Una separación

Roberto Culebro

(Comitán de Domínguez, 1989). Coordinó en 2012 el libro Facciones: ensayos sobre Alfonso Reyes, editado por la Universidad Veracruzana.

As the lining of a nerve becomes inflamed

and hardens into scar tissue,

thereby blocking the passage of neural impulses,

the nervous system gradually changes its circuitry,

finds other, unaffected nerves to carry the same messages.

Joan Didion

La primera imagen que me envió fue una escena de Barbara, la película de Christian Petzold. En ella, el joven doctor que dirige el hospital en un pueblo de la Alemania comunista le enseña a una mujer también joven, también doctora, el único cuadro visible en las paredes amarillas de su laboratorio. Ella acaba de llegar de Berlín. Sus relaciones demasiado estrechas con el mundo al otro lado del muro activaron, como se activa un gran molino de carne, el recelo de las autoridades, las cuales, después de encerrarla, tomaron la decisión de trasladarla a ese hospital pobre y refundido en el que todos, salvo el médico, la evaden como si fuese radioactiva. Cuando empieza la escena, luego de una discusión sobre la necesidad de irse o quedarse en el país, él señala con un movimiento de cabeza una litografía negra y sin enmarcar: La lección de anatomía del doctor Tulp, de Rembrandt. ¿No ha notado nada?, dice él. El hombre que yace ahí es Aris Kindt. Acaban de ahorcarlo por robo y el doctor Tulp aprovecha su cuerpo para impartir una clase. Ella, un poco harta, acepta el cambio en la conversación y observa distraídamente el cuadro: Debieron abrir primero el abdomen. En cambio, explica él, diseccionaron la mano izquierda. Sí, hay un error, dice ella, mientras se acerca a la imagen, la cual poco a poco le empieza a parecer una zona densa y oscura clavada en el brillo otoñal de la habitación, un punto que la inclina como una balanza por su peso. La mano está mal, dice finalmente, señalando la parte en que el doctor Tulp jala con unos fórceps un racimo de tendones. Es la mano opuesta, sigue. Ésos son los músculos de una mano derecha, no izquierda, y es demasiado grande. No creo, dice él, que Rembrandt cometiera un error. ¿Ve el atlas? Es un atlas de anatomía. Todos los cirujanos lo están mirando. Él, él… todos lo miran. La mano está tratada como una ilustración del atlas, pero Rembrandt incluye algo que nosotros no podemos ver, algo que sólo pueden mirar ellos: la representación de una mano, el esquema abstracto de una mano según aparece en un atlas médico. Es gracias a este error que podemos tomar distancia y abandonar la mirada cartesiana de los doctores. Ahora vemos lo que Rembrandt ve: a Aris Kindt. La víctima. Estamos con él, no con ellos.

Me dijo que me enviaba la escena no sólo porque el diálogo estaba tomado de uno de sus libros favoritos, sino porque alguien le había contado de nuestro ingreso en la órbita del Instituto Nacional de Neurología, donde un familiar de M. estuvo en Cuidados Intensivos a mediados y finales de diciembre. Él me explicó, a través de correos transformados en llamadas cada vez más largas por Skype, que había pasado los últimos dos años prácticamente encerrado en su departamento, sin salir, aislado hasta julio de 2021, cuando una embolia del papá de Karen los obligó a romper el encierro y entregarse al vértigo de doctores, de medicinas inhallables, de consentimientos e intervenciones quirúrgicos, todo lo cual hizo que un período de cuatro o cinco semanas se espesara de tal modo debido al cansancio y la preocupación, que su voluntad (esa voluntad común que comparten a veces las parejas) les pareció un miembro sumido en la estasis. No podíamos pensar en nada, me dijo. Funcionábamos a partir de inercias y golpes. Parecía que la embolia y el hospital eran enormes brazos de pinball y nosotros las pequeñas pelotas blancas que rebotaban, por un lado, con la estructura de la burocracia y la jerga médicas, y por el otro, con el descarrile de urgencias impuesto por el cuerpo del papá de Karen. Llega un punto, me dijo, en que incluso la angustia empieza a diluirse en el cansancio y uno sólo siente cómo una faja de yeso se impone sobre la movilidad de la vida. No hay puertas abiertas, no existe manera de pensar en el futuro y la preparación de cualquier plan se vuelve, como mínimo, optimista. En medio del caos de esos días, una y otra vez me acordé de Carnival of Souls, donde una chica se mueve, camina y habla, sin ser consciente de que el mundo que conoce ya no existe. Tú sabes, me comentó, que yo siempre he tenido mucha fe en los doctores. Pero basta lidiar con ellos —lidiar realmente con ellos— para que a uno le den ganas de abrazar cualquier babosada alternativa, cualquier cosa menos esa frialdad horrible con la que se toman decisiones bestiales.

