Una pelea con el demonio / Ednodio Quintero

Es sabido que el demonio suele adoptar múltiples máscaras para confundirnos. Y que elige para poner en práctica sus solapadas intenciones algún momento nuestro de debilidad. Prefiere, el muy ladino, hallarnos con las defensas bajas. Procede a la manera de los virus: arremete por mampuesto. No es de extrañar entonces que aquel demonio, confiado en engañarme, se revistiera con los atributos de una mujer. El maldito sabía que ésa era mi debilidad. Prescindió de la imaginería barata de la seducción y se deslizó raudo —como una serpiente de agua— en mi cama.
    Yo yacía desnudo y afiebrado bajo una sábana liviana de algodón. Acababa de tomar una ducha dilatada y refrescante, y flotaba en esa zona ambigua entre la vigilia y el sueño. Quizá el único error del Maligno consistió en creer que me encontraba dormido y que su presencia en mi intimidad podía tomarla yo como el episodio de algún sueño grato, acaso un lance erótico con promesas de romance primaveral. Pero aunque un tanto debilitado y aturdido por la fiebre, yo estaba despierto. Y a pesar de la desventaja que representaba para mí aquel ataque artero, conservaba un resto de lucidez. Además, esa hembra flaca y llena de huesos —que se me clavaban en el vientre y las costillas como puntales de minas— me recordaba a la innombrable que en una ocasión desventurada me había arrancado el corazón. Evocar tan aciago suceso me convertía en una fiera dispuesta a matar.
    La contundencia del ataque, aunada al efecto sorpresa, me dejó en una situación de apuro verdadero. La mujer había logrado ya enredar sus piernas filudas entre las mías, y con aquellas manos suyas tan parecidas —imagino, pues el combate se libraba en la penumbra— a un manojo de cuchillos, buscaba mi cuello para cortarme la respiración. Me aplicaría alguna treta aprendida en los bajos fondos, quizá aquella técnica letal de las artes marciales llamada llave china, que me dejaría, sin atenuante alguno, a su merced. Muy bien podría estrangularme, degollarme o algo peor.
    En un instante, tan breve como un parpadeo, tuve conciencia de lo que me estaba sucediendo: el demonio venía, con todos los hierros, a arrebatarme lo único que me quedaba: mi cuerpo de perro flaco y los restos de mi voz. Pero no iba yo a someterme a semejante bestia con facilidad, no por miedo a la muerte, ni siquiera por un vago apego a la existencia, sino por el temor a la vergüenza y el deshonor. Pensé que aún podía apelar a lo que en mi tierra llaman derecho a pataleo. Pataleé entonces, luché como un ahogado que todavía mantiene en sus pulmones una burbuja de aire, extraje de mi debilidad manifiesta una energía de la que no me creía capaz. No mucha, es verdad, suficiente sí para lograr desviar una de las manos de la agresora, doblar su brazo y llevar el dedo meñique hasta mi boca. Hinqué mis dientes en aquel pedazo de carne viva semejante a una alimaña y lo trituré. El dedo tenía una consistencia fungosa, como de rama hueca, y fue tal mi furia que de una sola tarascada se lo arranqué. El demonio acusó el golpe, pues sentí que la presión sobre mi cuerpo se aflojaba levemente. Escupí asqueado aquel resto de porquería, aproveché la confusión de mi enemigo y me zafé.
    Salté fuera de la cama y me planté en el centro de la habitación dispuesto a reanudar el combate. Había ganado el primer asalto y debería, a como diera lugar, conservar la iniciativa. El que golpea primero golpea dos veces. Cuando el maldito se incorporara lo recibiría con una patada en los dientes. Pero, para mi sorpresa y desconcierto, el demonio permaneció enrollado en la sábana, retorciéndose y quejándose del dolor. Debe estar tramando alguna patraña vil, gana tiempo, quién sabe con qué artimaña intentará recuperar el terreno perdido. Ojo, no te dejes engatusar —pensé. Me mantuve alerta, con la mirada fija en la sábana, que se agitaba y estremecía como si en su interior batallara un ejército de ratones. De pronto comencé a notar cómo el bulto infame donde se ocultaba el demonio disfrazado de mujer se iba encogiendo —como si los ratones escaparan a través de un agujero en el colchón. En un santiamén apenas quedó sobre la cama aquel rectángulo de tela, semejante a la superficie de un mar muerto, arrugado, con lamparones de sudor. Alguien —me dije— se está burlando de mí.
    Intrigado, di un paso atrás y barrí la habitación con la mirada. El demonio (al igual que su rival quizá disfrutaba del poder de ubicuidad) podía estar en cualquier parte. No creo que se dé por vencido a las primeras de cambio. De un momento a otro abandonará su apariencia provisoria y saltará sobre mí como una fiera enloquecida, y ya no será una mano femenina la que buscará mi cuello sino la garra de una bestia feroz.
    Escudriñé todos los rincones, y cuando me hube percatado de que ningún bicho con pezuñas merodeaba por los alrededores salté hasta el borde de la cama y de un manotazo aparté la sábana. A primera vista no noté nada extraño sobre la superficie del colchón. Ojo, ojo avizor, no te fíes de las apariencias, desconfía del felón, acuérdate de Santo Tomás —me dije todavía asustado ante lo que parecía ser un inesperado desenlace. Afiné entonces la mirada y ahí estaban los restos del dedo, al menos eso suponía yo. Pedazos parecidos a conchas de maní, pequeñas lascas como cortezas de un árbol podrido, hilachas aún empapadas con mi saliva, escamas tumefactas de un pez que nunca vio la luz. Y aquella uña entera barnizada de añil.
    Ya no lo pude soportar, el asco se apoderó de mí. Corrí al baño y me enjuagué la boca con una mezcla de creolina, lejía y vodka finlandés. Elegí mi camisa predilecta, aquella que tiene bordado en el bolsillo izquierdo el ideograma japonés que significa persistencia, ése que algunos confunden con kokôro (corazón). Me vestí, asperjé el colchón con gasolina, encendí un fósforo y me alejé para siempre de aquel condenado lugar.
En la calle me recibió una ráfaga de aire fresco que despeinó mi rala cabellera. Iré hasta el centro caminando y me tomaré un café. Esta noche dormiré en un hotel.

 

 

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