El gabán bajo la lluvia

Carmen Ollé

(Lima, 1947). Su libro más reciente es Amores líquidos (Peisa, 2019). Recibió el Premio de la Casa de la Literatura Peruana 2015 por su trayectoria literaria.

De nuevo las viejas visiones de la infancia, un parque maloliente verde pasto, vagabundos oliendo a ron, casacas de invierno que me hacen recordar las caminatas juveniles, gabán, bella palabra que aroma, la lejanía es nuestra meta, ¿de verdad es nuestra? Tú amabas estar cerca, amabas La Victoria; yo, largarme, poner distancia entre ellos y yo. ¿Quiénes eran ellos? No lo recuerdo. ¿Eran los prolegómenos, los preceptos, las convenciones?

El gabán camina por Barranco, va al encuentro de un dulce y esquizo-entomólogo, también de un silencioso Adán, cuya La casa de cartón (en este caso funciona el gabán perfectamente) me puse a leer en la placita de San Francisco: tranquilo rincón a pocos pasos de otro parque bullicioso y popular; he ahí la distancia en verdad, la lejanía cerca o cercana. La pedrería de su lenguaje resalta aun más al grito de halcones y palomas.

La casa de Eguren —ahora le pertenece a una empresa— en una esquina era de color café claro; hoy, ocre rojo o rojo fresa. Un perro me mira acucioso como si me conociera. Un perro que sabe más de mí que estas calles nuevas. Sin moverme la cola parece decirme no le hagas caso, olvida lo que dice, no claudiques. Claudico ante el llanto de los niños como carnaza que sirve para obtener limosna. La piel lacerada de los perros bajo la lluvia, sus heridas traspasan la piel. Buhonero, tus canes son benévolos; tus niños, profetas, sólo las patas rencas de los perros vagabundos marcan el ritmo de un madrigal.

Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué si me miráis, miráis airados?

El perro es fiel, lo compruebo esta mañana en el parque. Llueve, no marca ni las siete el reloj, paso con Glenda cerca del vagabundo que dormita, tiene las piernas cubiertas con un cartón, un maletín viejo al lado, parece lleno, ¿de vituallas? En las historietas de mi infancia se decía así… éste debe estar lleno de trapos. Acurrucados junto a él, dos perros o perras negras apenas levantan la vista para mirarme pasar a prisa, no vayan a aventarse contra mi mascota, detesto llamar así a Glenda. Los perros negros son, la mayoría de las veces, resultado del cruce de razas diferentes. Por eso abundan en Lima, una ciudad de perros a los que también les toca ser ricos o pobres, de clase A, B o C, D. Estoy segura de que hay perros que prefieren merodear por los basurales antes de que una mala dueña de esos falsos albergues los acoja entre sus huéspedes.

Le echo una última mirada al vagabundo, pienso en Diógenes el Cínico, en sus discípulos de la Secta del Perro, precursores de los estoicos. Los estoicos son extraños, no más que los ricos, por cierto. ¿Qué siente un rico cuando tiene el bolsillo lleno, la faltriquera del pícaro de Tormes repleta de doblones de oro? ¿Qué haría yo, ahora que ando sin trabajo y consumo mis últimos ahorros, con la faltriquera llena? Me iría a la Martinica porque en ella transcurre una historia melodramática que conmovió mi adolescencia, una telenovela mexicana sobre un filibustero, Juan del Diablo, llamado así por su goleta que anclaba en la isla del Diablo. Un joven bello, ilegítimo, enamorado de una chica de buena familia, pero sin dinero. Es decir, la historia con todos los ingredientes necesarios para enganchar la atención de una adolescente como yo, que todavía no sabía que de grande iba a trabajar para la cooperación internacional como directora de una ong de desarrollo, algo totalmente ajeno al melodrama. Oigo los tambores de los esclavos en la Martinica, el estallido del volcán, el Monte Pelée. Es la hora de la siesta después del almuerzo en la casa de mis padres. Esa hora velada por la sombra de un olmo; a lo lejos se oye una cuculí; me asomo por la ventana del segundo piso, esa ventana en forma de ojiva, para ver a los gallinazos en el techo del vecino de enfrente, erguidos, parecen aguardar el momento de ponerle la pata a un tesoro.

Otra posibilidad es irme con mis magros ahorros a San Petersburgo, mi alma rusa muere por los palacios, el Neva, la calle principal que en las novelas rusas llaman la perspectiva Nevski, los trineos jalados por perros lobos; en el fondo nunca tuve sangre revolucionaria como mis colegas que fundaron ong feministas. Los muros de piedra en las noches blancas de la ciudad fundada por Pedro el Grande deben poseer una luz misteriosa; otro melodrama, ligado esta vez a la literatura de ficción tipo Dostoievsky o Chéjov o Pilniak o Nabokov o Bunin, algo más idóneo a un siglo que termina. Caramba, por fin veo algo que termina sin mayor asombro.

