Cuando llegó el autobús, se apresuró a abordarlo, impulsada por las olas de su hostilidad, mientras Victor esperaba a que Cathrine superara las desventajas de su falda y subiera los tres escalones a las mandíbulas abiertas de la puerta.
Se movió hacia los asientos posteriores, determinada y concentrada. En su esfuerzo para moverse lo mínimo, Cathrine se sentó detrás del conductor. Victor se colocó junto a ella, pero no podía resistirse a volver la cabeza para mirar a su hermana, que se movía hacia el interior del autobús, como para hacer énfasis en el poco interés que tenía en él y en lo que escondía en su bolsa.
Después de sentarse en el penúltimo asiento, recargó la frente en la ventana sucia. El placer que sintió a la llegada de Victor y la satisfacción que sintió al verlo humillado se disolvieron pronto. Ahora no podía evitar pensamientos sombríos de naturaleza comprensiva.
Miró con aversión los departamentos de interés social que la ventana revelaba. Aunque éste era un asentamiento todavía joven, era fácil notar las trazas de abandono que sólo se harían más amplias y profundas con el tiempo, y que penetraban cada edificio, cada jardín, cada patio de recreo; que exponían la verdadera naturaleza del lugar —cimientos poco sólidos, materiales baratos, departamentos pequeños y estrechos de techos bajos.
Hacía seis años, cuando recién había llegado aquí con sus padres, cuánto la impresionaba ver el orden arquitectónico con que estaban acomodados los edificios, la simetría con que las pequeñas calles habían sido construidas. ¡Y mejor que los planificadores no se hubieran molestado en embellecer la miseria! Mejor que las casas de interés social parecieran los barrios bajos de los que había leído en libros —bodegas oscuras sin luz ni oxígeno, sobrepobladas por inquilinos traumatizados y pasmados por la miseria.
Alejó la mirada de la ventana. Qué dura se había vuelto. Dura y sospechosa. Como si un fragmento del espejo de la reina del hielo le hubiese entrado en los ojos —una filosa astilla que afeaba las cosas y las distorsionaba hasta hacerlas irreconocibles.
Miró la nuca de Victor, el lugar donde se sentaba en la parte delantera del camión, esperando que volteara a verla, pero estaba absorto en su conversación con Cathrine. Le encantaba contar historias sobre él mismo, como si las experimentara de nuevo, exagerando, rompiendo en risa tentadora hasta que incluso el escucha más necio se diera cuenta de que, si no se unía a la celebración, la historia no terminaría nunca. Y la mayoría de sus tramas eran mentiras e inventos, y su habilidad de dejar atrás un mal estado de ánimo y entrar en esta joie de vivre estimulaba su aversión, simple aversión.
Ése es Victor, mientras que ella siempre está presente en cada esquina de su conciencia, alerta en cada momento dada la mezcla de problemas y preocupaciones que la acompañan como un enjambre de abejas que zumban.
El esfuerzo principal que se requería de ella en sus días de dudosa inocencia era cuidar a Victor. Ella misma había aprendido a sobrevivir efectivamente. Su estatus en el grado 6B se había establecido cuando mostró su poder atlético al correr, en el salto de altura, y su estilo violento en el dodgeball . Cierto: nadie buscaba su amistad, pero al menos había conseguido una cantidad de distante respeto.
¿Pero Victor? Victor atraía a los abusivos, como si de él emanara el sutil aroma de un animal débil, destinado a la extinción. Ella siempre temía las horas en que estaban separados. Se quejara o no, ella sabía el momento en que se separaban, y el escudo de su presencia desaparecía, él estaba expuesto a abusos humillantes, ya fuera por su corta estatura, por sus ropas escasas, por su acento, por su voz aguda o por el simple hecho de su frágil existencia en el ambiente salvaje que los rodeaba.
Cuánta violencia se exigía de ella para un ataque sobre Michael, golpeando hasta que saliera sangre, primero con sus puños y luego con sus pies; él era un niño grande con una cara pálida y enfermiza, que, se decía, era un pervertido y un criminal, y que había picado la piel de Victor con cuatro enormes espinas de cactus. Ella recordaba claramente el llanto de Victor, frenético de pavor y resentimiento. Y luego, cuando Michael estaba tendido en el mosaico, a la entrada de los salones, y ella lo pateaba con fuerza, tratando de darle en el estómago porque se cubría la cara que ya sangraba, en algún punto de la niebla de su furia incandescente, esperaba el punto en que la escuela se acabara y ella pudiera llevar a su hermano a los estanques de peces, donde juntos podían esconderse de la predecible venganza y consolarse en la burbuja de su vínculo.
Sí, es dura. Dura y desconfiada. En comparación con Victor, no es capaz de regocijarse con ligereza si hay una leve mejora en las circunstancias —con la presencia renovada de su hermano en su vida, con las alas protectoras de Cathrine, con el recuerdo al lugar conocido. Éstos eran su destino y su vocación: estar en guardia, como un valiente soldado de latón con una pierna amputada.
