Pero aun muerto, el griego no quiere
separarse de la naturaleza: desea que
su tumba tenga una rejilla para ver
a través suyo a las golondrinas en la
primavera…
Odiseas Elytis
Tinta china sobre papel cebolla
La primera vez que se supo muerto, Luis Aguilar tocó con su voz los ojos del hecho poético: hecho emisor de luz que sólo la muerte dignifica y revindica, enamorada del poeta. De ahí que Aguilar haya resurgido —con verdad— en un alumbramiento de palabras, para luego hacer constar que permanecía vivo, en actas: actas fidedignas, circunstanciales y guardianas del secreto de pertenecerse aún en la muerte. Así, Aguilar ha conocido que todo lo vivido debe referir a sus próximas muertes, y dar fe poética del paso de los días hacia ellas.
El acta primera está redactada por un muerto; aquí comienza Luis Aguilar con un inventario de las cosas que nos anteceden y de las que nos preceden: «otras cosas que cantan, que cantan otras cosas; cosas encadenadas, que encadenan otras». Por actas redacta lo que ha venido muriendo, para poder leerlas en un conjunto de imágenes, parecido a un antiguo retrato de familia, reflector de la fe que se tiene por esas cosas que se pretende poseer. «Me acomodé a la oscuridad», dice el poeta, con la tinta de una mirada que purga la miseria que acontece en un «amasiato con las sombras de las sombras», señalando con ello el lugar donde brota su poesía. Aquí es necesario puntualizar que es un acierto hacerse pasar por muerto frente a la muerte, y Aguilar lo logra en el «Acta de defunción», como si él estuviera presenciando una muerte no orgánica, ciega a medias, de teatro chino, dispuesta a discreción, al azar de la vida anterior que ha dejado. Dicho esto, de Luis Aguilar ahora conocemos su paso por los umbrales del pasado y la sombra, y que el poeta fue horadando con firmeza.
Regresemos al comienzo del acta y descubramos quién es el muerto. Luis Aguilar no. Él ha hecho por apartarse del marco del retrato de familia; será necesario que nosotros, sus lectores, sepamos que desde que asumimos la lectura de estos poemas nunca supimos poner bien nuestro nombre en la luz que salta del cuadro; reconozcamos que tampoco seguimos vivos, si nuestros ojos nos miran dentro del retrato y figurando en acta. Aguilar nos ha llevado a morir, porque él nos certifica que la luz es menester de una inocencia perversa, un pecado matriarcal que nada más la muerte perdona, y que no hay dios alguno que la emancipe: «una sierpe al centro del sol de medianoche». De esta nueva noción de difunto se puede decir que sea la cuerda que jalamos para descorrer las cortinas que amordazan la memoria.
La segunda acta queda asentada en la fe del renacimiento: el verso es luz renovadora, donde el género expira ante la poesía. La feminidad que la muerte arrojó al mundo no es correspondiente a la masculinidad de las cosas —todo era un caos, ahora todo brilla. ¿Qué más puede el poeta, sino nombrar a las cosas por el nombre que éstas le piden? De la religiosidad de una génesis poética que pueda fundamentar el origen y que deviene parte de esa creación. Su propia visión lo justifica creador de circunstancias vitales. Aquí el lector está renaciendo, se rebautiza lesbiana, árbol, papel carbón. En «Fe de bautismo» nombra hombre a la mujer y a la mujer pájaro, para que de una nueva vez el recuento y reencuentro con sus días florezcan al lado de todo sexo diverso y refundador de las agonías propias —gajes del oficio. En la poesía de Aguilar existe un llamado a todos los cuerpos conocidos que él recita en tiempo y forma de sus emociones, por ello al bautizo de todos sus momentos le nombraremos liturgia de contenido y extensión. No importa que él mismo nombre el camino verdadero del placer. El hecho poético es sacramental y de cánones rígidos, y el poeta es sin duda el camino: «Éste es mi cuerpo y mi sangre, cuerpo que jamás le será negado al hambriento. En él está el camino, la verdad y la vida. Pues nadie viene al gozo sino por mí». Tal vez lo que busca en los nuevos nombres sea ese no perderse religioso, humanista y sexista, aun después de nacer cubierto del pecado de ser hombre.
La tercera acta bien pareciera una vehemencia poética que Luis Aguilar adopta como sacramento de matrimonio. De un modo nada sutil, se permite hablar desde el interior del retablo familiar, hacia la habitación vacía, con una amarga enumeración de las cosas añoradas: «Pensé sembrar plumas de colibrí en el aire; raíces de nota en un canario para alegrar el llanto, armar los troncos con el pálpito constante de un carpintero alado». Es notable la manera en que el poeta se cubre de un raso blanco como símbolo de unión entre su dolor y la vida no ajena, revindicando todos los sacramentos anteriores en una voz femenina, fuerte y solitaria en sus recuentos. Aguilar ha mimetizado su desamor en un reclamo al espacio ocupado, como si en esta ocasión estuviese muerto por tercera vez: «Fueron siempre mis manos (al principio de las cosas y con ciertas cosas por principio) las que te escribieron». Todo esto logra hacernos entender que el matrimonio entre el poeta y su desvarío terrenal son los opuestos que conviven contrariados. El acta encierra un diálogo recurrente en la poesía: fotografía y exterior, visor e imágenes que a lo ancho de sus renglones nos dan un claro panorama de lo trivial que es amar en un río revuelto.
Con la cuarta acta se mide la única dimensión de la muerte ante los ojos. No hay que sentirse un teólogo, no, porque llamarse sabio de Dios no es labor de un oficio poético; más bien son las circunstancias que nuestro poeta resuelve llevar a sus ojos, con la justa medida de palabras que conjunta para renovarse, para estar devuelto sin el ungimiento divino, solo ante la vastedad de su palabra, pese a la luz del miedo: «Podría también intentar todo de nuevo, pero esta osamenta que me carga, que sostiene este mi cuerpo que es ajeno me craquela. Vivir no es un ensayo». Vaya conciencia del asombro, tan necesaria para ya no importar más que el cuadro de familia que nos contenga, si son nuestros ojos las alas de la reinvención.
Luis Aguilar nos dice luego, en otro documento, que toda esquela es preferible que el poeta la escriba desde el infierno, para constarse ángel en la poesía, y esto lo señala pese a no preferir un epitafio escrito por una mano terrenal; cree firmemente en dar más luz desde las sombras. Así: «toda flor era metáfora de amor y no de muerte». Por ello repito que la muerte se consagra enamorada del poeta, porque ella sabe que el poeta no la abandona a su suerte, y éste siempre habrá de deshacer los ojos con el corazón en ellos. El poeta no descansa jamás en paz.
Al final de este recuento de actas y con los ojos comenzando a estar maltrechos, Aguilar nos hereda la memoria, como si no bastase haber compartido con él las sombras. No hace por soltarnos de su puño y nos habla del vínculo que la poesía es, y que nuestra herencia se localiza más allá de la vida y la muerte. A un paso de la sombra a la luz, nada tendremos en la conciencia más que Los ojos ya deshechos por toda la belleza que en vida contemplemos. Hay que ver para morir y ser devuelto como flores a los hombres y a Dios.
Los ojos ya deshechos, de Luis Aguilar.
Secretaría de Cultura de Jalisco / Mantis Editores. Guadalajara, 2007.