1. De lo fantástico como territorio vital
Es el nuestro un mundo donde las dudas, o peor que eso, determinadas certezas encarnaron en innumerables cuerpos, rostros, representaciones de acontecimientos, vivencias contaminadas por una realidad que excluyó la posibilidad de que la alegría de existir sea independiente de la razón social y, más grave que esto, de acuerdo con la propaganda incesante de los medios de comunicación, tendencialmente o inculcadamente: supernumeraria.
Las civilizaciones, en este preciso momento, como se sabe, sin unos oráculos no tienen posibilidad de escapar, sea por el fingimiento, sea por la simulación propiciada por los fideísmos a un hecho evidente y palpable: son mortales y, comprobadamente, se desvanecen a cada minuto. Es una deconstrucción/modificación acelerada a la que sólo los ritmos individuales, curiosamente, colocan cierta barrera como si fueran islas. Y lo llamado real social, cada vez más incómodo, es mucho más extraño e inquietante que el tradicionalmente siniestro continente de los monstruos inventados por la imaginación de los escritores, de los pintores, de los cineastas que cultivaron el género.
Tzvetan Todorov, en un libro escrito con la proverbial habilidad articulada de los intelectuales franceses de calidad y, más que eso, parisinos, a pesar de su origen trasnacional, concluyó —fue lo que su parte del siglo le permitió— que lo fantástico residía por encima de todo en esa duda sentida por el lector. Pero eso era y debía ser derivado de la escritura del autor, fundamentalmente, lo fantástico reside en esa escritura y en los medios existentes para que se aventure por ese plano. De ahí que hoy, salvo por error, por falta de motivo o, incluso, por falta de capacidad inventiva, los escritores ya no cultiven el género fantástico, a no ser que le añadan, de forma bastante natural aunque perturbadora, un potente elemento de terror. Lo cual, claro, es un signo de los tiempos, de nuestros tiempos devastados, toda vez que lo fantástico tiene que ver con el miedo y sus saltos y no con el terror y sus circunstancias. Los cuentos y las novelas fantásticas —y lo mismo se comprueba en el cine y en la pintura— fueron contaminados y hasta sustituidos por los relatos sobre serial-killers y mass-murders, psicópatas o seres en pleno uso de su crueldad.
Se dio después una inversión en la realidad social, que es el depósito en el cual se basa el campo de manejo de los autores antes de —tras la difusión de la escritura— quedar mezclados, interligados, interpenetrados. Como refirió Louix Vax: «El arte fantástico debe introducir terrores imaginarios en el seno del mundo real». Yo detallaría aquí: introduce, siempre, y es debido a ese hecho, pues lo fantástico es siempre procedente del territorio de la escritura, del arte en general; y es sólo ahí que se ejerce, pese a la simulación/convención de la existencia del fantasma. Ahora, por el contrario, hoy por hoy, lo real es lo que introduce terrores mucho más reales en el mundo de la imaginación. Dado que nos faculta para percibir, al constatar esta evidencia, es bien cierta la frase que nos dice que la verdad, o si quieren la realidad, tal como la luz del día, es fatal para los monstruos imaginados, siendo ad contrari el vientre del cual brotan los monstruos reales de nuestra existencia perversamente socializada.
En el fondo, a causa de la agudización de los conflictos internos-externos, lo fantástico nos aparece ahora como un país recordado donde la imaginación se refugió, ella que es cazada por las esquinas por la crueldad de los dueños de la Tierra que, curiosamente, ya no disimulan los colmillos sino que antes los justifican con, hasta, cierta gallardía…
Siendo encarnaciones simbólicas del Mal, los monstruos fantásticos son hoy bromas algo evasivas en comparación con los monstruos sociales que determinados poderes forjan y yerguen para que su estrategia resulte y acreciente su estatuto de gente sentada en una curul.
Drácula o Frankenstein —a no ser que los veamos como representación de los que ocupan la realidad circundante de primera— forman unas figuras demasiado tristes, pobres diablos en que los convirtieron, al pie de gente tan real como un Ceausescu, un Kim Jong-il, un Stalin, la corte nazi o un dictador sudamericano, o, en los últimos tiempos, un jefe fundamentalista cualquiera de las diversas gamas en la ecuación. O uno de esos protagonistas centroeuropeos o africanos promedio que tajantemente despachan millares a sangre fría sin un gran trabajo de conciencia.
