[primera de dos partes]
Julián Herbert (Acapulco, 1971). Uno de sus títulos más recientes es Ahora imagino cosas (Literatura Random House, 2019).
Propongo una reflexión comparatista entre las novelas de Valeria Luiselli y las escritas por Fernanda Melchor. Parto de dos ideas más o menos simples. La primera proviene de un sustancioso opúsculo de Alberto Vital (Quince hipótesis sobre géneros): «Los géneros son un puente entre la literatura y la sociedad».[1] La segunda es la noción de que existe algo a lo que llamo el-espacio-de-la-novela: más que un género estricto, un andamiaje retórico muy dúctil donde quien escribe pone de manifiesto (amén de su destreza técnica) la ansiedad existencial que le impele a narrar determinadas historias a través de determinadas estrategias (estéticas) y posturas (políticas).
Considero superfluo discutir la importancia cultural de la obra de Melchor y Luiselli: tanto los lectores y el mercado como la crítica internacional colocan a ambas entre las voces significativas de la narrativa latinoamericana de principios del siglo xxi, a despecho de las preferencias personales o los justos clamores en contra de las dinámicas del capitalismo simbólico. (Y más allá, también, del resentimiento puro y duro, que desde luego es una prerrogativa existente). Lo que me interesa resaltar aquí, a partir de la observación de prácticas formales concretas como el punto de vista y la mimesis, es el modo en que estas escritoras adquieren autoridad estética en un horizonte cultural que ya no es dominado solamente por las relaciones entre tradición y obra (lo que Harold Bloom llamó «la ansiedad de las influencias»), sino también por las relaciones que el objeto literario establece con los dictados de la buena conciencia política; algo que en otros ensayos he llamado «la angustia de las legitimidades».
En esta primera entrega abordaré algunos rasgos de estilo presentes en la obra de Valeria Luiselli. En la segunda parte del ensayo (que aparecerá en el siguiente número de Luvina) hablaré de las novelas de Fernanda Melchor y del carácter complementario y problematizador que ambos conjuntos ofrecen de cara a las aspiraciones y metonimias culturales imaginadas por dos sectores más o menos diferenciados de la clase media mexicana.[2]
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Hay tres recursos que aparecen tanto en el inicio de Los ingrávidos como en las primeras páginas de Desierto sonoro, dos novelas de Valeria Luiselli. Uno es el uso de la primera persona femenina como voz narrativa. Otro proviene de la mimesis, y es la representación de personajes-niños que interactúan con el mundo adulto desde una extraña posición de desasosiego mezclado con poder. El tercer aspecto, también perteneciente al ámbito de la mimesis, es la configuración de un territorio provisional y extranjero —desde la perspectiva de quien narra— como ambiente del relato. Esta misma secuencia aparece en un texto anterior de Luiselli: «Pretoria», crónica autobiográfica publicada en 2010, donde la autora recupera impresiones de su propia infancia en Sudáfrica.[3] Creo que ese texto contiene ya, en estado embrionario, algunos de los mecanismos retóricos que Valeria desarrollará más adelante en sus novelas. Lo que me interesa de este dato es que revela un programa de escritura (consciente o inconsciente, no lo sé) que, de algún modo, prefigura su tránsito de la lengua española al inglés.
Lejos de ser un tic o una coincidencia, la tríada expositiva desentraña formas de la angustia (angustia desde luego poética, pero también de legitimidad cultural) relativas a fenómenos más complejos del discurso: la labilidad entre focalización externa y focalización interna en tanto que problema de la experiencia cognitiva; la temporalización del relato en tanto que anhelo fantasmático; y el lenguaje literario en tanto que realidad extraterritorial. Desarrollaré, en tres momentos sucesivos, cada una de estas relaciones hacia el interior de las novelas de Luiselli.
