Victoria [fragmento] / Sami Michael

 Nunca se había atrevido a alejarse tanto de su casa sin la compañía de un hombre. El ímpetu desbordante del río embravecido hacía temblar el puente colgante bajo sus pies de tal modo que le pareció que se desprendería de sus cadenas para entregarse a la turbia correntada. Cuando se izó la bandera verde en lo alto de la torre en la lejana orilla, se interrumpió el paso de vehículos que venían de atrás y durante un breve lapso se vació la calzada, y, movidos por una momentánea sensación de libertad, casi de libertinaje, bajaron las masas de transeúntes congregados en sus márgenes y no volvieron a apretujarse sobre la acera sino hasta que tronó la bocina del primer automóvil que venía enfrente. Victoria no se atrevió a bajar de la acera. Los conductores de los vehículos se veían ansiosos por atravesar el ondulante piso del puente, y obligaban a las diligencias y a los carros de carga que venían en dirección contraria a azuzar a los caballos espantados, hasta que la circulación se confundía con una azarosa huida. Los carreros se veían obligados a bajar y tomar a los caballos por el freno, dejándose llevar por su desbocada carrera. Victoria oía el clamor de las herraduras y la velocidad de los pies descalzos al ritmo de la agitada respiración de los fornidos carreros, y veía las cabezas de los caballos en franco retroceso y la blanca espuma que salía de sus fauces, y tuvo que frenar el impulso de dejarse llevar junto a ellos. Volvió a sentirse mareada, y su burka de seda negra se empapó de traspiración. Y el rugiente río seguía golpeando contra las balsas. Unos pocos subieron al puente porque realmente debían llegar a la otra orilla; la mayoría venían a vivenciar la excitación. Efectivamente, se respiraba en el aire una creciente tensión de desastre próximo. Ese puente frágil no resistiría el embate del iracundo río. Victoria estaba convencida de que ella era la única mujer que atravesaba el puente sola. De hecho no pensaba llegar al final. Antes de salir de su casa se puso la burka y se cubrió la cara con un velo negro, y sobre ése, otro velo más para que nadie viera sus lágrimas. Ciertamente no pensó que se toparía con tanta gente. Creyó que el puente estaría vacío, cual soga de ropa sobre una terraza desierta. Siempre la habían fascinado los pájaros solitarios que esconden sus cabezas sobre las sogas como sopesando la posibilidad de batir sus alas y volar, o estrechar sus plumas y caer al suelo. Jamás había visto un pájaro cayendo por propia voluntad. Pero había oído decir que hay personas que lo hacen.

     Varios hombres ya se habían percatado de que estaba sola, y, amparados por el hacinamiento, metían los dedos en su carne, uno de ellos le clavó en el culo sus hábiles dedos, curvados como ganchos, y su áspera voz se hizo oír a oídos de su compañero: «La partí». El dolor fue punzante, pero en esa aglomeración no podía zafarse de las manos atrevidas.

     Pero más le temía precisamente al río, y hacia él se dirigía.

     Otros dedos ávidos se introdujeron buscando sacar tajada de su carne. Ella temía reaccionar. Si giraba la cabeza estaría desafiando a sus atacantes. He aquí uno que apretaba su miembro contra ella. Un grupo de gente espantada por un caballo empujó y lo arrancó de encima de ella. De reojo vio la sonrisa con que la miraba. Precisamente un judío, borrado sea su nombre. ¿Acaso Rafael también mete mano así? La respuesta era clara. Si gozaba dándole palmadas en el traste, cuyo alegre sonido le obnubilaba los sentidos, y si había mujeres que se atrevían con él y a veces volvía al patio lleno de moretones y rasguños como si hubiera salido de una maraña de yuyos, ¿por qué pensar que guardaba las manos en los bolsillos? Con lágrimas renovadas lo maldijo para sus adentros. Su carne dolorida por los pellizcos de ajenos añoró el estremecimiento ardiente que él sabía despertar en ella. Agoniza, se dijo, y no está bien blasfemar contra él. Quizás ya haya muerto ayer, y si no, probablemente hoy. Seguramente mañana. Hombres más recios que él vomitaron sus pulmones hasta desvanecerse. El esmirriado Rafael es presa fácil para el codicioso mal.

