Contestaba al apelativo de El Viejón y era nativo de San Gabriel. Quien fue registrado bajo el nombre de Felipe Córdova Torres ha terminado su accidentada vida, de forma prematura pero quizás no tan sorpresiva, en el famoso crucero de Cuatro Caminos, de donde salen las rutas a todos los recovecos de El llano en llamas. Es el tórrido amanecer del 24 de junio de 2014.
«Esto me pasa por andar robando y secuestrando y matando jente [sic] inocente», dice la tétrica leyenda que parpadea a lo lejos, bajo la cauda solar y entre una ligera brisa matinal. No es el mensaje de un suicida arrepentido, previo a su viaje sin retorno hacia una insondable eternidad: la corriente cartulina con letras titubeantes de grueso plumón, y la naturaleza de las heridas, revelan la autoría de terceros, anónimos justicieros. Y no hace falta demasiada imaginación para saber quién lo ha ordenado.
En los días previos, habían caído asesinados otros maleantes, casi dos decenas, que convirtieron la vida en los municipios de El Bajo (San Gabriel, Tuxcacuesco, Tolimán, Zapotitlán de Vadillo y Tonaya) en algo peor que las pesadillas del relato de Pedro Páramo, mito literario de resonancia universal que en 2015 cumplió sesenta años.
En la Comala de la realidad se hizo el infierno en la Tierra entre 2012 y 2015: cientos de habitantes hoy permanecen desaparecidos. Muchos terminaron a la vera de las brechas: descuartizados, acribillados, sin cabeza o sin órganos; algunos más podrían haber sido deshechos por los fuertes ácidos de laboratorios clandestinos. Otros más yacen en profundas barrancas, en espera de ser descubiertos. Varios fueron arrancados violentamente de su región solar. La mayoría jamás regresará, y el dolor de su memoria será tan largo como el de los camposantos espectrales de estos caseríos enjutos.
La súbita acción que recupera el equilibrio para las vidas de los atribulados campesinos y comerciantes del llano ha partido del moderno Señor de estos vastos eriales: Nemesio Oseguera Cervantes Ramos, alias El Mencho, cabeza visible del famoso Cártel Jalisco Nueva Generación, de origen michoacano y presumiblemente asentado en algún rancho de la sierra de Tonaya, la misma que un siglo atrás ocultó al temible Pedro Zamora, y que hace menos de noventa años sirvió de refugio de los rebeldes cristeros.
Los vecinos señalan que la gota que derramó el vaso fue el asesinato de un justo, muy querido por sus coetáneos: el agricultor y ganadero Ramiro Benavides Preciado, de cincuenta y seis años de edad, en las cercanías de la ruinosa hacienda de Telcampana. «Lo asesinaron sin motivo, era vecino de un rancho donde ellos tenían sus equipos y armas, y el pretexto fue que una de sus vacas se pasó […] lo llenaron de balas», comenta un lugareño. Los hechos quedaron registrados el 30 de diciembre de 2013, según el periódico regional La Voz del Sur. «La gente se empezó a molestar mucho, a perder el miedo…». Rumores preocupantes llegaron al rancho del amo. Éste decidió poner un alto a quienes abusaban en su nombre y abollaban su leyenda.
Tierra prometida
No siempre ha sido esta región un teatro de desgracias y muerte. Hubo prosperidad en el tiempo de las haciendas, que arranca en el último cuarto del siglo xix, cuando buena parte de sus vastas soledades, que eran propiedad de órdenes religiosas y de comunidades indígenas, fueron «metidas al mercado» por las reformas liberales y constituyeron latifundios: El Jazmín, Telcampana, Totolimispa, La Croix, Apulco o El Refugio fueron nombres de prósperas unidades de producción agrícola, donde la ingratitud de la tierra era paliada con una escala de miles de hectáreas que daba rentabilidad y un fuerte componente de trabajadores agrícolas, en su mayor parte encasillados.
Pero no era el paraíso: los descendientes de los jornaleros y algunos ancianos que alcanzaron a trabajar en sus mocedades recuerdan la mano dura de los señores y el escaso margen de libertad, lo que se prolongó incluso mucho después de la Revolución Mexicana y de la Guerra Cristera. Fue en los años treinta y cuarenta del siglo xx cuando la historia, con tres decenios de retraso, llegó a la región y abrió el capítulo agrario.