Barbara quiere irse. Su único deseo, a lo largo de toda la película, es irse. Encontrar una manera de escapar de esa gran cárcel que es para ella la RDA. Por eso se niega a instalarse y siente debajo de todo una concesión. No va a arreglar el apagador de su departamento ni compondrá el piano abandonado a mitad de la sala, porque eso sería como decir está bien, voy a quedarme, voy a empezar una vida aquí; pero para hacerlo necesito que las luces se enciendan y los pianos suenen cada vez que yo active un interruptor o presione una tecla. Necesito que los objetos reconozcan mi necesidad de usarlos y, a través de un proceso discreto pero inalterable, integrarme poco a poco al funcionamiento de las cosas en este lugar. Así, yo también seré un apagador o un piano, y si alguien me llama por teléfono o viene a buscarme, sabrá que estaré aquí, con la misma obediencia con que la electricidad recorre kilómetros para iluminar una habitación cuando se la llama. Con el cabello húmedo, envuelta en una toalla, Barbara se dice que preferiría perder ambas manos a dejar que eso suceda. Mira una vez más la tina cuarteada y sarrosa, las manchas de humedad en el papel tapiz, los sillones de tela verde acribillados por el polvo, y piensa que sus dedos no deben tocar nada. Cuando se haya ido, se dice, ese lugar debe verse igual a como lo encontró. Se detiene entonces en el centro de la sala y, con los ojos bien abiertos, imagina que ya no está ahí. Es un fantasma observando la imagen de esa habitación en el futuro. Un futuro en el que su cuerpo está lejos, en Occidente, donde nada debe arreglarse porque nada nunca se descompone. Ha caído bajo un encantamiento extraño y éste la obliga a permanecer un breve periodo de tiempo en esa habitación, en esa ciudad y en ese hospital, a la espera de que, así como los fantasmas abandonan las mansiones oscuras que los mantienen presos, su espíritu quede libre y pueda reunirse de nuevo con su cuerpo. Sin embargo, los objetos le producen ansiedad. Sabe que algo terrible puede suceder, que el encanto momentáneo se transformará en una maldición sin límites si ella perturba de algún modo la realidad de ese espacio; si deja insertado en algún lado, aunque sea mínimo, un rastro de su presencia.

