—Cuando cumplas quince años
te voy a llevar a tomar el té
a una confitería elegante
medialunas y tortas y scones
sobre platos con bordes dorados
y flores con hojas y pajaritos—.
La promesa de mi abuelo
para mí era una nube mágica
con forma de conejo
o un saltamontes confundido
con el pasto bien alto. Yo corría rápido
al espejo a ver si mi cuerpo había crecido
lo suficiente para merecer ese banquete.
El tiempo pasó muy lento. El día que cumplí los quince
un huracán sacudió la tarde e hizo temblar la casa.
Nadie vino a buscarme. Se rompieron
en cien pedacitos las tazas de porcelana
que cayeron al piso. Y mi corazón también
escupió un hilo negro
que a veces todavía se me aparece.
El secreto
La casa de mi abuela
tenía un patio muy largo
de baldosas rojas y amarillas
que con mis hermanos
recorríamos incansables
en bicicleta o en patines
los domingos después del almuerzo.
Había en el fondo un jazmín
de flores blanquecinas
las ramas colgando del techo
un cielo claro que caía
similar a una cascada
sobre nuestras cabezas.
Bajo esa gran sombra dejábamos las bicis
y robábamos las florcitas parecidas a estrellas.
Había que guardar los pétalos
entre las remeras que nos habíamos sacado.
Más tarde íbamos a escondernos
y a chupar el jugo dulce de las flores.