Lo que nunca se acabó fue la estrechez de la vida. Pobres y aislados, los moradores del también nombrado Llano Grande tenían apenas acceso a servicios básicos y sus comunicaciones eran lentas y pesadas, interrumpidas durante los meses del temporal en que los arroyos y ríos crecían. Las escuelas eran apenas de nivel básico —hasta tercer o cuarto grado— y sólo estaban en las cabeceras municipales. No había médicos. Don Mónico Soto Grajeda, hoy nonagenario, recuerda desde Tonaya que por mucho tiempo fue el único asistente de esas almas perdidas entre las aldeas marginadas del vasto páramo.
La vida pareció cambiar con la debacle de los cacicazgos locales, a partir de los años setenta —para lo cual se requirió del poder de un cacique de otro nivel, José Guadalupe Zuno Arce y su Comisión del Sur, quien permitió la alternancia en las alcaldías. También llegaron las carreteras pavimentadas, escuelas de bachillerato, centros de salud, nuevos capitalistas que harían producir la dureza del comal. Con la apertura comercial de los años ochenta, y sobre todo, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, llegaron los invernaderos para hortalizas: variedades de jitomates, especialmente berries —muy apreciados en Europa y Estados Unidos— y chiles jalapeños, serranos y morrones, también para exportar.
Esto podría estar generando hasta cuatro mil empleos permanentes. Amplios caseríos de nueva traza en la región están atiborrados de jornaleros migrantes, originarios de la Costa Chica de Guerrero, de la región del Istmo en Puebla y Oaxaca, y de diversos poblados del centro de Veracruz. Si bien los presidentes municipales han presumido que se trata de empleos justamente remunerados, la Secretaría del Trabajo de Jalisco ha denunciado condiciones cercanas a la esclavitud en algunos sitios. El más famoso es Bioparques, de San Gabriel, que, tras ser intervenido por la autoridad, ha mejorado ostensiblemente la calidad de vida de sus ocupantes, de acuerdo a lo que reconoció en su visita al sitio, el 4 de diciembre de 2015, la delegada de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), Gloria Rojas Maldonado.
Por citar el caso de los berries, la Secretaría de Desarrollo Rural (Seder) informa que cada hectárea debidamente tecnificada exige una inversión de un millón cien mil pesos, pero su rentabilidad da para ingresos promedio anuales de doscientos cincuenta y siete mil setecientos pesos, lo cual paga la inversión en menos de cinco años, sin considerar que hay subsidios directos del gobierno que reducen en casi dos años el tiempo de amortización.
La región denominada El llano en llamas (título del otro libro de Juan Rulfo, publicado en 1953) tiene la desventaja de la escasa precipitación pluvial, pero el enorme atributo de su estabilidad climática: las heladas, el diablo de las plantaciones, son aquí marginales.
Orígenes negados
Juan Rulfo generó, aún en vida, numerosos equívocos respecto a su origen, advierte Federico Munguía Cárdenas, el cronista de Sayula y periodista con setenta y cuatro años de carrera, a través del semanario Tzaulan.
Sin llegar a ser un amigo íntimo, el historiador local fue apoyado por el novelista para publicar una importante historia regional de Sayula, con miras a llenar «un importante hueco» que había en los registros de Jalisco. Lo trató de forma directa en, al menos, cuatro ocasiones. Rulfo siempre negó haber nacido en esa cabecera que algún tiempo le disputó a Ciudad Guzmán (Zapotlán el Grande) el liderazgo del sur de la entidad.
«Cuando la Revolución, las familias de hacendados de la zona se refugiaron aquí, porque el campo era muy violento, había secuestros, robos y violaciones […] si bien ellos tenían casa en San Gabriel, y la hacienda en Apulco [Tuxcacuesco], debieron venir en 1917, cuando nació Rulfo, yo encontré sus registros y los publiqué aún en vida de él», explica.
—¿Por qué empeñarse en negar el lugar de su cuna?
—Porque a Sayula le hicieron fama de tener muchos homosexuales, por la leyenda del ánima… la verdad siempre ha habido, pero como en todas partes […] a Rulfo le causaba mucha incomodidad porque lo bromeaban, incluso los padres del Seminario de Guadalajara. Pero su hermana Eva me confirmó lo que yo investigué.