     No sabía qué hacer. Había salido de su casa para ahogarse en el río y ahora sus instintos clamaban por el contacto de un traidor. La masa de gente no le permitía pararse y apoyarse sobre la baranda para pensar un momento, y se preguntaba qué habría de hacer una vez que se acabara el puente. Desde el momento en que el automóvil que conducía a Rafael hacia el Monte del Líbano desapareció en el polvo de la nada, la acuciaron los interrogantes. Las respuestas en boca de su madre, Nagia, eran malvadas. Ella odiaba a Rafael desde que era mozo, a pesar de que él nunca había reparado en ella. Su madre se apartaba de todos los vecinos del patio con hondo desprecio. A su marido, Azuri, el padre de Victoria, le temía como un alumno apocado teme a su severo maestro. Ese gigante prepotente, que disfrutaba de su condición de autoridad solvente, administraba honesta y abnegadamente la tienda de comercio de la familia. Su hermano mayor, Yehuda, que era observante y se dejaba crecer la barba, era demasiado enfermizo para cargar con el yugo del sustento. Eliahu, el padre de Rafael y el menor de los hijos de Mijal, no se adaptaba a la rutina gris. Después de haberse extralimitado subrepticiamente en el uso del dinero de caja, sus dos hermanos cancelaron la sociedad con él y le ayudaron a abrir un modesto taller de encuadernación de libros. Cuando hubo acumulado algo de dinero contante y sonante, se alquiló una cabaña en una de las plantaciones y se encerró allí con el hermano de Nagia, Dahud, el intérprete de qanun, y ambos perdían la noción del tiempo en el regazo de las prostitutas hasta el último centavo. Al cabo de varias semanas, volvía al patio agotado y con los ojos enrojecidos. En la víspera de Pesaj, a veces llegaba casi hasta Shavuot, quebraba y huía de sus acreedores. Cuando lo atraparon, asumió su castigo y abandonó la amplia habitación contigua a la habitación de servicios de la familia de Victoria. Él, su mujer y sus hijos se trasladaron a una piecita sin ventana en la planta baja. Una tela de arpillera de bolsas hacía las veces de puerta. Muchos años antes, la piecita había servido de depósito de telas, en la época en que Mijal, la madre de los tres hermanos, mantenía un exitoso taller de costura de uniformes para el ejército turco. Eliahu sucumbía. Cuando se enteraron de que había hecho causa común con el sereno del negocio para robar varios rollos de seda cara, Azuri y Yehuda lo trataron misericordiosamente. Él volvió a asumir su falta y dejó la humilde piecita para mudarse con su familia al sótano. Sus hijos pasaban hambre junto a los ratones, en invierno se congelaban y en verano salían despedidos del ambiente asfixiante al implacable sol de la calle. Sus hijos e hijas estaban marcados por la deshonra y se movían en la casa como inmigrantes en tierras hostiles.

     Un día ascendió Rafael de las oprobiosas tinieblas del sótano con un extraño disfraz, y pasmó a mujeres y niños. Llevaba la cabeza descubierta y su cabello lucía con un brillo metálico, peinado con raya al medio a la manera de los asesores alemanes de las autoridades otomanas. El traje blanco también era una extravagancia. Debajo del cuello de lana de camello y capa a rayas usaba el saco corto y los pantalones ajustando sus miembros delicados con la misma blancura de las mortajas que hacía tiempo ya se había preparado la abuela Mijal. Los bolsillos del traje eran evidentes y quedaban al albedrío de cualquier mano avezada, contra la usanza de los judíos observantes, que disimulaban sus bolsillos entre los pliegues de sus túnicas. En otras circunstancias, las mujeres jóvenes del patio compartido se habrían reído a carcajadas al ver el fulgurante bastón que izaba en su mano, pero quedaron perplejas y algunas deslizaron sus manos instintivamente a su bajo vientre a pesar de que aún no era un hombre hecho y derecho. Entonces exigió que se le sirviera el desayuno en el balcón que mira hacia el patio interno, y a pesar de que aún no era víspera de Pesaj, sino un día de verano como cualquier otro, ordenó que lavaran y cepillaran la mesa y utilizaran utensilios refulgentes. Cuando advirtió una mancha sospechosa en el borde del plato que su madre le pusiera delante, se levantó y vació su contenido en la basura. El tío Yehuda solía levantar migas enmohecidas del polvo de las callejas, las besaba y las guardaba en las grietas de las paredes para que no fueran a ser pisadas por pie alguno. Por eso los ojos se detuvieron fijamente en Rafael, arrojando comida consagrada a la basura, y quedaron expectantes de que lo partiera un rayo. Cuando su hermano Asher se atrevió a protestar y su hermana dejó oír un aullido, Rafael los condujo a ambos al medio del patio y los paró descalzos bajo el abrasante sol sin quitarles los ojos de encima hasta que sangraron.

     El patio de la casa, siempre colmado del bullicio de mujeres y niños, se silenció. Nagia, la madre de Victoria, oyó los gritos del alfarero de la calleja, pero quedó paralizada con los trozos rotos de la fuente de porcelana china en sus manos, con los ojos fijos en el albo traje de Rafael. La abuela Mijal, recostada en su alfombra junto a la baranda del segundo piso, llamó al muchacho del peinado de asesor alemán. Ella no era una anciana cualquiera a quien se le reserva una banqueta en el rincón, destino de las criaturas que se empeñan en vivir más de la cuenta. Los vecinos de la calleja recordaban sus días de gloria y los llamaban genéricamente «familia de Mijal». Yehuda también se sometía a su mando y sembró en el corazón de todos un respeto reverencial hacia ella. Cuando llamó a Rafael para que subiera hasta donde ella estaba, se oyó el zumbar de las moscas en el silencio. La abuela y el nieto conversaron en voz baja, y después el muchacho bajó las angostas escaleras con los ojos brillantes. Victoria y Miriam, la hija de Yehuda, estaban paradas una al lado de la otra. Tenían alrededor de diez años. Algo intenso poseyó a Victoria y notó que lo mismo conmocionaba a Miriam. Amor era una mala palabra incluso entre marido y mujer, pero de pie sobre las gastadas baldosas del viejo patio en que la propia abuela Mijal había crecido, y luego los tres progenitores, el patio que supo de muertes repentinas y tantos nacimientos, de pie allí, hombro a hombro con Miriam, supo que había madurado y era una mujer.

