Venus

Carlos Ponce Velasco

(Guadalajara, 1985). Fue ganador del Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 2016 por su novela El predominio ilusorio (Coneculta Chiapas, 2017).

El monolito cayó sobre el parabrisas. No atravesó el vidrio, se hizo una hamaca en la que quería descansar. La muerte fue rápida, el golpe y las vueltas. La piedra salió volando y los que buscaron nunca supieron cuál de las que se esparcían sobre el pavimento era la responsable. Un cuerpo quedó en su lugar, el único que previno y abrochó su pecho al cinturón. Esa prevención fue en vano, su agonía la más larga. Otro salió volando, la cabeza por aquí y el resto más lejos. Del tercero no se habla mucho, aun más importante que su destino fueron los pocos meses que tenía de vida. Una roca caída del cielo, bendecida. Los dioses que desde el puente contemplaban su obra bajaron asustados por la escalera oxidada, uno tropezó, pero rápido regresó con los suyos. Cada quien cenó con sus padres esa tarde, al día siguiente ya no volvieron al puente. Uno confesó sus crímenes y toda su familia se fue lejos, nadie lo vio otra vez. Las hermanas de trenzas rojas y pecas dejaron de ser gemelas, una se volvió abogada, tuvo un hijo, envejeció con una sonrisa y apenas un dejo de tristeza en las cataratas que la cegaron; la otra engordó hasta que en su cumpleaños número treinta los pulmones se encogieron bajo sus pechos y el corazón se detuvo. El hijo del coronel hizo una familia, luego otra y finalmente pasó sus últimos años junto a su nieta, quien lo quiso profundamente. El más chico de los dioses olvidó todo, fue miserable hasta el final de su vida, las voces que lo acompañaban le gritaban cada vez más alto.


Tengo una ceguera adentro de mí. Ahí está la silla, allá las llaves colgando de una percha, las paredes grises, la parota en la ventana. No puedo ver, sólo siento la suavidad del piso bajo mis pies, no hay rocas ni polvo. El aire es de tabaco acedo y hojas de oficina, de sudor. Me piden que me siente, me llaman madre. Una joven con la piel firme me da la mano para que me apoye. Fue hace tanto y es igual, ya pasé por aquí, llegué y puse mis dedos sobre la tinta y luego en el papel, leyeron unas cosas que no entiendo. Hoy también leen y preferiría no saber de qué hablan. Felicidades, madre, me dicen las que no son mis hijas. Mi vientre esperó y esperó y en esa espera perdió las ganas de ser habitado. Igual que entonces me pregunto a dónde me llevan. Un día me enseñaron al mundo en un pedazo de papel, nunca supe en cuál de las cuatro esquinas estaba, pero me di cuenta de que no habitábamos el centro. El olor me dice los colores del pasto húmedo, la limpieza del camino, la tristeza de los rostros. Hace calor, pero eso ya lo sentía, el viento está sano y tiene el perfume de las palmas y los limones. Ciega me meten al carro y ciega observo el camino que no pensé ver de nuevo.


Nació de una montaña en el principio del tiempo, el parto la hizo volar por primera vez, sobre el valle y los bosques vestidos de rojo y naranja que bailaban al compás del espeso humo. Llegó al agua, su cuerpo robusto irrumpió la paz y provocó una ola, llevando consuelo a las plantas de la rivera. Temerosas y empapadas agradecieron, pero igualmente morirían ese día: el parto seguía. Desde el fondo pudo sentir el caos, los truenos y la larga noche. El cambio fue tan lento que no notó el cansancio de la tierra, la somnolencia del vientre, el cielo se aclaró hasta que el sol pudo llegar al fondo y acariciarla. Sólo los peces, que no dan importancia a esas cosas, miraban su oro, su obsidiana y los rubíes diminutos a los que abrazaba con celo. La corriente colmada de envidia le fue arrancando con paciencia su tesoro. Es otra forma de dar a luz. Cada año los mismos animales pasaban junto a ella, no se dio cuenta de que los pequeños cada vez se parecían menos a sus abuelos y bisabuelos. El día que pudo tocar el aire ya no había vuelta atrás, ya no había bosque ni gritos, sólo arena. El calor la partió, el aire continuó la rapiña y un día apareció el hombre y la apartó para hacer un camino. Allí contempló el crecer de la ciudad, el paso de los caballos y de los automóviles, la muerte, la prisa. Cuando sólo conservaba un tesoro en su interior, unas manos la levantaron y nadie lloró al saber lo pequeña que se había vuelto. La hicieron volar por segunda vez y nuevamente fue el terror del valle.


¿Te acuerdas cuando me leíste este cuento sobre un fantasma que no asustaba? Qué aburrido se me hizo, sonaba tan raro. Luego me hiciste leerlo en voz baja, después en voz alta, me hiciste escribirlo letra por letra, contártelo con mis palabras. Un día lo escuché de nuevo y entendí algo de ti y algo de mí también. Recuerdo bien la primera vez que nos sentamos juntas, me gustaba que me hablaras y mostraras tus dibujos, también tu cuerpo. Esa noche que tomaste mi mano y la metiste bajo tu falda y luego me lo hiciste a mí mientras todas dormían, me dejó la emoción del miedo en la carne. Me decías que suspirara para no gritar. Ya grandecita me diste un libro enorme, dijiste que con ese me entretendría un buen rato. Lo he leído mil veces y todavía me sorprende no entender esas palabras, es porque me distraigo, mujer, me distraigo pensando en ti y en lo mucho que te sigo extrañando, más con las letras. Pero ya sabes que sí, luego conseguí más historias y me gustaban, viendo las copas de los árboles al otro lado de la barda. El tabachín casi rojo, las primaveras indecisas. Página tras página tras página. Le enseñé a varias, también, a leer y a reír, las hice meter sus manos entre mis piernas y luego les leía. Escondidas, como me enseñaste. Les hablaba bonito, como tú me hablabas a mí, me decían la maestra, como te llamábamos a ti. Nunca ocupé tu lugar, cuidé que nadie se le acercara. A veces pienso que me enseñaste a leer para poder entender tus cartas, cifradas en un código nuestro. Aún no sé hacer divisiones, ¿lo puedes creer? Tampoco sé dar el cambio ni me aprendí la tabla del seis. Sólo te entiendo a ti.