Otra pregunta pertinente: ¿dónde está Comala?
Es el nombre que ostenta una hermosa población de Colima, vecina del llano duro del sur de Jalisco, pero —según los críticos más autorizados de la obra— la obra rulfiana remite a pasajes sombríos de Tuxcacuesco, que, como pueblo de espectros, sobrevivía agazapado entre la violencia revolucionaria. Y sus descripciones particulares recuerdan la traza y la ubicación de las principales edificaciones del San Gabriel de la infancia.
Juan Rulfo cumple en 2017 el primer siglo de haber llegado al mundo.
El memorial de los hombres fuertes
José María Manzano, amo de El Jazmín, aventajaba a otros hacendados de su tiempo como modelo del hombre feudal que prosperó en las regiones más alejadas del control de los gobiernos liberales: amo de vidas y haciendas, con acciones dignas de la criminalidad organizada moderna, y por si fuera poco, estigmatizado por leyendas que acentúan una reputación que va de facineroso a maligno.
«La verdad, ni los malos son tan malos ni los buenos son tan buenos […] Manzano, oriundo de Zapotlán, vino un día a Sayula a asaltarla con sus gentes; no sé qué problemas tenía, pero entró echando fuego; los de aquí se defendieron en los portales, y hubo un muerto. Eso hizo peor la animosidad entre los dos pueblos. Era muy arbitrario, hacía lo que quería, para acabar pronto: sobornaba a jueces y ganaba todos los pleitos de ese modo», dice don Federico Munguía.
Pero esa mala fama es cuestionada y relativizada por un exalcalde de San Gabriel y exdirigente del ejido homónimo que sucedió a la vasta hacienda. Don Alfredo Ramírez Campos, hoy nonagenario, advierte: «Yo tuve mucha amistad con una sobrina de él, María Rojas Magaña, y le pregunté todo sobre la leyenda de que tenía pacto con el diablo; como prueba, decían que un rato estaba en un lugar y al mismo tiempo en otro, y eso que su hacienda era la más grande de todas; lo que pasa es que en El Jazmín salía en una calandria, y cuando llegaba al Camichín tenía listas un par de mulas, las soltaban, llegaban al rancho de Mendoza, y allá tenía otro trío de mulas, se movía rápido […] así hacía el prodigio, de forma muy lógica, pero la gente decía que estaba endiablado».
—También dicen que era una mala persona…
—Ah, no, era como todos; eso platica la gente, pero todos los hacendados de aquel tiempo eran como Porfirio Díaz. Fíjese, a mí me platicaban que se iban a trabajar hasta el cerro de El Petacal [llamado por los lugareños «el Cerro Enencantado (sic)», con cavernas donde presuntamente moraba don Manzano, encadenado en vida por su pacto con el Maligno, lo que refuerza la idea de que el cacique poseía el don de la ubicuidad, pues la prisión permanente no impedía que trabajara azotando a sus mozos y cobrando raudales de plata en sus comercios]; a El Petacal tenían que llegar a las seis de la mañana, y hasta que ya se bajaba el sol en el Cerro Grande [la gran muralla montañosa domina el llano por el surponiente] los dejaban venir; y entonces tenían que irse y venir a pie… era así de duro.
A don Alfredo le tocó afrontar personalmente caciques más modernos, autodenominados «revolucionarios». Como integrante de un núcleo agrario poseedor de amplios bosques de valor comercial entre el Nevado de Colima y la sierra de La Media Luna, y miembro del consejo de vigilancia de la comunidad, se negaba a firmar su respaldo a vender madera al gigante paraestatal Atenquique, empresa que le pidió al propio gobernador, Francisco Medina Ascencio (1965-1971), «convencer» al reacio campesino para destrabar legalmente la operación, para lo cual fue convocado.
«Ándale, cabrón, ya andas bailando», le dijo, amenazante, Alfonso Delgado, abastecedor de la factoría enclavada en Tuxpan, y lo señaló frente al mandatario estatal, y frente «al señor Núñez y todos los jefes de Atenquique, y su propia mesa directiva. El gobernador me dice: “¿Por qué usted no quiere firmar el contrato para vender el monte?”. Yo le contesté: “No me he negado, pero he pedido que nos dieran tubo para llevar el agua al pueblo, porque nunca han dejado un beneficio a cambio de la tala […]”. “Pos mañana lo buscan para medir”, me prometió… “¿quiere firmar el contrato?”. “¡Ah, jijo de la chingada!”, pensé. Y dije: “No, hasta que pongan el tubo…”».