     Durante todo ese lapso, la piel y las plantas de los pies de Asher y su hermana se calcinaban al sol. Nagia estaba parada detrás de Victoria y de Miriam. A pesar de ser la esposa del sostén principal del patio, se conducía como una sirvienta marginada. Las grietas de las palmas de sus manos, llenas del hollín del humo de la cocina, sus pantuflas rotas y su vestido gastado. En sus lindos ojitos corría la mirada oscura de los perseguidos. En cambio Aziza, la mujer de Yehuda y madre de Miriam, era la bella del patio, es decir, de piel clara y entrada en carnes. Cuanto más se abocaba Yehuda al estudio de los libros sagrados, a medida que su barba plateaba y le otorgaba un halo espiritual mucho más elevado que las banalidades del patio, más se dejaba tentar Aziza por los placeres de la vida. No reprimía su risa estentórea como las mujeres decentes, le gustaban los chistes subidos de tono y las comidas que ostentaba en su mesa eran una tentación para los ojos. De no haber sido por las sustanciosas comidas con que alimentaba a Yehuda, se comentaba en el patio, ese hombre enfermizo habría muerto hacía rato. La mesa de Nagia era pobre y sucia, las cucharas torcidas y la carne chamuscada. A veces se olvidaba la ropa en la soga, de modo que las camisas de Azuri se rasgaban con el viento, y alguna mano codiciosa robaba las túnicas de los niños. En vísperas de Sabbat, Azuri, que gustaba vestir con elegancia, le pegaba en la cabeza y se iba a la sinagoga con la ropa agria de sudor. Las sábanas bordadas de Aziza despedían aroma de jabón y sol, y las de Nagia, desordenadas y arrugadas como si hubiera correteado sobre ellas una familia de ratas.

     Los primeros días de la enfermedad de Yehuda, los de la casa supusieron que su suerte estaba echada. Durante meses se oían sus gemidos que no dejaban descansar a los vecinos. Él rezó a su Creador que lo redimiera de sus tormentos. La náusea llevaba a Aziza a vomitar sobre el techo intermedio, y la gente se compadecía de ella y le agradecía su abnegado sacrificio junto al hediondo lecho de enfermo de su inmaculado marido. Nagia no se conmovió. Tenía una especie de sonrisa profética dibujada en sus labios, y la gente pensó que estaba débil mental, atolondrada por los golpes que soportaba, primero de parte de su padre, que en paz descanse, luego de su hermano Dahud, el intérprete de qanun, y ahora de su marido. Otras mujeres estaban convencidas de que su sonrisa tenía poderes. Mientras Yehuda sobrellevaba su sufrimiento, el vientre de Aziza se iba hinchando. Nagia no lo decía con todas las letras, pero dio a entender que su marido tenía que ver con eso. Las malas lenguas no le quitaron el ojo de encima al vientre que Aziza ostentaba orgullosa, hasta que dio a luz a Miriam tras los yermos años transcurridos desde el nacimiento de Ezra. Nagia no ocultaba su desdén por la bebé. Ese mismo mes ella dio a luz a Victoria. Los rumores no opacaron la radiante alegría del semblante de Aziza. Cuando Nagia se demoraba en el mercado, ella tomaba a ambas criaturas, las prendía de sus blanquísimos y cargados pechos y alimentaba a ambas con su abundancia. Las dos niñas crecieron como mellizas, muy unidas, y con los años la relación entre ambas se fue estrechando y fortaleciendo a través de amores y enconos. Las dos rechazaban con una sonrisa la suposición de que fueran hermanas, y aun cuando fueron ancianas seguían ambas amando a su primo. Cuando aquel día Nagia estaba parada detrás de las dos y vio a Rafael bajando de la alfombrita de su abuela, era ya una mujer gastada como las que viven en tiendas beduinas. Mijal consideró al desgraciado matrimonio el error de su vida. Veía con preocupación los amargos días de su hijo Azuri. Pero mientras Eliahu se escabullía a orgías en otros lechos lujuriosos y Yehuda se refugiaba más y más en los libros sagrados, el lecho desordenado y descuidado de Azuri era como una cueva volcánica. Hasta el día de hoy, al caer la noche, él se sienta en el colchón duro y ruge desvergonzadamente «Nagia, Nagia», con tono de amo y señor, ordenando desde la profundidad de su portentoso pecho, y Nagia, atemorizada y mascullando bronca, arrastra sus pies sucios a su lecho.