Para Rembrandt el cuerpo es una extensión sagrada, una bobina indisociable de Dios, la representación espacial de esa energía, capaz de expandir su voltaje. Mientras hablamos por Skype y el rostro en la pantalla queda congelado en una mueca disgregada en cientos de pixeles, yo me pongo a darle vueltas a esta idea y mis ojos se llenan con la piel amarilla de Aris Kindt; con la fuerza que, pese a estar muerto, parece emanar de ella. Dentro de mi mente aparecen entonces, apiladas en una esquina, las siete caras de los siete cirujanos, y en otra, el rostro casi infantil del doctor Tulp, quien utiliza los fórceps para separar los tendones del brazo desollado y con su mano izquierda ejemplifica su función. Parecidas a los frutos sonrosados de un gran árbol oscuro, estas ocho cabezas flotan sobre la carne sin vida de Kindt y nada parece unir el universo estrictamente vestido en el que viven con el caos frío y desnudo donde descansa el criminal. Buena parte de la fuerza del cuadro surge de la violencia transmitida por la distancia de estas dos esferas: cuerpos envueltos en el traje de la burguesía holandesa (paño negro, gorgueras y encajes) asomados sobre la piel endurecida de un ahorcado. Es el contraste entre los pechos uniformados y el desnudo, el sadismo establecido por esa relación, lo que hace que sea imposible no pensar en Saló o los 120 días de Sodoma, la película de Pasolini. Hay algo humillante en este vínculo, algo que en el cuadro se hace visible a través de la atención de los personajes, dirigida no a Kindt sino a su utilidad; es decir, a la función que su autoridad impone sobre la geografía legal de sus restos. Cuando Skype por fin se descongela y empiezo a mencionar estas cosas, él desde la pantalla me cuenta que el criminal, cuyo nombre real era Adriaan Adriaanszoon, tenía en ese momento veinticuatro años, dos menos que Rembrandt. Lo apresaron unos días antes. Había robado un abrigo, golpeado salvajemente a su propietario y por ese motivo lo condenaron a la horca. Su ejecución se llevó a cabo el 31 de enero de 1632, en pleno invierno. El frío permitía demorar el proceso de descomposición y el gremio de cirujanos de Ámsterdam, que comisionó el cuadro, deseaba contar con un cuerpo bien conservado para el retrato de su evento más importante: la disección pública anual. Era, ante todo, un suceso público y tras éste se organizaba siempre una cena pagada con el dinero de las entradas del teatro anatómico, el cual se encontraba encima del mercado de carne de la ciudad. Éste y no otro es el uso que escenifica el cuadro de Rembrandt. Ésta la ceguera a la que se refieren los personajes de Petzold. Sin embargo, dicha ceguera no se basa en una confusión de manos izquierdas y derechas, sino en la evidencia de la piel desnuda de Kindt. Basta ver sus piernas, su abdomen, sus brazos, su torso enorme como un domo y su cabeza rojiza, para aceptar que el objeto de la disección está representado con el mismo cuidado que el pintor puso en retratar a quienes le pagaban. Rembrandt sabe que ese cuerpo ya no se pertenece a sí mismo. Es ahora la propiedad de un grupo que lo utiliza como herramienta educativa. La pintura representa esa transacción científica y comercial, y uno sólo puede imaginar la impresión que todo esto debió ocasionar en alguien tan profundamente religioso como Rembrandt, familiarizado como estaba, a través de las imágenes del Nuevo Testamento, con la historia de una ejecución pensada como medio para exhibir un cadáver.

Ella es también una herramienta. Su función, la de Barbara, es demostrar que el Estado tiene acceso a cada centímetro de nuestro cuerpo: puede desplazarlo, desnudarlo y hurgar en él. Cada uno de los actos de dicho Estado está dirigido para establecer la geografía en que nuestro cuerpo se mueve, para demarcar los límites de su capacidad. Ésta es, tal vez, me dice, la diferencia visible entre la mirada de los cirujanos y la del pintor. Los primeros son reguladores, gente que utiliza la brutalidad como mecanismo de investigación para establecer límites. Al referirse, por ejemplo, a su descripción de las arterias, Robert Burton menciona que Vesalio, el primer anatomista moderno, solía cortar hombres vivos para poder estudiarlas en pleno funcionamiento. Rembrandt, por otra parte, percibe en cada cuerpo un espacio abierto a la piedad, una colección de miembros accesibles a distintos grados de afecto. Por eso la extensión que ocupa Kindt en el cuadro parece tan desarticulada: la cabeza sumida al fondo, el pecho inmenso, los brazos absurdamente cortos. Fue John Berger quien señaló esta disparidad, esta falla en las dimensiones de algunos de los personajes de Rembrandt. En la superficie del lienzo, explica, el pintor holandés les daba a las extremidades un poder específico de narración. Sus cuerpos nos hablan con distintas voces; sin embargo, dice, estos puntos de vista sólo pueden existir en un espacio corporal incompatible con el espacio matemático. A diferencia de este último, las dimensiones corporales cambian continuamente sus medidas, sus centros de focalización. Son una geografía mutable a partir de la experiencia del dolor o del placer, los cuales lo expanden o contraen, una materia cuya extensión se mide por ondas, no por metros. Lo que Berger quiere decir con esto es que los cuadros de Rembrandt no son una experiencia visual sino ante todo táctil, imágenes creadas a partir de un sentido abierto a la dislocación del mundo por medio de la piel. Por ello, al observar el cuadro, Kindt parece existir en medio de densidades variables. Yo, por ejemplo, soy incapaz de estar frente a la pintura y no detenerme, una y otra vez, en su pecho, ese caparazón lleno de músculos, hinchado como si acabara de inhalar una larguísima bocanada de aire, y que brilla como el planeta central de toda la composición, una estrella pálida que comunica su urgencia de ser tocada por nosotros. Y es precisamente esta urgencia, esta necesidad, la que nos permite, como dice el doctor de Petzold, sentir que estamos junto a él.