Sin embargo, no voy a jugar a la lotería con mi pequeña fortuna; eso de repartir la riqueza entre tus seres queridos y tus amigos es de fracasados, los ricos de verdad sólo dan limosnas, mendrugos, migajas, nada que merme su capital. En realidad mi imaginación es pobre, no atino a nada, ni a la más puta idea de en qué gastar la repentina indemnización que me tocó por mi renuncia o súbita despedida, ya ni sé a qué se debe. Un crucero suena baladí, un safari ídem, construir escuelas, ya dije que es de soñadores frustrados; repartir alimentos en Asia, África, etcétera, eso se lo dejo a la Fao o a la Unicef. No voy tampoco a gastar mis reales en un viaje al espacio sideral, no vivo en la fantasía de un norteamericano feliz, el espacio me resulta muy aburrido salvo en las especulaciones de la Teoría del Todo. Lo que no está prohibido, sucede, dice Stephen Hawking a propósito del universo.

Dos textos de dos épocas diferentes: entre uno y otro median más de diez años. En ambos hablo de la desocupación: en el primer caso hay una valentía para soñar ante lo inminente, la pobreza; en el segundo no hay más que azar y preguntas lanzadas al vuelo que prefieren cobijarse en la contemplación: una vieja placita, el recuerdo de un poeta soñador, las palomas que gimen con escándalo y ensucian las cornisas, dos mujeres, una de las cuales se sienta en absoluta calma frente al atrio de una iglesia en Barranco y piensa en un madrigal. «Ojos claros, serenos…», ¿dónde, ¿dónde encontrar esos ojos de esa transparencia? Bajo por las escaleras del Puente de los Suspiros hasta el mirador: en Lima el cielo y el mar, en el invierno, se unen en un solo trazo lánguido, más abatido que otra cosa; los ojos que miran sin verme son indiferentes, los ojos de los indigentes parecen contemplar el desierto, las dunas del sur de Lima los cobijan o se reflejan en ellos. Hay ojos que miran a donde no hay oxígeno, sólo bacterias anaeróbicas que no necesitan respirar.

La modorra

Camino por lugares que me recuerdan algunos parajes de mi pubertad, avanzo por la Plaza Mayor de Lima escuchando las campanadas de mediodía y el cielo se abre para mí. El repicar se mezcla con la chirriante marcha de cambio de guardia en el Palacio de Gobierno, ahora entiendo por qué el mandatario de turno insiste en no abandonar el poder, debe ser duro bajar las escalinatas del palacio para confundirse con la gente que tiene cara de sueño, que vaga por la plaza. Dentro de ese palacete versallesco estás a salvo, tiranillo. Simplemente gasto mi dorado tiempo en trámites estúpidos, cobro antiguas acciones de telefonía e intercambio un par de sonrisas con el subgerente adjunto del banco para que dé luz verde a mi papelería, a los pocos minutos estoy otra vez libre para tomar un café en un bello pasaje recién remodelado, sólo me molesta la música disco de los parlantes, que no me deja recrear el paisaje y alucinar que estoy en Tánger. Lima es chata, carece de élan, los pies de un maniquí vestido con un elegante abrigo negro están sucios y descascarados a la entrada de una boutique, cierro los ojos y ya no escucho la música, pienso en el amante ido o perdido… Después de hacer el amor, un detalle: sus manos fuertes, con uñas grandes y cuadradas, recias y toscas, una sensación de plano sólo estética, pero suficiente para mi neurosis matutina. El recuento de la noche anterior no le es muy favorable, pienso, quizá porque las mujeres que viven solas largas temporadas sin sexo son más contemplativas, como gatos techeros. Vuelvo a abrir los ojos y todo permanece idéntico. Mi futuro está en juego, debo huir de esta modorra. Pero no hay isla en el mundo que no me exija un visado, además de una cuantiosa cuenta bancaria para mi estadía. ¿Dónde queda mi Tahití privado?, ¿en una calle de Manhattan o en una placita del Cusco? La solución: volverme a casar. Si viajo a Europa lo conseguiré en el acto. Irme lejos, porque estoy harta de todo, claro, sólo quiero colgarme de las musarañas, ¿por qué se me niega ese derecho? Me imagino en la lejanía tomando una cerveza y sonriendo ante el chongo que seguirá siendo la vida en esta ciudad. ¿Adónde es el visado? Me gustan las mañanas en ese lugar idílico, por la tarde estoy segura de que recurriré a un Xanax para adormilar mis obsesiones infantiles.

