Usted no es Borges

Gerardo de la Cruz

(Ciudad de México, 1974). Su libro más reciente es El capitán implacable (Alfaguara Juvenil, 2018).

¿Quién soy yo?

Ramón Bonavena

Edgar Allan Poe ha escrito, en algún ensayo de efímera memoria, que «nuestros antepasados no tenían más derecho para hablar de certezas cuando seguían, con ciega confianza, la senda a priori de los axiomas, la senda del Carnero», y a su disertación añade, enfático, acaso benévolo, acaso con ironía: «En innumerables puntos esta senda era tan recta como el cuerno del carnero»… No, decididamente no es ésta, perfectissima certitudo, la mejor manera de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es una confesión.

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Bolívar. Hará unos días, en un lento atardecer de verano, llamaron a la puerta. Abrí y un hombre alto y de edad indefinida se escabulló hasta el comedor. El desconocido arrastraba una abultada valija; la colocó sobre la mesa, la abrió y extrajo un libro de amplias dimensiones. Apenas me recuperé de la sorpresa, pensé que era uno de esos perdidos vendedores de enciclopedias que iban de puerta en puerta intentando convencer a las amas de casa de la utilidad de su producto, imprescindible para los pequeños del hogar.

—Le sugiero que no pierda el tiempo —dije cortésmente—. Mi biblioteca está colmada de libros como ésos.

—Le aseguro que ésta no es la edición de 1911 de la Britannica —sonrió el vendedor, burlando mi negativa al tiempo que desfloraba el libro enérgicamente, invitándome a leer sus páginas encantadoras.

—Tengo, inclusive, los ocho tomos de la Historia de lo futuro, del padre Vieira, que lograron escapar de la hoguera de Torquemada.

El vendedor, sin aliento, me lanzó una mirada suspicaz. Se advertía mortificado, como yo ahora.

Al cabo de un silencio afirmó con recelo:

—Usted no es Borges.

—Lo soy, pero no rigurosamente —alcancé a tartamudear, inseguro de mi respuesta.

Creí que podría engañarlo si lo convencía de que era el otro; sería mi último recurso, el único. El vendedor me examinó detenidamente, con ojos cordiales y penetrantes. No me pasó inadvertido cómo cerraba sigilosamente el libro mientras afinaba la visión, tratando de identificar algún rasgo, un tic, cualquier gesto que confirmara su sospecha.

—Si usted fuera Borges —argumentó el vendedor, que finalmente había llegado a una conclusión, o eso parecía—, sabría que el padre Vieira y el inquisidor Torquemada sólo tienen en común el hecho de estar muertos… Sin mencionar que sólo existen dos tomos de la Historia de lo futuro.

Me encogí de hombros, resignado, como un lector ante una fatal errata.

—Usted no es Borges —reiteró dolorosamente.

—No podríamos asegurarlo —argumenté en mi defensa, o creí haberlo hecho—. ¿Verdad?

Al cabo de un silencio, me contestó:

—Tablas: creo que hemos llegado a un punto muerto.

Habría podido refutarlo con facilidad: si todos los hombres son el hombre, entonces yo también soy Borges.

—Calle, por favor —me interrumpió, al tiempo que el voluminoso libro se escurría de regreso a la valija como arena entre los dedos—. Este cuento ya se ha contado muchas veces, no es así como termina.

Exaltado, dije algún sinsentido mientras planeaba un interrogatorio agobiante, sin apartar la vista de la valija con la idea del libro destinado al hombre que era y no era yo. Intenté, lo confieso avergonzado, sobornarlo con una primera edición apócrifa de las Lettres Philosophiques de Voltaire, aunque esta tontería sólo ocurrió en mi mente. Un absurdo descuido de mi parte bastó para que el vendedor se desvaneciera ante mis cansados ojos, tal como llegó. No tuve la suficiente fortaleza de ánimo para echar un vistazo al cubo de la escalera, y tampoco podría decir con exactitud qué esperaba hallar.

¿Cuántos días han pasado desde entonces? La puerta permanece abierta, tal como la dejó el librero ambulante. De noche, la sombra de la luz que proviene del pasillo acecha de misteriosa manera mi habitación. No quiero salir de casa. Me desalienta el destino que me aguarda en esa realidad en la que no soy Borges, pero más me agobia la posibilidad de coincidir fortuitamente conmigo en una historia a la que en efecto pertenezca y entonces no pueda escapar de la fatalidad de ser yo mismo.

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