El juego, el juego de imaginar personajes de pesadilla, se volvió un juego mortal. Más grave —dejó de ser juego y ahora es una especie de recuerdo en los mecanismos cotidianos. La cuestión clave no está en la lectura, como Todorov postuló, sino en la escritura. El dueño de lo fantástico es el narrador, tal como en la vida social lo son los que gobiernan la masa de quienes fingen depender por la representatividad democrática. Tal como en una película, escenificada con aplomo, todo es, en última instancia, el cuerpo sensible del realizador, desde los personajes hasta las peripecias, desde el décor al elenco.
Los monstruos de lo fantástico que se transmutó mientras los años pasaban —y constatarlo es casi un lugar común que el cine, por ejemplo, capturó con oportunidad y astucia— andan ahora por las calles bajo el atuendo de comerciantes, de profesores o de modelos fotográficos, de farmacéuticos o de peluqueros, de simples agentes de la ley, médicos y banqueros. (Todas estas profesiones, aquí radica el detalle, tienen que ver con cintas o libros conocidos, como el lector proverbialmente atento recordará).
Y es así que de forma algo recalentada o artera, en un mundo hecho palco inquietante para personajes carnales aterradores, un ersatz de lo fantástico es, imagínese, usado para distraer de la realidad hostil: últimamente la moda (que no es moda, pero sí un golpe financiero-social bien armado y consciente) de los filmes de vampiros para adolescentes, transfigurando los monstruos en pequeñas estrellas que, pues es ése su enfoque, encantan a los pobres ingenuos de manera singular.
Así, por un lado, se exorcizan fantasmas peligrosos de lo cotidiano y se amenizan los focos traumáticos e, incluso, las neurosis que infectan el día a día y que, aquí y allí, amenazan con explotar.
Lo fantástico en el arte es como una señal que asegura que la imaginación libre aún no se ha esclerotizado. Creando zonas oscuras y embrujadas como en el Manuscrito encontrado en Zaragoza, los cuentos «científicos modernos» de Pere Calders, las ecuaciones de Jorge Luis Borges o las metáforas de Juan Rulfo de Cortázar —esto en el universo ficcional hispánico—, las incursiones poético-trágicas, permeadas de una profunda nostalgia de Bruno Schulz y Claude Seignolle o Jean Ray, lo fantástico lanza un reto a la perversidad y al cinismo del mundo de la necesidad y nos hace saber, sin lugar a dudas, que el único sitio donde debería ser lícito que existan miedo y monstruos —la imaginación artística— está siendo inundado por la sangre tan real y triste de los desvirgamientos sociales provocados por la inepcia de un mundo que vive entre los destrozos del derecho romano, aprés la lettre, las seducciones, un tiempo apaciguadoras, otro perturbadoras de la interactividad y las simulaciones de los fideísmos occidentales con, bien adentro del horizonte, los fanatismos de tipo oriental de buena cepa medievalista.
Así, el mundo de lo fantástico apela a nuestra comprensión, tanto de los fenómenos interiores como exteriores, a nuestra capacidad de insurrección ante las injusticias, las cauexias y las corrupciones éticas oficiales o privadas, al humor negro o brillante y a la libertad de optar, que no es negociable. No olvidemos, antes recordemos sin ceder a chantajes: las tentativas contemporáneas, llevadas a cabo por asociaciones profesionales de orientación generalmente «fideísta» o de obediencia, que caprichosamente intentan eximir criminales y asesinos del castigo con el pretexto de que la culpa es de la sociedad, deben encontrar por delante nuestra determinación de demostrar que la culpa es, sí, de sus componentes más la sociedad que los forjó y que aquéllos generalmente controlan para efectos de su interés ilegítimo y opresor.