     Hasta que Rafael volvió a bajar al patio escuchó Nagia, apenada, el llamado cada vez más débil del alfarero, y no por no haber hecho arreglar el utensilio roto que llevaba, sino porque le gustaba ver a los artesanos ambulantes en su trabajo. Era capaz de quedarse parada observando largo rato al afilador de cuchillos, que sacaba chispas con su rueda. Contra su voluntad, estaba pendiente de Rafael, el muchacho que se había hecho hombre, y al ver la situación entendió que Rafael se había apresurado a madurar, y concluyó que de todos modos se declararía en rebeldía, y haría daño.

     Del mismo modo que la existencia de Nagia exacerbaba los instintos de Azuri con alguna característica no revelada, así también su cuerpo era fructífero para recibir su simiente. Aziza, la mujer de Yehuda, dio a luz a Ezra y a Miriam y ya no volvió a concebir. Nagia pasó dos guerras mundiales, logró emigrar a Israel y ser enterrada allí, y hasta entonces alcanzó a parir dieciocho hijos, diez murieron antes de destetarse y el resto crecieron sanos y fuertes.

     Mijal no tuvo satisfacciones de ningún nieto de sus tres hijos. El siglo pasado, la familia era solvente y de ella había surgido un Gran Rabino para la comunidad. Mucho tiempo abrigó Mijal sueños de reflorecimiento familiar. Su actitud con Rafael ahora, con la vestimenta ajena que lucía, no era sino una resignación para con la realidad. De las mujeres no esperaba mucho. Sentía afecto por Victoria, que se preocupaba por cubrir con la inteligencia de sus manos la infelicidad inoperante de su madre.

     Victoria evadía los signos del cariño que Mijal, su anciana abuela, le profesaba, pero su madre veía en ella a una odiada competidora. Las lágrimas y rotundas negativas de la hija no le sirvieron de nada. La madre sostenía que su suegra Mijal la despreciaba porque Victoria desplegaba arteramente su zalamería ante ella, así como buscaba congraciarse con su padre mostrando sus tentadoras rodillas cual incipientes pechos. Dos veces le tiró bencina, y varias derramó té hirviendo sobre su cabeza, y todo de modo supuestamente involuntario, nadie podía acusarla de atentar alevosamente contra su hija, dado que siempre se le caían las cosas de las manos. Y cuando nadie las veía, sus dedos tomaron un atado de hierbas espinosas con las que azotó la cara de Victoria, que en ese momento la ayudaba en las tareas culinarias.

     Rafael fue quien salvó a la familia de Eliahu del hambre y la indigencia. Gracias a él había qué servir en los platos. Mientras su padre vivía su vida alocada y despreocupadamente, él los vistió y les prometió a sus hermanas que no envejecerían vírgenes por falta de dote.

    

     Victoria estaba sentada al calor abochornante en la puerta de la cocina, quitando con un cuchillo los tallos de bamia. Los hilos pegajosos del vegetal le irritaban los dedos. «¿Qué piensas que hace por las noches en el teatro ese?», susurró.

     Miriam agitó el ruedo de su vestido para refrescar sus traspirados muslos. «Desviste con los ojos a mujeres y piensa cómo joderlas… ah, apoyar la cabeza en su hombro y jabonarle despacito los huevos cuando se baña en la tina».

     «Shshsh», se sonrojó Victoria, «te van a oír».

     Sesenta años después no recordaba aquellos años como una etapa desgraciada. Es más, la añoraba y consideraba días de tranquilidad y felicidad. El profundo cariño que se tenía con Miriam las protegía y neutralizaba toda vulnerabilidad ante las agresiones de los adultos. Las muchachas crecían generalmente como siervas sumisas de sus padres y hermanos. Incluso Miriam, la niña de los ojos de Aziza, había soportado trompadas de mano de su hermano Ezra cuando tardaba en servirle. Victoria irradiaba inconscientemente una cierta autoridad soberbia, como su padre. Como la mayoría de las muchachas, también ella se había desarrollado temprano como mujer, y caballos salvajes galopaban en sus fantasías. En el hacinamiento en que vivían casi no había divisiones entre niños y adultos. Seis meses al año se extendían colchonetas en la terraza, una junto a la otra. A la luz de la luna y las estrellas, hombres y mujeres se acostaban a dormir. Miriam y ella oían todo, y veían mucho. Mujeres renuentes eran violadas noche a noche mientras les proferían un sinfín de maldiciones. Otras se sometían obedientes, como bestias indiferentes. Frágiles jovencitas aullaban de dolor, y fornidas y voluminosas arrojaban de sí las arremetidas de sus esmirriados maridos. Había tigresas que acechaban a sus presas y sus lenguas destilaban veneno si sus canteros quedaban áridos. Y había tigresas que recibían a sus tigres y juntos hacían temblar el techo con todas sus decenas de habitantes encima. Lo que más le impactaba era el arrullo conmovedor de las palomas. Se las imaginaba sumidas en una seda de susurros, nadando en acariciante agua de rosas, y le pareció que ellas esparcían por el aire del techo el aroma de las palmeras florecidas en primavera. Entonces las palmas de sus manos trepaban y acariciaban el despuntar de sus senos.