Después de que barrieron el vidrio y se llevaron los cuerpos, un viejo huérfano la levantó del suelo y vio el cristal negro que había en su interior. La metió en una de sus tantas bolsas y comenzó a avanzar como el sol. Lo orbitaban sus perros, cuidándolo de la oscuridad. Acompañada de joyas, trapos y juguetes, la piedra esperó hasta el último suspiro del hombre. Quienes llevaron su cuerpo a la vida eterna y a los animales a la muerte vieron todos los tesoros con el asco que produce la miseria. Todo de ese buen señor se perdió, todo menos la piedra que pasó de mano en mano.


Me enseñaste a cobrarles bien a los guardas, me dijiste cómo les gustaba. Recuerdo la primera vez que se me acercó ese viejo rancio y pensé que no podría. Me dijiste que no lo viera e imaginara el aroma de los mangos maduros. ¿Te acuerdas cuando vino el joven? Seguro tenía una vida allá afuera, una buena mujer e hijos. Moreno, delgado y cariñoso. Sólo le cobré la primera vez, me decías que era una tonta cada vez que me escondía atrás de la bodega a esperarlo. Yo cobré muy caro, con él no tenía que cerrar los ojos ni imaginar nada. A veces me sentí culpable por saber que me aprovechaba de su inocencia, de robarle el sudor y las caricias a cambio de un par de minutos. Un día lo transfirieron y una de las mujeres se burló de mí cuando pregunté por él, gracias por callarle la boca. Pero también te fuiste, primero tu cuerpo se fue por la puerta y después tus cartas tardaban más y más hasta que me olvidé de esperarlas. Nunca me enojé contigo, siempre supimos que pasaría. Me enseñaste a leer y a vivir. Yo sí te seguí escribiendo, te conté cuando me cambiaron con las mujeres grandes y cómo varias me reconocieron y me abrazaron. Le cobré a los guardias hasta que les dejó de interesar mi cuerpo, pero soy buena, le dije a las chicas qué hacer y ellas me lo agradecieron. ¿Del joven aquél? A veces él también viene a mí como fantasma. Debo confesarte que nunca querría volver a verlo, lo mantengo suave y joven; en cambio a ti me gustaría tocarte siempre, contemplar cómo te han tratado los años lejos de mí. Uno de nuestros destinos era envejecer de la mano. No fue éste.


Un día le dieron forma. Manos duras comenzaron a rayarla con un lápiz blanco y luego con la violencia de un disco de metal la desmembraron. Entre más ligera se hacía, su belleza se acentuaba. La venus tomó forma y luego fue pulida. Estuvo lista para volver a esperar, años todavía, sobre un mantel que cada domingo se extendía en la plaza. Tomada y devuelta por turistas que no le daban importancia, hasta que un joven sintió sus curvas de obsidiana y dio unos cuantos billetes a quien, felizmente, se había deshecho de su creación.


Escuché el estruendo con mis pies porque mis oídos tuvieron miedo. Mucho me lo preguntaste, pero jamás te lo conté. Alguien dijo haber visto una niña y yo fui la niña que encontraron. Mi caja con dulces quedó en el suelo. Me llevaron como una maleta. No lloré, no entendía mucho, pero recuerdo que salimos de la ciudad y vi el campo. No sabía que podía haber tanto lugar sin pavimento. Preguntaron por mis padres, pero no dije nada. Ya sabrás por qué. Lo viví sola y doy gracias que después pude encontrarte a ti, pues en mi corazón había espacio. Comí bien, me dieron cobijas y algo de calor. Mi silencio parecía la declaración de culpa que querían y caso cerrado. Mi madre vino después, cuando se enteró, lo hizo unas seis veces. Mi hermanito sólo dos: cuando me dijo que no la encontraba y otra, ya grande, en la que se acordó de mí. Pobres, tan solos allá afuera, desvalidos, ojalá hubieran tenido mi suerte.


La hija del joven encontró a aquella figurita en una caja de metal, al fondo de las memorias del difunto. Estaba rota y nunca encontró las piernas del ídolo.


Dicen que se hizo justicia, que me rescataron del infierno y ahora tengo libertad. Nadie sabe que no lo hice, sólo tú lo sabes ahora. Aunque me vean culpable dicen que fueron demasiados años para una travesura. Hay días en los que extraño los árboles tras la barda, pero aquí tenemos limoneros, un papayo y plantas que no había visto. La gente viene a morir por su propio gusto, se quejan de la comida, aunque a mí me sabe todo igual que siempre. Se quejan de que no los dejen salir y sonrío. Hay una enfermera, preciosa, jovencita, blanquita como tú, que me da pastillas y cuida que esté bien. Hace tanto que no leía un libro nuevo, ella me trae uno cada semana. Cuando la veo caminar a lo lejos me imagino que vamos tú y yo al patio, nadie nunca nos dijo nada. ¿Te acuerdas? En esta ceguera de luces veo a los hombres sobre mí y también tus brazos. Me da pena pensar en todo lo que has sufrido allá donde no te dan alimentos ni techo, donde no estoy yo. Cuando te rezo, tomo entre mis brazos una figurita rota que me regaló la joven, está más negra que yo y más brillante que tú.

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