El karma (una palabra gastada en el siglo xx)

De pronto, con pies ligeros me sonrió la tristeza. Recordé mientras bebía un mocaccino en un café frente a la plaza de Barranco que la tristeza, se lo dije a una prima, es un sentimiento noble. Mi prima estaba aquejada por algo que no tiene solución ni hay manera de sobrellevar si no es con la noble tristeza siguiéndonos cual una sombra fiel.

Leo Libro de sol de Josemári Recalde. Un poema dedicado a su familia:

Cuando recuerdo
los lápices chinos
y el sonar del grillo

Cuando corrí
hacia el puesto
y el sonar del grillo

Cuando por primera vez
te desnudé
oh escritura

Y el sonar del grillo.

Sigo leyendo: «Y el mordiente aroma de las magnolias apresaba el alma». La poesía es un ave cetrera, el poeta un mago de la cetrería. No conocí a Josemári, pero varias amigas poetas que fueron a eventos y recitales en los que yo participé suelen preguntarme si me acuerdo de un muchacho que las acompañaba: alto, blancón, como se dice en Lima, ciudad de eufemismos, una de las más racistas, gusta de ellos para enmascarar sus emociones; ciudad-caleta; excelente término de esta época, muy coloquial pero también asertivo. Creo que Flora Tristán en Peregrinaciones de una paria dio en el clavo al describir Lima y Arequipa en su tiempo. No me atrevo a adelantar juicios de una ciudad como Arequipa, que sólo he conocido una vez en mi vida y por poco tiempo. En cambio, la descripción de Lima hecha por Flora es insuperable:

Lima, tan grandiosa, vista de lejos, cuando se entra en ella no mantiene sus promesas, ni responde a la imagen que uno se había forjado. Las fachadas de las casas son mezquinas, sus ventanas sin vidrios y las barras de hierro con que están enrejadas recuerdan las ideas de desconfianza y de opresión. Al mismo tiempo se entristece uno por el poco movimiento que hay en todas aquellas calles.[1]

Claro, puedo poner sobre el tapete una descripción de Melville, otra de Salazar Bondy, hay tantas como años han pasado desde que Flora pergeñó aquel libro.

¿Encuentro fortuito? Acaso creo en el azar más que en la voluntad divina, pero cuando hablo de voluntad divina desde la negación percibo el temblor del pecado en mi cuerpo, siento que se aproxima el peligro. La religión católica es punitiva, no entiendo la entrega de los fieles de esa manera absoluta, como se da en la procesión del Señor de los Milagros y, sin embargo, sólo en esa fe podemos sobrellevar el dolor, la pena, la ansiedad, y aspirar a un cambio de vida que nos permita sonreír al alba y no enmudecer bajo la luna. ¿Recuerdan este verso?: «Toda luna es atroz y todo sol amargo…».

Estaba buscando Peregrinaciones de una paria de Flora Tristán entre libros colocados sin ningún concierto, sólo porque entran apretujados en los anaqueles, y encontré una estampa de Cristo crucificado: la típica tarjeta que entregan a los asistentes en misas de difuntos: Señor, acoge mi alma.

En la parte de atrás hay una cruz y, garabateado con lapicero, el dibujo de un niño pequeño. ¿Cómo llegó esta postal a mis manos? Cuando la abrí, leí: «El santo sacrificio de la misa será celebrado en sufragio del alma de S. Acevedo —mi tía Sigelinda, mi linda tía soltera open minded—, ofrecida por Herminia Alayza Mujica e hijos —mi bella amiga de hace muchos años—, en Miraflores, enero de 1996». Herminia murió en 2010 y mi tía en 1995. Guardo esta señal de Herminia para mí. Tenía razón Pilar Dughi cuando nos aseguró a Mariella Sala y a mí que después de muerta se comunicaría con nosotras, «lo creo, como estoy mirando por esta ventana», nos dijo en su lecho de enferma. Herminia se ha comunicado conmigo. C’est tout.