     Cuando andaba en la terraza trataba de no levantar la vista del suelo para no atisbar la terraza prohibida de la familia Nunu. Al principio, se encontraban allí tendidos sólo el padre y la hija, y una corte de silenciosos sirvientes se afanaban a su alrededor, y los rumores subían de tono a medida que pasaban entre los vecinos de la calleja. Victoria prefería bajar la mirada hacia la terraza intermedia donde se extendía el lecho de Rafael, alejado de los de sus padres y hermanos. Siempre estaba apartado, aun durante el sueño. Ya había transcurrido un año desde que emergiera del sótano con el traje impactante. Ahora se hablaba de una guerra escatológica que quizá acelerara la venida del Mesías, y mientras tanto su negocio prosperaba y él seguía sustentando a su familia. Noche tras noche salía al recóndito sitio que en el patio denominaban «teatro», y que nadie sabía cuál era su índole. A veces volvía de la oscuridad de las callejuelas muy entrada la noche. Azuri lo veía con reprimido desasosiego. Un judío que no teme a los demonios, a los fantasmas y a los gendarmes turcos no puede ser devoto. Y, como cumpliendo el presentimiento de su padre, Rafael dejó de asistir con los demás hombres a la sinagoga en días hábiles, y aun en las festividades. Volvía más temprano de su tienda, y tras un baño ligero se sentaba a la mesa y comía relajado, sin bendecir. Después se enfundaba el traje con una corbata de mariposa y el bastón ornamentado, y salía a la hora en que los demás hombres regresaban a sus casas. Desde su colchoneta nocturna, Victoria observaba su lecho vacío y fantaseaba con aquel teatro, que se le antojaba una enorme piscina humeante, parecida a las piscinas reservadas para los distinguidos en el baño público, que emanan vahos perfumados y burbujas de jabones aromáticos, de los ardientes vapores asoman trastes y zonas pudendas, y en la superficie del agua se desgrana esa risa estremecedora que se oye en la casa de Abdalla y Nuna Nunu. Tenebrosas palabras sobrevuelan como mariposas y carne se golpea contra carne con el bullicio propio de los peces alborotados en las redes a la orilla del Tigris. Sintió que se atragantaba y le corría un temblor por todo el cuerpo, y el placer fue tan intenso que le dio vergüenza mirar a las estrellas en el cielo.

     Había una especie de acuerdo entre los tres padres: que, llegado el momento, Rafael tomaría a Miriam o a ella. Yehuda, el padre de Miriam, no ocultaba su afecto por el sagaz jovencito, y a pesar de su observancia, hacía caso omiso a la manifiesta inobservancia de Rafael. Aziza gozaba su aspecto irreverente y respetaba su conducta reservada que encerraba fuerza viril. Su hijo Ezra, que al cabo de cierto tiempo lograría elevarse del polvo de la calleja y ser el dueño de una floreciente farmacia en la calle Al Rashid, se sentía atraído por Rafael. Por eso Victoria estaba convencida de que Miriam sería la elegida por Rafael. Sobre todo porque al encono de Nagia se sumaba la muralla de frialdad que cada día se elevaba más y más entre el padre de Victoria y el muchacho.

     Azuri sospechaba que él desafiaba su posición en el patio.

     Miriam observó la fuente que se iba llenando de bamia descabezada y dijo: «En el teatro no copulan, sólo estimulan el apetito. Se emborrachan y van a Calachia. Imagínate un barrio entero, casas, cafés y restaurantes, y hacia donde mires ves sólo putas. Rachma Afetza trabaja allí. Mi padre es como una vela a la que se olvidaron de ponerle mecha. No enciende. Y mi madre, la llama ahí debajo de la olla. Ella va seguido a lo de J’amila. Una vez la oí enseñarle a mi madre cómo orinar. Cosa de locos. Ven, subamos al techo. Deja esa bamia mugrienta. Ahora no hay nadie allí. Te enseñaré».

     Victoria se asomó y vio a su madre dormida en la terraza con la boca abierta y la bebé adormecida sobre su pecho. Las moscas mamaban la humedad de sus oscuras fauces. A Victoria le dio escalofríos la sola idea de que de esa boca oscura saltaran insectos, calcetines rotos, cáscaras de sandía, maldiciones y guedejas de cabello sucio.

     «Ven de una buena vez», insistió su prima.

     «No», se amedrentó.

     Miriam suspiró, pero no renunció a la explicación. «Hay que orinar y parar de golpe, orinar y frenar. Verás cómo te retozan gacelas en la entrepierna».

     Al atardecer, Victoria subió al techo para extender las colchonetas de la familia de modo de quitarles el calor del sol acumulado. Se arrodilló junto a la baranda metálica ondulada que daba al techo de la familia Nunu. El suelo de la terraza absorbió sus aguas, y en el penetrante olor que despidió no retozó ninguna gacela. Sonrió y perdonó a Miriam el despliegue de su imaginación.