Un error habitual de la crítica es asignar valores idénticos a la elección de la persona narrativa y los niveles de focalización de los relatos. En contrapartida, una de las preocupaciones mayores de muchos novelistas mexicanos contemporáneos (y esto daría para todo otro ensayo) es abordar la tensión entre sociedad e individuo a través de deslizamientos de una focalización interna (la primera persona introspectiva, la tercera persona encarnada) hacia una focalización externa: una voz que, a partir de la conciencia de alguno de los personajes, recupera en forma coral (es decir: necesariamente transficcional y neurótica, puesto que parte no de la experiencia sino de la conjetura) eventos que le suceden a una colectividad. No es una técnica nueva: Vargas Llosa la empleó en Los cachorros y Jeffrey Eugenides en Las vírgenes suicidas para trasmitir, desde voces que mezclan la tercera y la primera persona del plural, la sensación de un rumor novelizado. En el caso de Desierto sonoro, Valeria Luiselli emplea casi subrepticiamente el recurso para deslizarse a menudo de la primera persona singular a la forma plural. Lo hace, por ejemplo, para identificar a su familia reconfigurada:
…la niña y el niño son: hermanastra, hijo, hijastra, hija, hermanastro, hermana, hijastro y hermano. Y puesto que estas construcciones y estos matices innecesarios complican demasiado la gramática del día a día —el nosotros, el ellos, el nuestro, el tuyo—, tan pronto como empezamos a vivir juntos […] adoptamos el adjetivo posesivo nuestros, mucho más simple, para referirnos a los dos. […] Y al menos hasta ahora nuestro léxico familiar ha definido bien los límites y los alcances de este mundo compartido.[4]
Pero, de manera más vasta y compleja, lo hace para construir un punto de vista que abarca metonimias conceptuales (por ejemplo, el relato sonoro que los personajes van construyendo a lo largo de la novela, resabio docuficticio de la técnica narrativa coral de John Dos Passos), catálogos de materiales contenidos en cajas, fotografías (me refiero a ellas no como écfrasis sino en tanto que materia estética no-textual), alegorías diseñadas desde una imaginación infantil: reinterpretaciones cargadas de ficción, documentalismo y parafernalia para referir las diásporas latinoamericanas de principios del siglo xxi. La técnica incorpora momentos de impersonalidad ensayística omnisciente: «Nadie considera el panorama más amplio, en un sentido histórico y geográfico, cuando se habla de la migración. La mayoría de la gente piensa en los refugiados y en los migrantes como un problema de política exterior».[5] Pero el registro dominante se aproxima, desde los territorios de la ficción, a lo que la académica Saidiya Hartman define, desde los territorios de la investigación histórica, como fabulación crítica:
…la intención no es tan milagrosa como recuperar las vidas de los esclavizados [en el caso de Luiselli serían los niños migrantes, desplazados, refugiados] o compensar a los muertos, sino más bien trabajar para pintar la imagen más completa posible de los cautivos. Este doble gesto puede ser descrito como la tensión de los límites del archivo para escribir una historia cultural del cautivo, y, al mismo tiempo, mostrar la imposibilidad de representar las vidas de los cautivos, precisamente a través del proceso de narración.[6]
Encuentro contradictorio que, mientras muchos departamentos de estudios culturales de las universidades estadounidenses celebran los mecanismos narrativos propuestos por Hartman, algunos especialistas latinoamericanos de idéntica extracción condenen la forma del relato novelístico desarrollado por Luiselli: como si las herramientas ficcionales fueran patrimonio de la academia, pero en cambio la literatura de imaginación no tuviera derecho a abrevar en las aguas de la historia, el periodismo o la sociología. El aspecto más polémico que separa estos dos procesos narrativos es que, para Saidiya Hartman, la carencia es de índole documental: no hay un acervo histórico que le permita narrar el destino de dos niñas de raza negra esclavizadas en el siglo xix. Para Luiselli, en cambio, el problema es experiencial: la realidad viajera de su protagonista y la de sus hijos (uno de los cuales es también narrador en primera persona del relato) nunca será la misma que la de las víctimas cuyos destinos la autora fabula de manera lateral. Sin embargo, quien haya trabajado directamente con víctimas en el presente sabrá que, desde un enfoque puramente narrativo, la construcción de estructuras compactas y coherentes a partir de ese corpus (la construcción de arcos) tiende a ser compleja y retadora, a veces tanto como la impuesta por los acervos documentales. En muchas ocasiones, debido a la impunidad o al lento ritmo de la burocracia: se trata de historias con planteamiento, pero sin desenlace. Otras veces la complejidad no proviene de la falta de información sino al revés: de la profusión de ésta, y también de la opinión (extendida entre muchos activistas) de que hacer sinécdoque u otras variantes retóricas de los hechos para volverlos manejables ante un lector no especializado (o para darles el énfasis dramático de la anagnórisis: algo que posee por sí mismo validez cognitiva y cultural-experiencial) significa traicionar a las víctimas.