Lo que define a un fantasma, me comentó después, es que en su interior hay una fecha inmutable. Todo espíritu está anclado a un momento específico y su maldición, entre muchas otras, se basa en esa desconexión con el mundo, el cual sigue su marcha fuera de los márgenes de su vida espectral. Me empezó a decir todo esto a propósito del personaje de Barbara, pero, cuando lo hacía, yo sólo podía pensar en esa interzona hospitalaria de la que me habló al principio, donde la enfermedad planta su bandera y anula toda posibilidad de conexión con el mundo, todo atisbo de continuidad. Barbara, me dice, sólo logra salir de ese limbo, reconectarse con algo parecido al flujo de la vida, cuando acepta que no podrá escapar de él. Cuando admite que es alguien más quien necesita irse. Cuando conoce a Stella. Ella —lastimada, sucia, violenta— es una adolescente que se fuga de un Centro de Corrección Juvenil, una institución que funciona como un centro reeducativo, una cárcel que a través de la disciplina militar y del trabajo extenuante pone en cintura a los jóvenes inadaptados del régimen. Luego de huir, Stella pasa varios días escondida entre la maleza, en una zona atestada de garrapatas, y llega al hospital con síntomas de meningitis. Barbara la diagnostica, habla con ella y la calma mientras otro médico le practica una punción lumbar. Durante los días siguientes, apenas se separan. Sólo la doctora la escucha realmente cuando la joven explica que no quiere volver, no quiere que la encierren nuevamente en ese lugar espantoso. Barbara la oye y trata de estar lo más cerca posible de ella. La palpa, la revisa, la protege. Sumida en la luz roja de una habitación, sentada muy cerca de su cuerpo afiebrado, le lee fragmentos de Las aventuras de Huckleberry Finn. El capítulo donde Huck, cansado de la vida miserable que lleva, saquea una cabaña y mata a un cerdo, cuya sangre esparce por la tierra para hacer creer a todos que fue víctima de una banda de ladrones, quienes lo asesinaron. Van a seguir la pista hasta la orilla del río, dice Huck, y después lo dragarán para buscarme. Van a seguir las huellas hasta el lago y luego buscarán en el arroyo que sale de él para tratar de encontrar a los ladrones que me mataron y se llevaron las cosas. No van a buscar en el río más que mi cadáver, pero se cansarán enseguida y después ya no se preocuparán más por mí. Cuando termina de leer, Barbara se dice que hay algo perverso en la palabra «corrección» y piensa de nuevo en la pintura de Rembrandt y en Aris Kindt, a quien sólo buscan también como cuerpo muerto. Acomodada en esa habitación del hospital, metida en su bata de tela gruesa, con el libro cerrado sobre los muslos, se dice entonces que hay un error de percepción en el cuadro. Al ver doctores representados, se dice, una asume inmediatamente que el tema de la pintura es médico. Sin embargo, el hombre que descansa sobre la plancha de disección no está enfermo. Todo lo contrario. Fue asesinado para que los doctores tuviesen un espacio dónde practicar y exponer su investigación. Barbara percibe entonces con miedo esa cercanía de su oficio con las instituciones policíacas, las cuales funcionan a partir de metáforas médicas. Para ellos, el cerebro de Stella está enfermo no porque albergue una bacteria que lo inflama, sino porque él mismo es un virus dentro de un organismo social. La cura, en este caso, implica la reeducación de cada uno de sus huesos. Barbara no lo sabe, pero en febrero de 1632, unos días después de la disección pública del doctor Tulp, Carl Barlaeus, un teólogo e historiador que se encontraba ese día entre el público del teatro anatómico, describió este proceso con una sencillez pavorosa: Los malhechores, dijo, que hicieron el mal cuando estuvieron vivos, pueden hacer el bien una vez muertos. El arte de la medicina saca provecho incluso de la muerte. La piel muda aquí nos instruye y el erudito profesor Tulp la hace hablar con elocuencia, mientras su mano disecciona los miembros pálidos y amarillos de un cadáver.