     Esa noche Rafael no volvió a su lecho. Por la mañana, se volvió a hablar de la guerra de Gog y Magog que terminaría hasta con el pasto del campo. En la terraza intermedia se demoraba Asher junto al lecho vacío de su hermano queriendo decir algo, pero se arrepintió y calló. Nagia recibió al sol naciente con su sonrisa de pitonisa, y le sirvió presurosa a Azuri el té matinal. Se movía enérgica y alegremente y no dejaba que Victoria se afanara junto a la mesa, como si su hija hubiera enfermado y correspondiera relevarla de las tareas cotidianas.

     Victoria deseaba estar sola. Temprano se retiró y se recostó en la cocina. Desde el día que se construyó la casa, nadie se había ocupado de cepillar las paredes ni el techo de la cocina, ennegrecido por miles de fuegos de cocer. Esa oscuridad encerraba una especie de magia. La cocina no tenía ventanas ni luz, de modo que parecía no tener cielo raso. Los niños solían decir que esa cocina era una larga chimenea que conducía al mundo de los difuntos. Ciertamente, los escépticos no acertaron a encontrar la salida de la chimenea y nadie podía explicar por dónde salía el humo de la cocina. Años antes habían estado sentadas allí Victoria y Miriam aplastando limones con las manos, les hicieron un orificio en la cáscara con un fósforo y succionaron el jugo fresco mirando con los demás niños a Rafael, decidido a descifrar el enigma de la cocina. El valiente Ezra, hermano de Miriam, se dispuso a ayudarlo. Rafael intentó dar con el agujero en el techo golpeando con una larga vara, pero no dio con la salida, y recién cuando se montó en los hombros de Ezra, pareció que la vara se topaba con algo. Se oyó un grito, y todos los niños parados expectantes en la puerta retrocedieron. De la abertura del techo saltó un monstruo sin cabeza y su negro cabello se arrastraba por el suelo. Rafael, que se había golpeado al caer sobre las piedras de las hornillas, persiguió al monstruo, pateándolo y gritando: «Bestia, casi me matas». Ezra manoteaba desesperado con sus brazos para sacarse de encima las telarañas llenas del hollín graso de decenas de años. Rafael siguió convencido de que las telarañas eran las que ocultaban el cielo raso, de modo que encendió una antorcha de bencina y volvió a la cocina, pero aun después del destape el espacio superior de la cocina siguió atesorando su secreto, y el cielo raso no se descubrió.

     En virtud de la posición detentada por Azuri, el principal sostenedor, la habitación de los servicios le pertenecía a su familia. Por ende, Nagia tenía prioridad para el uso del horno a la entrada de la cocina. Pero jamás hizo valer su posición, ni en la cocina ni fuera de ella. Año a año, las jóvenes la iban relegando hasta el final de la fila de hornos, en el rincón más oscuro de la cocina. Allí encontró refugio Victoria aquella mañana. Al cabo de cierto tiempo se recortó en la oscuridad la silueta de su madre. Tenía la voz ronca por la intensidad de su apasionamiento. «Huyó, el degenerado. Por qué habría sido distinto a su padre. Abandonó a su familia condenándola al hambre y se fue a disfrutar del puterío. Maatuk Nunu, el jorobado, es mejor que él. Acuérdate bien de lo que te dice tu madre».

     Maatuk Nunu era hijo de Abdalla y hermano de Nuna. La puerta de su casa estaba al lado de la de la familia Mijal, los techos se tocaban. El tronco enhiesto de una palmera se elevaba del agujero en el techo de la casa vecina, y era el único árbol de la calleja. Abdalla Nunu se vanagloriaba como si toda la casa se hubiera construido alrededor del árbol. En el verano, las grandes palmas cubrían los albos mosquiteros y se mecían con el viento como una banda de alegres beodos. La mayoría de las habitaciones de la casa contigua permanecían vacías. Después de la bella Nuna vino al mundo Maatuk, con seis dedos en cada mano y la columna torcida. Abdalla, horrorizado, evadió el lecho de la madre. Ya desde la niñez, Maatuk dejó de salir de la casa. Los pequeños lo acosaban por la joroba que le crecía cada vez más. Jana, hermana de Abdalla, había arrojado su ira sobre la madre, que la había ojeado. No era casual, sostenía, que ella hubiera enviudado en el sexto mes de su embarazo, y Elías, su hijo, sufría de epilepsia. Abdalla Nunu no necesitaba las insidias de su hermana. Dos defectos en un niño bastaban y sobraban para el exitoso comerciante de animales, que gustaba invitar gente y hacer banquetes. Desterró a su mujer y a su hijo a una habitación alquilada en los confines del barrio, donde ambos pasaron serias vicisitudes. Abdalla dejó de hacer convites. En una soledad profusa de felicidad prohibida criaba a la bebé Nuna. Muy de vez en cuando se veía a Nuna fuera de su casa. Cuando tenía diez años lucía perlas, se pintaba los labios con rouge francés y se maquillaba los ojos. Las casas Nunu y Mijal eran dos oasis de abundancia en una vasta extensión de pobreza. Los pobres admiraban a quienes Dios bendecía con la abundancia. Por eso, a ninguno de los habitantes de la calleja se le ocurría repudiar al padre y a la hija. Las muchachas envidiaban a Nuna. Su nombre sonaba como campanillas en sus lenguas. Cuando hubo cumplido los doce, se encerró para siempre en su casa y nadie la vio más. Algunos dijeron que la bella había muerto de una súbita enfermedad. Pero esa especulación fue refutada por el aspecto de Abdalla, que seguía saliendo dos veces por semana montado en una mula blanca adornada con aretes rojos y cuentas verdes, y el rostro radiante. Cuando rechazó a los casamenteros, su actitud fue considerada comprensible. Nuna estaba obviamente destinada a un matrimonio especial. Cuando los sirvientes de la casa manifestaron su alborozo, la calleja toda se conmovió. Pero la noche de la boda de Nuna fue desconcertante. El novio era desconocido en la calleja y en la ciudad. Hubo quien dijo que era de la lejana ciudad portuaria, y otros, que de la comunidad bagdadí de la India. Él y la novia estaban sentados en un escenario elevado, y él se veía mucho más desgraciado que los changadores que cargan las latas de agua desde el río hacia las casas. La orquesta, las velas y las lujosas alfombras lo habían paralizado. Nuna no le dedicó ni una mirada, y cuando sonrió, la ingenuidad de su semblante lastimó los corazones. Los hombres se embriagaron, y las mujeres salieron de la fiesta con la sensación de haber sido engañadas.