Y sepamos seguir ese llamado de lo fantástico, sepamos aventurarnos imaginativamente por esas noches negras en que las fieras compuestas, siendo un dato esencial, desaparecen, no obstante, borradas por el canto del gallo y por el aire purificado de las mañanas incorruptas.
2. De lo fantástico en la literatura —viaje conciso
Un universo que acepte firmemente lo sobrenatural se encuentra cerca de lo maravilloso pero lejos de lo fantástico. Por el contrario, un universo profundamente realista es aquel donde la ambigüedad fantástica se puede manifestar. Un vulgar ciudadano supersticioso, ante una «aparición» diabólica, se siente aterrorizado aunque no sorprendido. La sorpresa puede sentirla un honesto caballero racionalista armado de tremendas certezas frente a un acontecimiento insólito.
Lo fantástico, más que la derrota del cartesianismo, es la volatilización de aquello que lo sustenta: una sociedad que perdió el sentido —y, más que el sentido, el gusto o el apego— de las realidades (véase el mundo de los talk-shows, donde la realidad presentada tiene como objetivo crear un tipo de realidad cubriendo/sustituyendo todo lo real social exterior, complejo y contradictorio).
Lo fantástico no alerta ante el hecho de que en cualquier momento podemos desaparecer de la faz de la Tierra. En efecto, ¿quién conoce el momento de su muerte? ¿Cuáles, adicionalmente, son los mecanismos del tiempo? ¿El tiempo es nuestro aliado, pues vivimos dentro de él, o, al contrario, es una espada siempre suspendida sobre nuestra cabeza? Pasado, presente y futuro se entrelazan en el relato fantástico y, por lo tanto, lo fantástico se convino que exista en la realidad. Pero lo fantástico, fundamentalmente, tiene que ver con el presente, ese instante infinito y evanescente que tan deprisa surge y luego se va, y nosotros con él. Lo fantástico, tal como el presente —que reside perpetuamente entre el pasado y el futuro—, se equilibra entre el mundo real y el sobrenatural, hesitando siempre. Puede decirse, con entera conveniencia, que en el sótano de la casa crece una excrecencia carnosa que en cuanto se intenta tocar inmediatamente desaparece, para volver a reaparecer en cuanto nos apartamos. Lo fantástico contemporáneo es de orden conceptual, como en los cuentos de Pere Calders «La estrella y el deseo» y «Cosas de la providencia», o en el de Borges «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», donde, para citar a Vax, los manejos de lo extraño se entrelazan con los de la inteligencia.
El héroe-víctima moderno verificó, con inquietud, que su saber, su conocimiento y su cultura no le proporcionan las necesarias armas milagrosas para enfrentar la maldición, aunque son, por el contrario, un motivo más para temblar, un territorio más de pavor y desesperanza. (Así como los establecimientos de enseñanza de alta jerarquía, en la práctica de esta contemporaneidad, ya no garantizan un incremento de saber y de medios de vida, antes bien son lugares donde los clientes con terrible frecuencia son destinados al Dios dirá, una vez que en sus expectativas campean la desigualdad, la visión del desempleo y hasta el cínico apadrinamiento partidario).
En suma, lo fantástico corriente contemporáneo es hijo de la desesperación, mientras que lo fantástico tradicional procedía del desconocimiento, de la fisura entre lo que es real y lo que puede no serlo. Domina en la sociedad la idea difusa, muchas veces inquieta y confusa, de que la duda entre real e inusitado posible (sello canónico de lo fantástico) sólo existe en el plano en que los próceres a cargo nos mienten, sin proporcionarnos las verdaderas razones que guían el mundo y permiten, en el plano de la escritura, ver claro y hacer claro.
Es esto lo que explica que en los últimos años se hayan multiplicado como hongos las telenovelas, novelas y hasta ensayos que propician relatos que, de forma impetuosa, abordan las multiplicaciones fraudulentas a las que se habrían entregado gremios como el Vaticano y grupos iniciáticos, autores célebres, estados y asociaciones, antiguos monarcas y capitalistas, etcétera.
Existe, pues, un fantástico en acción, las relaciones sociales están cubiertas por una pátina que provoca en el ciudadano común la sensación de no saber en qué andan, como suele decirse.