En esos tiempos, hacia el final del decenio de los sesenta, se erigió José Guadalupe Zuno Arce como «hombre fuerte» del sur de Jalisco, en busca de un experimento «socialista» alentado por la retórica de su cuñado, el inevitable próximo presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez. Su presencia fracturó cacicazgos tradicionales, como el de la familia Preciado, de San Gabriel, que se había consolidado al sacar —dicen que a punta de pistola— al alcalde Fausto de la Torre Larios, en 1962, y suceder a la familia Arámbula en el control local.
Con una excelente relación con el entonces gobernador Juan Gil Preciado —predecesor de Medina Ascencio—, el intermitente poder de la familia Preciado se prolongó hasta finales de los años ochenta. Pero el arribo de don Alfredo a la alcaldía, apoyado por Zuno, fue el primer golpe.
«Yo no quería ser presidente municipal, pero el licenciado Zuno me convenció […] Sabía que habría problemas, yo era el primer presidente que llegaría de fuera de la cabecera municipal […] Ellos querían un presidente que durmiera allí; mandaron decir que en cuanto subiera el primer escalón de la presidencia municipal iba a caer muerto…».
Resistió todo su mandato, entre 1974 y 1976. Debió hacer frente a manifestaciones y presiones de los grupos de poder locales: en una ocasión, los jóvenes católicos exigieron detener el proyecto de escuela por cooperación que afectaría la nómina de alumnos de un colegio parroquial; luego usaron la prensa local para llenarlo de «periodicazos», y lo más serio fue cuando lo acusaron de sembrar mariguana, señalamiento que no prosperó. Lo sucedió Nabor Arias, ya con el poder de los Zuno en declive.
Campo en quiebra
En Totolimispa, aunque recibieron ochocientas hectáreas de la antigua hacienda de Los Cortina —retazos de tierra, ya que demagogos de San Gabriel, azuzados por los curas, les habían convencido de que era pecado quedarse con la tierra de los hacendados—, tras décadas de reforma agraria y revolución verde no han salido de los problemas económicos.
«Hemos tenido problemas con las siembras por contrato; primero con Sabritas, luego con Grupo Vida, los seguros no funcionaron y la falta de agua nos mató las inversiones», comenta el ejidatario José Leaño.
Se invierten dieciocho mil pesos por hectárea, pero lograron recuperar apenas quince mil. Ahora, el grupo de campesinos contratantes arrastra deudas cada vez mayores. «Lo que pasa es que el seguro no se arregló con nosotros directamente, se arregló con los que nos financiaron, Grupo Vida, y el licenciado encargado de eso quedó en darme el seguro, me dio un número de teléfono y nunca me contestaron […] arrastramos eso desde hace casi tres años», explica.
En la siguiente anualidad, José y muchos de sus vecinos se atrevieron a volver a sembrar, pero «desgraciadamente se perdió todo por la sequía; yo tenía una camioneta que vendí en ocho mil pesos para volver a sembrar, pero ahora sí se perdió todo: mi camioneta, lo que les iba a pagar, y la cosecha».
—¿Pero les tiene que pagar todavía?
—Les debo por las cuentas atrasadas. El mal está en los seguros, está en los precios, y con el mal temporal: en el primer año que sembré con el Grupo Vida sí se dio una buena cosecha, pero cayó agua en diciembre y se perdió la hoja, y fue cuando les dije del seguro y me dijeron que ya había caducado, que sólo abarcaba hasta octubre; yo no sé qué tipo de seguro me darían […] Entonces quise cosechar a finales de diciembre algo de maíz y se vino otra agüita, y se pudrió […] el clima nos ha estado pateando. Antes sabíamos que en junio se venía el agua, nos metíamos a arar con bueyes a mediados de mayo, y teníamos un mes. La lluvia llegaba el 10, el 15 o el 20 de junio, ya si no llegaba el 20, sabíamos que no teníamos que sembrar porque íbamos a perder, y sabíamos que el 1 de septiembre o el 15 se venía el agua, y en la última lluvia todos los que sembramos garbanzo nos esperábamos; el día de San Francisco es 4 de octubre, lo llamamos «el cordonazo», y nomás se acaba el cordonazo y nos metíamos a sembrar, no llovía y se nos lograba el garbanzo. Ahorita si sembramos garbanzo está llueve y llueve y todo se pierde; así me pasó el año pasado.
