en este otoño. Las nubes se apoderan de los cerros que circundan Laguna. El Cerro de García, con ser el más alto de la ribera, se somete al embrujo que lo oculta. No deja de llover en este noviembre, son días de quedarse en casa, leer a ratos y mirar el jardín. Dice Pascal Quignard que Dios —encarnado, mucho después, en su hijo— fue el primer jardinero. ¿No en balde el Edén fue un jardín regado por cuatro ríos? Magdalena confunde al resucitado con un jardinero… La calle que desciende hasta mi casa es ahora un río. El pato y la pata entran y salen. Creo —nada me cuesta creerlo—que me han tenido confianza y se aproximan a la puerta de casa que da acceso al jardín. Más aún, se zambullen en el agua lodosa de los setos anegados que justo afuera bordean los ventanales, rebullen con los picos y entablan una singular conversación —o eso parece— entre ellos. Han crecido, y el pato es ahora quien conduce la marcha. Ella lo sigue, como apurada. No quiero alejarlos, me muevo sigiloso y tomo mi pequeña Canon digital. Mientras apunto, sucede lo siguiente: el pato mueve su cabeza sobre la de ella, sin tocarla, de arriba hacia abajo, es una acción que puedo interpretar como un sí. Ambos graznan, están muy cerca uno del otro. La pata se encoge, baja la cabeza y en un instante el pato está encima de ella. La cópula dura segundos. Luego se retira, se esponja y bate las alas. Ella lo sigue y juntos, bajo la lluvia incesante, vuelven a fugarse hacia el otro extremo del jardín.

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He visto el doble arco iris. Una lluvia finísima lo hizo aparecer hacia el noreste. ¿Es un buen augurio? Tal vez. Lo cierto es que la tradición ha visto en él un complemento de la mítica Arca. El medio círculo que hacía falta para cerrar un pacto y completar la nueva alianza. ¿Y qué vendría a ser entonces el duplicado despliegue de sus colores? ¿Una confirmación? ¿Un sello? Todo el jardín se viste de un vivo resplandor donde un raro silencio impone su presencia. Hacia el suroeste, a través de la serenísima Laguna, el sol se pone y el Cerro de García reaparece ante la mirada con su silueta de mujer dormida. No es difícil advertirlo: se trata de una mujer recostada boca abajo; es posible advertir la línea de la espalda que se sumerge apenas y resurge de inmediato en la elevación de las caderas, baja dibujando los muslos, da forma a las pantorrillas y se pierde luego entre sombras arbóreas al igual que la tupida cabellera, tan oscura como la escarpada cuesta de la montaña. Algunas veces, el muchacho que fui emprendió el ascenso desde San Luis Soyatlán. Nunca completamos los dos mil setecientos metros de su cima, pero durante la ardua caminata podíamos notar, de cuando en cuando al volver la vista atrás, los cambiantes reflejos de las aguas, sólo calmas en apariencia, muy semejantes a los que nos parecía advertir en los ojos de las muchachas con las que ya, desde muy temprano y para siempre, comenzábamos a soñar.

 
 
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