Viene una ola

Daniel Villegas

(Puebla, 1996). Estudio filosofía y cine. En 2020 publicó el ensayo El ángel necesario de Wallace Stevens en la Revista Levadura.

—¿Viste a dónde fue Gerardo Saúl? —pregunta Maya, buscándole entre las personas.

—Nena, tengo que escuchar mi nombre.

El padre de Maya está sentado a su lado, en silloncitos de cuero naranja y blanco. Por las bocinas, los empleados de la Secretaría anuncian los turnos. Algunos atienden sus celulares. Otros permanecen levantados mirando de vez en vez hacia una persona o hacia la nada, hasta escuchar su nombre, para levantarse y hacer lo que se les indica.

—Ahí es donde sacan las fotos, ¿verdad? —le pregunta una mujer.

—Sí, sí.

La mujer camina de prisa hacia allá. Por las bocinas se escucha: «Mariel Martínez Moreno, ventanilla 1».

—¿No quieres ir a jugar un rato? —sin mirarla.

—Bueno…

Maya se levanta, deslizándose; camina hacia los juegos. Una niña se mece con ahínco en una abeja sostenida por un resorte. Otro corre por el área perseguido de uno más. Otra baja por la resbaladilla lento. Otros se vuelcan al suelo riéndose. Maya sube por los escalones. Detrás, un niño también sube.

—Apúrate, niña —le dice.

—Me llamo Maya. No me voy a apurar.

El niño la empuja; se desliza por la resbaladilla; camina, con la misma inercia, hacia un caballo de plástico. Maya baja de un salto los escalones. El niño sube al caballo; se mece mirando de frente. Maya lo empuja desde el costado, tirándolo; el niño grita, cabeza en el suelo, mientras se levanta su padre. Sin ser vista, Maya se desplaza a la otra área de juegos.

Mira el uniforme azul del policía caminando hacia la salida. Le alcanza antes de que salga. 

—¿A dónde vas, Gerardo Saúl?

Gerardo voltea sorprendido.

—Al baño —ya sin verla.

—Voy contigo.

—No, debes quedarte ahí dentro.

Caminan entre hileras de gente esperando detrás de las vallas.

—Ahí es aburrido.

—No puedes venir conmigo —negando con la cabeza.

—¿Cuántas veces has disparado? —mirando su pistola.

—Varias.

—¿A cuántos ladrones?

—A ninguno —la mira.

Han superado el gentío de la Secretaría. Continúan por la plaza.

—¿Los alcanzaste corriendo?

—No. No he perseguido a nadie corriendo.

—Qué lástima. Lástima es cuando lamentas que no haya sucedido algo —dice, segura de sí misma.

—Tienes que regresar.

Maya le toma la mano, ágil y amable. Gerardo la sostiene.

—Quiero que me vayas a dejar al carrusel —pide.

Una mujer que sale de una zapatería les mira. Deja de hacerlo cuando la llama su acompañante desde el interior.

—Págame una vuelta.

—¿Cuánto cuesta?

—No sé.

Gerardo le da un billete.

—Ten —reteniendo su mirada.

Maya lo guarda.

—Se me antojó un helado de yogur, Gerardo Saúl.

—Con eso te alcanza.

—¿Tu radio suena?

—La apagué.

—¿Me la prestas?

Gerardo se la pasa.

—Aquí Maya, caminando hacia los helados de yogur, junto con Gerardo Saúl.

Se la devuelve.

—Aquí Gerardo Saúl, caminando hacia los helados de yogur, junto con Maya.

Bajan por las escaleras eléctricas. Maya se ríe. Gerardo le pasa la radio.

—Aquí Maya. Gerardo Saúl es muy divertido. Divertido es cuando te ríes y no te aburres. —Sus reflejos descienden en los vidrios de los locales.

Maya voltea a ver a la persona que viene detrás. Se ríen el uno con el otro.

Maya le devuelve la radio a Gerardo.

—Ahí están los helados. —Señala con el dedo.

Caminan hacia allá. Maya le suelta la mano antes de llegar.

—Dame un helado en vaso de plástico, por favor. Quiero dos sabores.

El empleado inquiere a Gerardo buscando aprobación.

—Quiero que tenga piña y coco —con la vista en el interior del estante. Voltea hacia Gerardo—. ¿Quieres agregarle algo más?

—No, princesa.

El empleado sirve el helado. Se lo da a Maya. Luego mira a Gerardo.

—Son sesenta y cinco pesos.

Maya le aproxima el billete. El empleado abre la caja y le devuelve el cambio. Maya lo guarda.

—Ahora vamos al carrusel.

Caminan hacia el carrusel. Maya come helado.

—¿Quieres? —ofreciéndole el vaso.

—No, princesa.

Hay una fila donde otros niños y adultos esperan su turno. Se forman.

—Me he subido unas veinte veces y nunca se vuelve aburrido —con helado en la boca—. Aburrido es cuando no puedes decidir qué hacer.

Gerardo se agacha de frente a Maya; le limpia el yogur de la boca con el índice.

—¡No hagas eso!

Maya da unos pasos hacia atrás, obviamente disgustada.

Gerardo se chupa el costado del dedo con los restos de yogur. Las personas de la fila voltean a mirarlos.

—Adiós, Gerardo Saúl. Gracias por el helado —dejándolo en el suelo, con la cuchara dentro.

Maya corre hacia las escaleras eléctricas.

Gerardo se dirige hacia el baño. Durante el camino, abre y cierra el botón de la funda de la pistola

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