La esperanza sería lograr traer agua de las presas de la sierra de Tapalpa, pero suena a broma. Ni siquiera reciben con regularidad el agua potable desde los manantiales de San Gabriel. «Hay veces que llega sólo unas horas en toda la semana», secunda un vecino del poblado.
Política y feudalismo
Un presidente municipal no atiende a extraños si anda fuera del edificio del Ayuntamiento «porque he dado instrucciones a la policía de que no dé mis datos, últimamente me han amenazado», confiesa al reportero. Otro, que participó como candidato en el último proceso electoral, hace seis meses, sólo se animó cuando, a través de un intermediario, logró hacer llegar su inquietud al señor del páramo, Nemesio Oseguera, quien acababa de aplacar la violencia extrema de sus sicarios, y contenía los abusos contra la población de El Bajo.
«El Mencho nos mandó decir que no le interesaba la política», desliza en voz baja. Eso animó a muchos no sólo a participar en las elecciones, sino a expulsar de las administraciones a todos aquellos que se ostentaban como representantes del amo del Cártel Jalisco Nueva Generación, y que habían desfalcado al erario.
Éste es un diciembre lluvioso, de frentes fríos y cambios climáticos. La violencia no se ha ido, pero moderó su parafernalia y, sobre todo, amenguó su estridencia. Los nuevos señores, que dictan vida y muerte a la usanza del legendario cacique de El Jazmín, permiten recordar la conseja decimonónica de los pactos con Lucifer para poseer el mundo aunque se permanezca prisionero en sus entrañas.
Pasajes al país de los muertos
Totolimispa tiene sus santos. Pero uno es particular, Antonio Herrera, víctima de la violencia de los tiempos cristeros, con una historia que remite al prodigio: ahorcado por los soldados federales, quedó colgado en el camino a Tuxpan, durante ocho días, como escarmiento para los lugareños, simpatizantes de la rebelión. «Y no se hinchó, no jedió [sic] ni nada», dice el presidente del comisariado de esta aldea polvorienta, Modesto Espinoza Partida.
Su fama trascendió. La gente dice que hace milagros. En el sitio de la tragedia se levantó una ermita, hoy con flores, con veladoras, con ofrendas diversas, ecos de una devoción persistente. Un cuerpo incorrupto no es poca cosa. El culto resultante resiste la erosión del tiempo, el embate de los secularismos, la propaganda incisiva de las confesiones protestantes; incluso al viento seco, a veces inclemente, que sopla por estos eriales.
Esto evidencia que, para estos campesinos, la muerte es una presencia habitual, muy anterior a la violencia y caos desatados tras la muerte de Ignacio Coronel, el jefe occidental del Cártel de Sinaloa, en 2010 —un deceso que provocó la escisión de los capos y el surgimiento del Cártel Jalisco Nueva Generación—, y al ulterior arribo de los barones de la droga a la zona, bajo el caudillaje de El Mencho.
Los muertos de aquí son más viejos y se los topan no solamente en el camposanto y los monumentos funerarios diseminados por las veredas. El presidente ejidal advierte: «Mucha gente se quedó en los potreros, de ahí sacábamos muchos restos de difuntos, o en los arroyos de las parcelas enterraban a esa gente…».
—¿Hasta qué época sacaron restos de difuntos?
—No, pos todavía salen.
—Pero la Guerra Cristera fue de 1926 a 1929…
—Sí; un hermano mío se dedicaba a eso y tenía tiempo; se iba por ahí con su guadañita y se ponía a escarbar y sacaba monos, pero sacaba primero al difunto, debajo del difunto había monos […] En aquel tiempo se morían y ahí les echaban todas sus propiedades, sus ropas, sus trajes sastre, de todo; recuerdo que cuando andábamos poniendo el drenaje aquí, sacamos muchas ollas, en este tramo, y muertos […] cantidad de gente, los arroyos están llenos de difuntitos, hasta los sacábamos con arado, muchos restitos de ellos.