A su derecha, el campo de futbol de la escuela primaria era amplio y polvoriento. El edificio central de la escuela, una gran choza azul, servía una vez por semana como un lugar de encuentro para mostrar películas. En su vida anterior, iban cada semana y éste era un asunto familiar, ella y Victor al frente y sus padres un paso firme detrás de ellos.
La selección de películas era ecléctica: comedias chafas, que Victor disfrutaba enormemente: Por favor no te comas a mi madre y El ataque de los tomates asesinos. Y, sin embargo, también había filmes de mayor valía, como El asesinato de Trotsky, que fascinó a sus padres pero hizo caer dormidos tan rápido a Masha y Victor que casi se perdieron la escena del clímax, cuando Alain Delon le parte la cabeza al revolucionario intelectual con un hacha para el hielo.
Pero había veces en las que todos salían igualmente satisfechos, y discutían la película en el camino a casa, debatiendo los méritos de Roger Moore en el rol de James Bond, recordando chistes, absortos en el talento de Victor para la imitación, que recreaba las partes más memorables, imitando perfectamente las maniobras de aviones a bajo vuelo o atacando a Masha con un improvisado florete de mosquetero.
Sí, había veces.
Una anciana, de piel gruesa, con cataratas en un ojo, se hundió pesadamente en el asiento junto al de ella. Entre sus piernas extendidas colocó una bolsa con vegetales extraños: montones de plátanos, cilantro y troncos de apio shiba envueltos en periódico. Vegetales marroquíes.
El autobús pasó por los estanques del kibutz, que separaban el asentamiento del Este, brillante de olas plateadas a la luz suave de la tarde, rodeado de salvaje vegetación acuática, arbustos de frambuesas salvajes y montones de juncos. Y aquí también ella se mantenía alerta con una mirada sobria y prejuiciosa, inmune a la intoxicante belleza. Ahora no veía en estos estanques, que alguna vez brillaban en el azul aguamarina de maravillas, nada más que escondites para criminales y drogadictos, o el origen de la pestilencia del agua estancada y la plaga de mosquitos que hacían enjambres en el verano.
La mujer hurgó en su bolsa y sacó un fajo maltratado de billetes en un sobre de plástico. Luego, un pañuelo arrugado de hombre y envolvió el sobre con él; lo retacó en su amplio escote y guardó su tesoro con seguridad en su sostén. Cuando hubo terminado, disparó una mirada sospechosa a Masha, que de nuevo apretó su frente contra la ventana.
Salieron de los bordes del asentamiento y se aproximaron al camino que llevaba al kibutz y al cementerio. Se estiró para alcanzar el botón de hule del timbre. La palabra «Stop» se iluminó en la pantalla al frente, como si no fuera para el conductor sino para ella, Masha, y por un momento ella se congeló, brevemente. Se zafó del cúmulo apretado de gente parada junto a la puerta trasera, mientras despertaba de nuevo en ella el perpetuo miedo del huérfano: quizá Victor y Cathrine se habían distraído tanto con su conversación sin sentido que se habían pasado de la parada, y ahora se irían hasta Haifa, y luego a Eilat, y de ahí a cualquier otro lugar desconocido, al fin del mundo.
Pero cuando brincó directo del escalón superior a la calle, vio que ya la esperaban ahí, no menos preocupados que ella, y junto a ellos dos turistas rubios con mochilas gigantescas en la espalda. Voluntarios del kibutz.
Una camioneta Peugeot mugrosa pasó junto a ellos y repentinamente se detuvo, cambió de opinión y metió reversa. Adentro se veía a dos hombres, en camisas de trabajo azules, que identificaban a los voluntarios. Los turistas hicieron espacio entre las cajas que llenaban la plataforma de la camioneta y subieron sus mochilas, y luego se subieron ellos, sonrientes y agradecidos por el aventón.
«Masha, pidámosles que se lleven a la Abuela con ellos», Victor brincó a la acción y antes de que ella lo reprendiera, metió la cabeza por la ventana delantera y pidió el favor, con la facilidad con la que sabía pedir cualquier favor. Volteó a ver al hombre de bigote que estaba sentado junto al conductor, y éste accedió a la primera, se apresuró a abrir la puerta, y Cathrine se subió y se sentó junto al hombre, inhalando los vapores de gasolina que llenaban el vehículo. Incluso después de decirles a sus nietos que los esperaría en la puerta del cementerio, siguió mirándolos desde la ventana del carro que se alejaba, hasta que el hombre de bigote dijo: «Señora, tenga cuidado de no recargarse en la puerta, para que no se caiga». Y se sentó derecha en su asiento, manteniendo distancia de la peligrosa puerta l
Traducción de Héctor Ortiz Partida,
a partir de la traducción del hebreo al inglés de Philip Simpson