Sigilosos v(u)elos / Una excursión o viaje hacia las aguas del sueño / Verónica Grossi

Sigilosos v(u)elos / Una excursión o viaje hacia las aguas del sueño / Verónica Grossi

El lenguaje nos remite a algo que el conocimiento no es capaz de absorber: ¿será el lenguaje otra ilusión de los sentidos ?

Lo peor son ciertas mezquinas perturbaciones
      cotidianas: lo desmienten todo. No salir de la luz festiva…

Sin embargo, no se produce
      la sensación de «retorno al hogar » .

Imre Kertész

A veces abrimos la boca y sentimos el aire fresco en la punta de la lengua. Aspiramos y queremos decir algo en el momento intersticial en el que despertamos y nos acordamos de la imagen de un sueño que se resbala de la esquina del ojo con colores y superficies en movimiento, oscuros pasadizos, planicies, arboledas, estrechos caminos al borde de una playa azulada y circular. Abrimos más la boca y aspiramos el sabor del aire, dulce o salado quizá, para intentar soplar una palabra fresca, nacida de la calidez del recuerdo que se esfuma para no volver, aunque intentemos comprimir los ojos, guardar con las pestañas ese caleidoscopio interior, ahora un ovillo desvaído, evaporado en pura blancura. Sobre la planicie de la mirada, aún soñolienta, ya atenta a los murmullos exteriores, buscamos una palabra que nos proyecte hacia el horizonte desconocido del nuevo día, su ritmo y su secreto, sus tonalidades irrepetibles de luz. La palabra entonces se arrellana poco a poco como pensamiento en cierne, se despereza para ocupar gradualmente el espacio, esparciendo, como por obra de magia, un universo de sensaciones delicadas, de invisibles ondulaciones que nos tocan como la música.
      El cuarto se convierte en un escenario viviente: muñecas engalanadas entre frascos de perfumes; duendecillos traviesos que trastocan anillos, hojas, plumas. Comienza un murmullo de coloquios con orquídeas y otras flores enclaustradas, y también con algunas avecillas extraviadas en la madeja deshojada de los árboles.
      Es imposible quedarse quieto en el mismo sitio porque los sonidos del día van creciendo. No queda nada de la carátula convexa del ojo que traspasamos la noche anterior para vivir otra vida, más intensa y quizá más real. Querríamos regresar, cruzar el umbral del párpado, mojarnos en sus aguas, mientras vivimos otras experiencias. Pero la frontera es infranqueable. Rostros
      bien delineados, de palpitantes gesticulaciones y miradas fijas, vigilantes, emiten con voz traslúcida largas frases pausadas, de una precisión perturbadora, envolviéndonos acariciantes, o bien sacudiéndonos en ecos agudos hacia la lejanía, un expansivo laberinto de cristales, quedando todo sepultado al despertar bajo un vaho gris.
      Salimos sin embargo empapados de los cristales giratorios de los sueños donde se refleja un mismo viaje atávico, familiar, a través de jardines o playas que dan a un mar amenazante, en donde los colores adquieren prístinas tonalidades.
      Intentamos volver por la palabra, desde el exilio del día y sus «bélicos clarines», como diría Sor Juana, a pesar de la frágil memoria, a ese repetido periplo por el paisaje interior.
      («Mi nebulosa inquietud genera una nebulosa serie de imágenes: me prolongo en algo, me entretengo, por ejemplo, emborronando un papel con un utensilio de escribir, y esta actividad solitaria finalmente me tranquiliza. ¿Pero qué intranquilidad rebullía en mi interior?»: Imre Kertész).
      Volvemos entonces a los cristales giratorios de los sueños en una especie de vuelo descendente. Abrimos el portón de madera y entramos a un amplio jardín floreado. El césped es verde brillante, chirría como un canario en perfecta disolución con un verdor que apacigua. Son tantas las macetas y los colores de las flores que nos detenemos a contemplarlas. El regocijo comienza. Las buganvilias trepan por los muros blanqueados de cal. Los pies disfrutan de la calidez de terracota que nos guía por un camino bien trazado, en armonía con las hermosas triangulaciones del césped, hacia la puerta de la entrada. Estamos ya a salvo. Es la inauguración del ingreso familiar al hogar o fogón primordial. Giramos felices con los brazos abiertos para aspirar el aire fresco, perfumado, y apreciar en círculo la plenitud del espacio. El presente se detiene. Estamos en el comienzo. Hemos alcanzado nuestro destino, nuestro esplendoroso albergue. La felicidad.
      («Nuestro amor era como un niño sordomudo que corre riendo y con los brazos abiertos y cuyos labios se tuercen poco a poco en un rictus de dolor, de llanto inminente, porque nadie lo entiende, y él no encuentra el objetivo de su carrera»: Imre Kertész).
      Me traslado repentinamente a la planta alta, mi recámara, desde la cual puedo observar en toda su anchura el barranco, sus bosques húmedos, sus riscos color sepia. Estoy en el rincón más privilegiado del mundo. Ahí donde los caminos se entrecruzan para entonces poder escalar y desde la habitación propia observar un panorama infinito, pletórico de secretas fragancias y diáfanas historias que esbozo a pulso con plácida fluidez. Este lugar me pertenece. Mis pensamientos se extienden para florecer en danzantes ondulaciones hacia las corolas lejanas de un paisaje sublime.

Volvemos a la sala familiar. Todo está iluminado por el sol del mediodía. El fulgor llega a su cima para desplomarse por el cristal. Encandilados, miramos el inmenso ventanal que abarca una pared, ya en llamas. A través del cristal, el jardín; al fondo, la pared limítrofe, bordeada de macetas. Afuera, en la geometría de la terraza, se recorta el mismo césped, con la viveza de la verdura perfectamente recortada, diseminada en delicadas pinceladas por las figuras que traza la baldosa. Todo relumbra en colorido supremo. Quedamos absortos, en completa perplejidad, frente a esa luz que raya con fiereza en angulosa forma el piso de la sala. No conocemos todavía el peligro. Esforzamos la mirada a la lejanía y nos tranquilizamos al detenerla en el muro blanco, alto, abrazado de enredaderas floridas, rabiosos rubíes dorados. Con la electricidad del regocijo alcanzamos, hacia la altura, a través del mismo ventanal, la cerúlea cúpula del cielo. El contraste entre la azulada redondez y la sinfonía de carmesíes nos desborda los sentidos, acicateando el deseo de llegar más allá. Abrirnos al horizonte. Desvivirse por avizorar la otra orilla, el contorno índigo de las montañas. Ese borde distante se torna de un momento a otro, repentinamente, en un ceremonial ineludible, en un verde intenso, un verde vidrio aullante, que raspa con su creciente grosor la superficie del cielo, ya desteñido. El muro blanco del jardín se desploma ante el bramido. Alcanza la espuma la altura mayor de la colosal ventana. Parálisis frente al presagio del desastre. No entender. Sin poder enunciar palabra. Nos desperdigamos. Sin intentar asirnos. Flotando, abrazados de columnas. Perdimos nuestro rostro y nuestro nombre. No sabemos quiénes quedan. Con terror entre fragmentos. Salir a flote, evitar el ahogo, la violencia de las aguas, la creciente marejada. Respirar, aspirar. El aire fresco en la punta de la lengua.

 

           Imre Kertész, Yo, otro. Crónica del cambio, Acantilado, Barcelona, 2002, p. 116.

           Ibid., p. 105.

           Idem.

           Ibid., p. 117.

    Ibid., p. 142.

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