—No anda tan errado Juan Rulfo cuando habla de un pueblo donde los difuntos hablan y cuentan sus historias.
—Sí, cómo no. A él le tocó una parte de esa época. También al tenor José Mojica, que tenía como un gran vacío, aunque era famoso, y por eso se hizo fraile…
Los hijos de la lluvia
Nyuu sabi, en español «gente de la lluvia», es el nombre con que se autodenominan los mixtecos de Oaxaca y Puebla, a quienes sus vecinos nahuas del altiplano les asignaron el nombre que los ha hecho famosos: «gente del país de las nubes». Hoy forman parte de esa gran migración que invade los albergues para jornaleros de El llano en llamas. En estas rachas de frío y lluvia parecen traer consigo el homenaje de los elementos. Es un chipi-chipi que a ratos pierde la calma, y recuerda al que acompañaba a los indios de la sierra de Apango, según se cuenta en Pedro Páramo, cuando bajaban a la hacienda de La Media Luna a vender hierbas curativas y dejar ofrendas de tomillo a la virgen, entre risotadas y miradas maliciosas que turbaban a las almas melancólicas de los mestizos de la áspera meseta.
Hoy, en Apango hay pinos, muchos pinos, aunque el furor multimillonario del aguacate está arruinando la herencia de los abigarrados oquedales, a los que desplaza con su monocultivo, lo que pone en peligro el agua preciosa que se surte desde los manantiales de la sierra hacia las aldeas de El Bajo.
Don Librado Rodríguez Castillo es hoy casi centenario. Tendría la misma edad Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno; vio la luz también en 1917. Pero su cuna no fue noble: el caserío de La Cañada. Es hijo del esfuerzo y de soportar la dureza de estas montañas por tanto tiempo olvidadas. El viejo departe con su larga prole mientras espera sentado el arribo del invierno en el rancho de El Veladero, a un costado de la carretera que mantiene a la misma distancia a Sayula, al norte, y a San Gabriel, al sur.
«Aquí siempre fue pobre; íbamos a los maizales a comer tejocotes, a deshojar elotes, a comer lo que sea, crudo, porque teníamos que aguantar el hambre […] Había más bosque que ahora, no los tumbaban, empezaron a llevarse los montes cuando empezó lo de la fábrica de Atenquique. Casi no me acuerdo, pero era niño cuando empezó a haber camión; el correo lo trasportaban a caballo, en mulas, había un señor que traía el correo de Sayula, ahí por el sembradío, luego empezó el camión que se llevaba el correo a San Gabriel. Aquí cada rico tenía su hacienda para trabajar su tierra; El Veladero tenía su tierra para trabajar, a medias, en El Pelillo igual; las sembrábamos a medias, la mitad para el patrón, y la mitad para nosotros».
—¿Viven mejor ahora que en esos tiempos?
—Claro que sí, ahora somos libres, con las tierras libres, tenemos propiedades, y trabajamos a gusto. Desde que yo estaba chiquito hasta hace poco se acabó la mediería, era muy pesado dar la mitad.
En agosto de 2015 alcanzó los noventa y nueve. Se ve cansado, pero ataja: «Enfermedad, ninguna, excepto la vejez. Yo nací sano». Era un hombre fuerte. Se movía a caballo entre el monte y, junto con sus ancestros, trabajaba con el hacendado local, Francisco Puga Alfaro. Fueron muchos años de trabajo duro. Así fue que se hizo de su ranchito, que pagó poco a poco a un compadre. Son cuarenta hectáreas. Le costaron veinticinco mil pesos, un ahorro paciente acumulado en años. En las fiestas de Navidad recibe a parte de su descendencia. Hay ya cinco generaciones. Don Librado apenas ha salido en su vida. Conoce Guadalajara porque va al médico, pero eso pasó luego de sus ochentas. La ciudad lo intimida. Su placer postrero está a dos mil trescientos metros sobre el nivel del mar, este rancho rodeado de ocoteras en este invierno húmedo.
Amor y muerte
La tristeza melancólica del llano contrasta con la serena y confiada vida de Tonaya, el pueblo enclavado al extremo poniente. Ha tenido suerte. Hace un siglo fue respetado por el temible Pedro Zamora, cuyo temor religioso le hizo no vejar a una comunidad donde había sido educado por un sacerdote entrañable. Tuvo paz en tiempos tumultuosos. Heraldo Federico Paz García, miembro de la familia poseedora de Tonallan, el mezcal más famoso de la región, recuerda que sus abuelos llevaron el cine de Hollywood y el de la época de oro mexicana a los asombrados habitantes de la comarca.