También tía Sigelinda o Sigeslinda o Siglinda, hija de Wotan, mitología nórdica purita, quiere comunicarse conmigo. Entonces hablaré de su nariz griega o egipcia, no importa, era larga y tremebunda, pero intensa, como el aroma de las magnolias. Murió soltera, pero no significa que no conociera el amor. Conservo fotos en sepia del sanatorio de Olavegoya donde estuvo internada en los primeros años del siglo xx a causa de la temible tuberculosis, donde posa con jóvenes periodistas esbeltos, bien vestidos; uno de ellos, El Flaco, su gran amor, murió en sus brazos del mismo mal. La tuberculosis sólo se curaba en las alturas de un pueblo serrano, escenario de una novela cosmopolita, País de Jauja, de Edgardo Rivera Martínez, escrita en segunda persona, un narrador y un punto de vista difíciles. Se trata de un narrador dentro de la historia, personaje también o autor desdoblado, como en el famoso poema de Catulo:

Deja de hacer el tonto, infeliz Catulo,
y lo que ves que ha muerto juzga perdido. 
Viste brillar otrora radiantes soles, 
cuando ibas donde aquella
que amamos como nadie ha de ser amada, te conducía. 
Allí se hacían cosas alegres y placenteras. 
Viste brillar, de cierto, radiantes soles. 
Hoy no te quiere ya;
no la quieras ya, débil. 
No sigas a quien huye, ni triste vivas, 
pero con obstinada mente resiste. 
Adiós, amada. Ya Catulo resiste 
y no te busca o ruega contra ti misma… 
Pero habrás de dolerte al no ser rogada. 
¿Qué vida te espera? ¿Quién hoy a ti se acerca? 
¿Quién te ve hermosa? ¿A quién besas?
¿De quién morderás los labios?
Mas resiste, Catulo, tú, decidido. [2]

Bajo la influencia de este enorme poeta que a una de mis alumnas le pareció irrelevante —así son las cosas de la ceguera o de los gustos— tuve la ambiciosa idea o inspiración bisoña de escribir un poema en esa tónica, aquejada también por males de amor.

Deja ya Carmen de andar por ahí contando a
todos tus dolores;
con tanta queja a nadie haces bien y el culpable
se vanagloria,
crece en riqueza y poder.
Dice que hay una tonta ya madura —aunque no
lo parezca— que vierte por él sangre.

Si tu cuerpo no alcanza en otro cuerpo la gloria:
que el sueño te recompense.

Por esa época me pasaba horas aburriendo a mis congéneres con mis cuitas. Ahora lo hago con las cuitas ajenas. Los dos versos finales baten palmas al Catulo obsceno de algunos poemas a través de una metáfora nada lúbrica, al parecer, sobre la recompensa en el sueño, aunque el pleonasmo habla por sí solo.

Creo que las penas de amor quedaron grabadas en el monte del olvido, como ese famoso bolero que mi abuela y mi tía Sigelinda cantaban en casa: «Están clavadas dos cruces en el monte del olvido…», paráfrasis del Monte del Calvario y de la muerte de Cristo. Quizá lo que aún perdure —ese «quizá» es aborrecible, ya lo dije antes— es el deseo. Para la Torá «el deseo insatisfecho crea peste»; en un poema de Cavafis se habla del tema de manera dulce y categórica:

DESEOS
A cuerpos hermosos de muertos que no envejecieron
y los guardaron, con lágrimas, en un bello mausoleo,
con rosas a la cabeza y a los pies jazmines 
—se asemejan los deseos que pasaron
sin cumplirse; sin merecer una
noche de placer, o una mañana luminosa.[3] 

Pero hay otro poema que me inquieta y atormenta: 

VELAS
Los días del futuro están delante de nosotros
como una hilera de velas encendidas
—velas doradas, cálidas, y vivas.

Quedan atrás los días ya pasados,
una triste línea de velas apagadas;
las más cercanas aún despiden humo,
velas frías, derretidas, y dobladas.

No quiero verlas; sus formas me apenan,
y me apena recordar su luz primera.
Miro adelante mis velas encendidas.

No quiero volverme, para no verlas y temblar,
cuán rápido la línea oscura crece,
cuán rápido aumentan las velas apagadas.[4]

Hay vida en los sinuosos contornos de las velas, olor y aroma en el humo que despiden, movimiento en el arco que asoma en algunas y en la luz que reclaman: todo nos convoca pero también resta. No siento que nos rete. Cavafis está muy lejos de la confrontación, del reto, de la lanza al ristre. Es una nostalgia afable, jamás falsa.

De Monólogos de Lima (Peisa, 2015).


[1] Peregrinaciones de una paria, Flora Tristán. Prólogo de Carmen Ollé, Arequipa: Editorial unas, 1997.

[2] Cayo Valerio Catulo (Verona, 87-57 a.C.). Antología de la poesía latina.Selección, prólogo y notas de Amparo Gaos y Rubén Bonifaz Nuño. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1957.

[3] Tomado de https://wigh.wordpress.com/2012/01/22/k-kavafis-seleccion-de-poemas-breves/

[4] Tomado del portal Ciudad Seva: https://www.ciudadseva.com/textos/poesía/euro/cavafis/velas.html

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