La condición anhelante de la conciencia histórica es un aspecto de la angustia de las legitimidades que no escapa a las preocupaciones de Luiselli. En Los ingrávidos, el espectro de Gilberto Owen funciona entre otras cosas como recriminación en clave de analepsis de la sensación (compartida por muchos escritores mexicanos y encarnada tardíamente por Octavio Paz y Carlos Fuentes) de que la cultura intelectual mexicana es un inmerecido fantasma dentro del marco de la cultura intelectual estadounidense. La diferencia entre Los ingrávidos y las lecturas «cosmopolitas» de esta experiencia es, desde luego, la parodia y el humor con que Valeria la refiere. Carolyn Wolfenzon ha escrito un espléndido ensayo al respecto, así que no me extenderé.[7] Deseo apuntar sin embargo que en Desierto sonoro hay un disparador que cumple funciones de discurso parecidas: el viaje en pos de los vestigios de los últimos apaches. Otra vez, la analepsis hacia eventos previos a la temporalidad del relato se articula como catalizadora en clave histórico-fantasmática que pone en marcha los conflictos cotidianos del presente.
Otro evento fantasmático, generador de una segunda pátina de ficción en el relato, es la adopción, por parte de los personajes, de la canción «Space Oddity» como territorio fluido de invención, re-nombramiento y parodia: una novelización oral inserta en la realidad ficticia que es, ya de por sí, la novela. Todos hemos practicado eso (en particular cuando éramos niños, y muchas veces con la complicidad de algún adulto): la novela oral de que somos astronautas (o piratas o niños perdidos en el desierto). Esta forma de discurso permite a los personajes crear un territorio ambiguo donde tanto la tragedia como la crónica (y por supuesto la corrección política) son sustituidas por un mecanismo retórico más delicado y subversivo: el juego. Al colocar a sus propios hijos como una metonimia de los niños migrantes perdidos, la narradora dominante de Desierto sonoro no solamente manifiesta la empatía paranoica de cualquier madre o padre de clase media (Esos niños podrían ser mis hijos); admite además el carácter de juego (es decir, de ficción) inherente a todas las versiones que el arte, el activismo, el periodismo o la academia pueden generar en torno a la realidad concreta de la diáspora infantil de principios del siglo xxi.
Queda por último el tema del lenguaje, concretamente el del idioma. Podría detenerme aquí en las reflexiones respecto de la traducción que aparecen en algunos relatos o ensayos de Valeria Luiselli, pero prefiero saltar a lo extradiegético: el hecho material de que la autora haya elegido escribir Lost Children Archive directamente en inglés para luego traducirlo al español (en colaboración con Daniel Saldaña París) como Desierto sonoro.
En 1971 (parece que ha pasado ya más tiempo del necesario desde entonces), George Steiner publicó Extraterritorial, un hermoso libro acerca de, entre otras cosas, grandes escritores que cambiaron una o varias veces de lengua literaria: Oscar Wilde, Samuel Beckett, Nabokov, Borges de algún modo. Una de las observaciones más estimulantes de Steiner es que la idea de «lengua nacional» es relativamente reciente: proviene del romanticismo, y antes de ella había una suerte de estilo internacional marcado por el bilingüismo —tanto vernáculo europeo como de cepa grecolatina—. Otro aspecto que señala el maestro es la radical fidelidad a una experiencia peculiar del mundo y a unos orígenes que tienen que implementar los escritores extraterritoriales: exilio y autoexilio, ceguera, naciones que desaparecen o son consumidas por imperios territoriales y lingüísticos (como es el caso de Irlanda y su tensión con el inglés, el francés y otras lenguas europeas, condición que se expresa en la escritura de Oscar Wilde, James Joyce y Beckett).