«Mi abuela, Eufrasia Osorio Orozco, me platicaba que no había red eléctrica, sino una planta de luz, y se ponía la función en un patio de una casona, algunos días de la semana […] conocieron así a Jorge Negrete, a Dolores del Río, a Joaquín Pardavé; y de los extranjeros, Charlton Heston, Greta Garbo, Esther Williams […] aunque ni siquiera hubiera una carretera pavimentada y todo estuviera lejos».
En esos años cincuenta del siglo xx comenzó su apostolado médico Mónico Soto Grajeda, único en todos los municipios de El Bajo. Las jornadas de camino para atender mujeres, niños y ancianos fueron parte de su osada juventud. «Yo fui el primero que aplicó vacunas contra la tosferina y contra la polio, contra la difteria». También ocupaba jornadas completas para ir a los caseríos más apartados, vadear ríos crecidos, soportar horas bajo el sol inclemente y atender a enfermos moribundos o a mujeres parturientas.
«Yo conocí a Juan Rulfo. Lo traté como amigo y como médico […] en “Diles que no me maten” [cuento de El llano en llamas] hay una referencia a mí: “Miren, viene un enfermo; ah, no, encamínenlo a Tonaya, allá hay un buen médico”. Es simple, yo era el único en esos tiempos, durante siete años lo fui…».
De un modo distinto, a don José, un sexagenario que habita entre las ruinas enmohecidas de Telcampana, no lo ahuyentan las últimas tragedias de su comunidad. «Los mafiosos llegaron hace unos años: pusieron sus ranchos, tenían campos de tiro, hacían sus laboratorios, llevaban sus tanques de gasolina robada y obligaban a que se les comprara […] No eran parejos ni justos en los negocios; aquí en corto hay una cruz: yo y mi compadre Cuco andábamos cortando ciruela en mayo y que nos topamos con el cadáver; le dije: “Otro muerto, vámonos”. Estaba tapado con basura y ramas…».
—¿Hasta hace poco había muchos levantados aquí?
—Ah, sí, aquí era una zona caliente. Había unos que vendían gasolina [robada] en un lugar cerca de aquí; allí mataron a veinte, pero entre ellos mismos, no sé cómo se daría, muy bárbaros […] Allá por la orilla del pueblo mataron a un primo mío, Ramiro Benavides Preciado.
—Muy famoso, me dicen en San Gabriel que lo querían mucho…
—Sí, era muy trabajador mi primo, hijo de un expresidente, yo a veces le ayudaba […] Viniendo del puente, de allá pa’cá, a mano izquierda, esa brecha va directo a los Los Gallos, y a Rancho Blanco, y por ahí ajusticiaron al pobre, pero hay una cosa ahí, un hijo de él andaba en chuecuras. Ese muchacho tenía cincuenta vacas que le dejó el papá; se le murió una vaca y fue a tirarla para allá, él ya tenía problemas personales y se vengaron con el papá; eso yo creo. Ese día, cuando regresé, me dijo mi señora: «Oye, mataron a tu pariente». «¿Cómo, si vengo de la leche?». Él siempre me invitaba a beber leche caliente con piquete, y así fue, ahí por el camino estaba una escuela, está una higuera, por allí lo mataron. Ha habido muchos problemas aquí, seguido había muertes, y todo por problemas entre ellos.
—Se dice en San Gabriel que más de cien personas desaparecieron…
—Ah, sí; tantos, que ahorita tengo un sobrino que también por ahí le andaba, y ya tiene tres meses que no sale. Hay más desaparecidos, pero yo digo que andaban en malos pasos, ellos se lo buscan.
Por eso varios notables se fueron. A Sayula, a Zapotlán, a Guadalajara. Como en otras irrupciones de la violencia, en una historia que parece cíclica en esta región solar, condenada a repetirse sin fatiga. No obstante, la mayoría se aferra a permanecer, atados a la tierra, a sus bienes y a sus muertos. «Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas, como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que uno allí quisiera vivir para la eternidad…» (Pedro Páramo).