     En aquellos tiempos empezó Nagia a subir al techo y espiar al patio vecino. Su hermano Dahud, el intérprete de qanun, fue quien reforzó la sospecha de que su hermana había perdido la razón, y era digna de ser perdonada por sus maldades. No así Victoria. Cierta vez la llevó su padre con otros niños del patio a una carpa de espejos deformantes que había instalado un circo ambulante. Los niños aullaban al ver sus imágenes monstruosas, pero Victoria notó que los malvados espejos reflejaban siempre algo de enervante verdad. Ningún gigante se veía como un enano. Era muy pequeña cuando su madre la obligó a subirse a una pila de ropa de cama doblada, sin entender sus explicaciones acompañadas de chasquidos de labios. En eso, advirtió que algo estremecedor sucedía. Se vieron obligadas a alejarse de allí cuando Jana, la hermana de Abdalla, les gritó que metieran las caras en su mierda. Las mujeres hicieron correr rumores y de nada sirvió que Mijal las reprendiera diciendo que probablemente estaban acusando a inocentes. La casa del vecino siguió encendiendo la imaginación de Nagia. Con el mínimo sonido proveniente de allí, corría por las escaleras y arrastraba a Victoria a la fuerza hacia la baranda metálica ondulada. La niña miraba concentrada pero con el corazón angustiado, como si ella misma estuviera cometiendo un bochornoso pecado. Lentamente comprendió que los tres vecinos, el padre, el novio y la hija, volvían diariamente a quedar atrapados en el mismo remolino. Su madre seguía arrastrándola al techo hasta que la escena le provocó náuseas, como un postre que se convierte en medicina impuesta. Temió por su lucidez. Los tres personajes se colaban a sus sueños vistiendo máscaras de horror. La risa procaz de Nuna tras la puerta de su habitación cerrada se convertía en su propia risa. En vez del novio bajito llamando a la puerta de la renuente, veía a Maatuk, una criatura doblegada por una gran joroba a la manera de un tonel de arcilla, cuya boca balbuceaba interjecciones de un tipo enfermizo. En su sueño, Victoria ansiaba pisotear a la criatura contrahecha y oírla reventar, como si fuera una cucaracha. Abdalla contenía la risa en el sueño, y precisamente eso hacía que su risa sonara más envenenada. Ella despertaba de su sueño paralizada por un pánico sutil. Quien reía en su sueño era su propio padre, y no Abdalla Nunu. Y la puerta renuente que provocaba a los vecinos se desvanecía ante la risa estrepitosa del gigante conquistador.

     Cierto día dejó de obedecer a su madre y ya no subía con ella al techo. Pero la lengua de Nagia no descansaba, y hasta se volvió más explícita, de modo que la sensación pecaminosa se hizo más pesada aún en el corazón de la niña. Dejó de compartir los juegos de maquillaje con Miriam y rechazaba suavemente las demostraciones de cariño de su padre. Cuando, sentado en la tina, le pedía que le jabonara la espalda, lo hacía con los ojos cerrados. Obsequios cariñosos como una manzana roja de Persia o un aro de oro, se los daba a su madre a modo de soborno, y también para acallar su conciencia. Ciertamente, amaba mucho a su padre. Era difícil no amarlo. El impresionante soberano del patio, generoso y cálido. En contraposición al enfermizo y asceta Yehuda, y a Eliahu, todos los años quebrado, su padre era una sólida garantía de abundancia permanente. Las mujeres del patio, incluidas las jóvenes casaderas, no eran indiferentes a su conquistadora personalidad.