Considero que esta noción de lo extraterritorial como revolución del lenguaje desarrollada por Steiner es aplicable a la experiencia cultural de Valeria Luiselli, y también a la de muchísimos latinoamericanos de su generación, practicantes de los más diversos oficios —entre ellos la academia—. Me parece que ese rasgo, junto con el impacto cognitivo que pueda tener en la experiencia lectora intergeneracional e interlingüística, es un factor de análisis en el que la crítica contemporánea se ha detenido poco, o más bien lo ha hecho de manera limitada y mezquina: enfocándose en las oportunidades comerciales (sin duda existentes) que la estrategia brinda a su autora, y no en los paralelismos de tal experiencia lingüística con la de (pongo por caso) Nabokov, quien también se autotradujo.
(O bien, y para mantener a mi lector en el dominio de la literatura del siglo xxi y de la lengua española, la heteronimia poética practicada por Ezequiel Zaidenwerg en 50 estados, antología ficticia de poesía norteamericana escrita por el autor en español y traducida al inglés —con la colaboración de otros poetas de esa lengua— para generar un extraño documento bilingüe reversible).
Hasta aquí mis reflexiones sobre Valeria Luiselli y las estrategias narrativas que emplea en su obra para construir puentes entre el pensamiento social, el inglés y el español, y el espacio de la novela. En la segunda entrega de este ensayo, hablaré sobre la forma en que Fernanda Melchor practica procesos semejantes desde el autoconfinamiento territorial, el lenguaje obsceno (más que «popular»), y la tercera persona con focalización interna y externa. Asimismo, concluiré con una reflexión general acerca del modo en que estas dos autoras problematizan de manera complementaria y subversiva —sobre todo si ponemos en juego el arquetipo jungiano de la sombra— algunas de las metonimias culturales que perfilan en México a una entelequia conocida como «clase media».
Bibliografía
Saidiya Hartman, «Venus en dos actos», Hemisferic Institute (publicación electrónica): https://hemisphericinstitute.org/en/emisferica-91/9-1-essays/venus-en-dos-actos.html, consultado en junio de 2021.
Valeria Luiselli, «Pretoria», Letras libres, año xii, núm. 138, México, junio de 2010.
— Los ingrávidos, Sexto Piso, México, 2011.
— Desierto sonoro, Sexto Piso, México, 2019.
Fernanda Melchor, Temporada de huracanes, Literatura Random House, México, 2017.
— Páradais, Literatura Random House, México, 2021.
George Steiner, Extraterritorial. Ensayos sobre la literatura y la revolución del lenguaje, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2009.
Alberto Vital, Quince hipótesis sobre géneros, unam, México, 2012.
Carolyn Wolfenzon, Nuevos fantasmas recorren México. Lo espectral en la literatura mexicana del siglo xxi, Iberoamericana / Vervuert, Madrid, 2020.
[1] Alberto Vital, Quince hipótesis sobre géneros, p. 13.
[2] No voy a discutir aquí si «la clase media mexicana» existe como fuerza productiva, o si tales o cuales personas pertenecen a ella en función de su promedio de ingresos. Me interesa el concepto en tanto que metonimia cultural (o, si se quiere, entelequia): lo considero un índice de información válido para determinadas formas de concebir colectivamente ámbitos de realidad y pensamiento como ficción, no-ficción, educación, etc. También como entramado social donde se actualizan diversas variedades de utopía, ética y anhelo.
[3] Letras libres, núm. 138, junio de 2010, pp. 44-47.
[4] Valeria Luiselli, Desierto sonoro, p. 14.
[5] Ibid., p. 68.
[6] Saidiya Hartman, “Venus en dos actos”, Hemisferic Institute (publicación electrónica): https://hemisphericinstitute.org/en/emisferica-91/9-1-essays/venus-en-dos-actos.html [Consulta: junio de 2021].
[7] Carolyn Wolfenzon, Nuevo fantasmas recorren México. Lo espectral en la literatura mexicana del siglo xxi, pp. 67-108.