Me contó, por último, que en 1924 Aby Warburg se puso a buscar posibles fuentes de inspiración para el cuadro de Rembrandt, encontrándolas en antiguas escenas de martirios, cuadros de desollamientos, desmembramientos y torturas. En ninguna iconografía como la cristiana han proliferado tanto las escenas de terror corporal, las cuales representan siempre un castigo o una penitencia. A partir de entonces, me explica, no hay un solo ensayo sobre La lección que no señale sus vínculos con las imágenes religiosas, casi siempre al comparar la figura de Kindt con la de Cristo. Sin embargo, me dice, por una conexión casi obvia, siempre he visto en el criminal holandés a un pariente lejano de Dimas y Gestas, los malhechores que, según San Lucas, «estaban colgados» a cada lado de Jesús. Estos ladrones, me dice, representan una posibilidad de redención, una posibilidad abierta sólo para nosotros. Por un lado, está Dimas, que se arrepiente y se reúne con el Salvador en el reino de los cielos; por el otro, Gestas, cuya falta de remordimiento lo condena a sufrir abrasado por las llamas eternas. El cuadro de Rembrandt es en el fondo una pintura sobre la redención, me dice, la cual, dentro del mundo de Tulp, sólo es posible gracias al conocimiento que un cuerpo nos transmite. Sin embargo, dicha redención es brutal, ya que despersonaliza, elimina o corrige cada una de las fibras de nuestra experiencia. Su problema, su problema de fondo, es que está pensada como un corte. Es una salvación no médica sino judicial, una extirpación. Apagó entonces su cámara para mostrarme la imagen de su escritorio y pude ver, abierta entre el rostro de Karen y otros grabados de Rembrandt, una imagen del Panel A del Atlas Mnemosyne, ese mapa de motivos pictóricos que Warburg comenzó a recopilar cerca del final de su vida y en el que fijó, sobre tablas forradas con paño negro, reproducciones de pinturas, grabados y fotografías, con el objetivo de establecer las líneas gestuales que alimentan nuestras imágenes desde una especie de inconsciente visual. El panel cubre ahora toda la extensión de mi pantalla. Es el primero de toda la serie y muestra como ballenas blancas en medio de un mar oscuro, tres cartulinas inmensas. La de hasta arriba, me explica ya sólo una voz mientras el puntero del mouse se mueve como un dedo blanco y diminuto, es un grabado del siglo xvii que representa el firmamento y las constelaciones, una especie de zoológico cósmico donde los animales reales e imaginarios señalan los patrones visibles en el cielo. En la segunda cartulina se distingue un mapa de las rutas comerciales de Europa y en la última, la más grande, un árbol genealógico de la familia Medici. En una hoja adherida al panel, pero que no es posible ver, me dice, Warburg dejó escrito: Distintos sistemas de relaciones en los que el hombre puede hallarse inmerso: cósmico, terrestre y familiar. La voz —esa voz que se encuentra a miles de kilómetros de distancia— me dice entonces que durante los últimos días, cuando la recuperación del papá de Karen parece estancarse, se ha puesto a pensar en este panel y le ha parecido que es una representación médica. De la medicina, me dice, que en sus mejores momentos es siempre un mecanismo de conexión, una forma de reinsertar el cuerpo no en la esfera de lo útil, sino simplemente en la red cósmica, geográfica y familiar donde le es posible moverse. Una imagen que nos recuerda que la carne está cargada de una memoria afectiva y eléctrica, parecida a un campo magnético, la cual sólo existe cuando ejerce una secuencia invisible de atracciones. Es eso lo que entiende Barbara al final de la película. Es esto tal vez lo que también entendió Rembrandt al dibujar, con los dedos envarados por el frío, la silueta engañosamente inmóvil de un ladrón en el teatro anatómico de Ámsterdam.

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