     Ahora, en el puente tendido sobre el caudaloso río, tratando de defender su culo de los dedos de los hombres, se preguntaba cómo notó su madre inmediatamente el amor por Rafael que se encendía en su corazón. Cuando los niños varones tenían alrededor de ocho años, dejaban ya de jugar de igual a igual con las niñas. Sólo pocas parejas seguían tocándose en secreto. Rafael se desentendió tempranamente de las niñas. De hecho, dejó de jugar también con los varones de su edad, para decepción de Ezra. Se había vuelto extraño en el patio donde había nacido. Había madurado como para participar en travesuras de niños, y a diferencia de los hombres que alcanzaban la edad de merecer, evitaba todo contacto con ellos. Así plasmaba la tiranía amedrentadora y paralizante que reinaba en la casa y fuera de ella, creada y perfeccionada a lo largo de centenares de años. El temor era garantía de larga vida, sobre todo el miedo ante el extraño y el nuevo. Y Rafael, que había desafiado ese miedo, se erigía en desacreditador de todos sus contemporáneos. Yehuda y Azuri lo dejaban hacer. Ambos respiraron aliviados cuando comprobaron que sustentaba a su familia generosamente y asumió también salvar a su padre de la quiebra, de modo que Eliahu ya no necesitaba recurrir a las arcas de sus hermanos. Lentamente, Rafael obligó a sus dos tíos a dirigirse a él como a un igual. Si bien la frialdad de Azuri se mantuvo, Yehuda se mostraba fascinado con el joven pulido.

     A Nagia no la conmovían sus encantos, estaba más allá de ellos. Su opinión sobre él no cambió. Era más peligroso que cualquier hombre violento, más manipulador que cualquier jovencito adulador, corrupto hasta los huesos a pesar de sus agradables modales. Obviamente, no se atrevía a decírselo en la cara. Destilaba su veneno a oídos de Victoria cuando cocinaban, lavaban ropa o amamantaba. Victoria hacía oídos sordos. Estaba feliz con su amor por el muchacho, incluso porque eso refrendaba su normalidad. Su padre dejó de imponer sus sueños a la familia Nunu. Era una especie de victoria sobre su madre, y ella se regodeaba en su amor y lo alimentaba. No le reveló su secreto a Miriam, ni, obviamente, tampoco a Rafael. Es más, cuanto más se intensificaban sus sentimientos, más evitaba a Rafael.

     Pero su madre adivinó y supo. De allí su sonrisa de vaticinio aquella madrugada cuando el lecho de Rafael amaneció vacío. Durante cuatro días nadie supo qué había sido de él. Primero hubo corridas de ansiosa inquietud. Un habitante del extremo del barrio contó a los vecinos del patio que se había despertado con el silbido de un disparo de revólver. Otro sostuvo haber oído estertores de agonía de otra dirección. No se halló ningún cadáver. Los judíos no se dirigían a las autoridades para denunciar ni para preguntar por desaparecidos. Cuanto más crecía la desazón, más se extendía la sonrisa en la cara de Nagia. Almas codiciosas y curiosas insistieron ante el padre de Rafael que rompiera el candado del baúl grande en que su hijo guardaba sus ropas y demás pertenencias. Victoria subió al segundo piso. No lejos de ella estaba sentada Mijal sobre su alfombra y masculló enojada «Perros» cuando asestaron el golpe de martillo al candado. Para el dolor del padre y los hermanos, en el baúl no había tesoro alguno, lo cual reforzó la sensación de pérdida y duelo. El calzado liviano, los trajes, las camisas de seda, todo quedó expuesto sobre las banquetas del sótano a modo de botín carente de valor.

     Gritos de terror se oyeron desde el sótano cuando irrumpió en él Rafael furioso, sano y entero. Empujó a su padre, reprendió a su madre que lloraba por él y la emprendió a puntapiés contra los profanadores de su baúl. Un changador con su burro de carga esperaba junto a la puerta de la casa.

     «¿Adónde?», sollozó la madre.

     «Me voy». Tenía el cabello desordenado, los ojos enrojecidos y el aspecto cansado.

     Victoria, apoyada en la baranda del segundo piso, se sintió desmayar a pesar de que en ese momento Rafael lucía feo y repulsivo a sus ojos, como salido de un pozo ciego.

     «¿Y el negocio?», preguntó su desilusionada hermana mayor.

     «Lo vendí».

     El cuerpo del changador desapareció bajo el gran baúl. Desde arriba, a Victoria le pareció que el baúl flotaba en el aire y se movía por sí solo. Rafael impartía órdenes tras de sí como aquel mago: «Un poco a la izquierda», «abajo», «más abajo, no vayas a tocar el marco», «a la derecha», y el baúl le obedecía hasta salir por la puerta, dejando atrás rostros demudados.

     Aquel mediodía salió Rafael en un carro de carga, de quince años, amante de una cantante, hacia el desierto, rumbo a Damasco.

     Y el hambre volvió a asolar el sótano […]

     

     Traducción del hebreo de Margalit Mendelson

 

 

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