Observemos que, como una vez más Vax suscribe, lo fantástico también es la presencia del hombre en la fiera o de la fiera en el hombre. La ferocidad del tigre es natural y no nos asusta. Pero imagínense un tigre con cabeza de hombre o un hombre con cabeza de tigre. ¿Cómo es que pueden existir cosas así? Es de esa pregunta horrorizada que brota lo fantástico. Pero en este momento, debido a los avances de la tecnología y de la ciencia de punta, se antoja la posibilidad de que, de hecho, eso pueda existir. Más aún: existe la posibilidad de que personas con nuestra apariencia sean nonatos modificados que contengan en su interior, monstruosamente desarrollados, todos los instintos de depravación y de perversidad que sus presuntos usuarios programaron. (Sin mencionar la utilización manipulada y cínica de los medios). Y es de este alejamiento del ciudadano y el supuesto Estado que nace la angustia y la desesperación que lo fantástico moderno apunta mediante la escritura en que la duda pasó al campo que se interroga sobre la legalidad y el abuso en que parecen tenernos sumidos.
Y no se resuelve este impasse metafísico metiendo la cabeza o la pluma —o el aparatejo interactivo— en la arena…
La poesía es la transfiguración de la realidad. Lo fantástico es el trastorno de la realidad. Y de esa catarsis posibilitada por la escritura nace una poesía específica, o diría: un halo de poesía que roza los campos de la nostalgia y de la tragedia, y que, a partir de ese arte, permite que se supere la amargura que emerge de la fugacidad inherente a la vida, al tempus fugit fundacional.
La poesía, bien entendidas las cosas, violenta las leyes de la escritura para llevarnos mediante la deconstrucción que precede a la belleza y al saber. En lo fantástico es la violación de las leyes de la lógica comúnmente aceptada que nos transporta titubeando, repletos de confusión, por los recovecos de esta tierra inquieta. La poesía nos proyecta en un universo encantado, lo fantástico nos sumerge en un mundo donde todas nuestras certezas se fracturaron. De lo fantástico se desprende un hálito poético de rasgos aterradores y lúgubres, fascinantes y embrutecedores —y sólo consigue eso si los textos que lo persiguen no procuran dar a luz la poesía, y sí el conflicto entre lo real normal y lo sobrenatural mefítico que yace dentro de la más asombrosa realidad, súbitamente puesta en cuestión y aparentemente transformada en algo que no se sabe bien lo que sea, pero que no nos gratifica.
Dejemos durante algunos segundos a nuestra mirada vagar por pequeños ejemplos, para iluminarnos en tono recreativo una cierta función de lectores reconocidos: piénsese, como en la novela de Prosper Merimée La Venus de Ille, en una estatua modelada en un parque ajardinado. Las estatuas, tal como los maniquíes y los muñecos, son siempre vagamente aterradoras, pues se parecen en demasía a las figuras de carne y hueso. En la figura petrificada de la estatua hay siempre una sugestión de vida posible, de animación, a pesar de que nuestra razón y nuestra experiencia nos garantizan que tal cosa no puede comprobarse.
En la novela referida existe la sospecha de que una estatua salió de su estado pétreo para estrangular a un novio demasiado atrevido que, para hacer una broma, contrajo un matrimonio burlesco con ella. Hay indicios que pueden tomarse por positivos, pero el caso puede ser el resultado de la superstición del entorno o trasladado a cuenta de imaginación excesiva, bien aprovechada por un asesino hábil y emprendedor.
De lo que no hay duda es de que Alphonse de Peyrehorade murió con el pecho marcado por arañazos amoratados y el cuello roto. ¿Obra de la estatua injuriada o artimaña vivaz del rival español a quien humillara en el transcurso de un juego de frontón?
En un relato policial, este plot sería apenas un motivo parcial de puesta en escena y estaría allí apenas para cargar el enredo de un perfume de misterio, pues en poco tiempo se invertiría en otra dirección, derrumbando las premisas de cuño metafísico, dado que en aquel género todo se desenrolla verdaderamente en el piso sólido de lo cotidiano real. En la novela fantástica, al contrario, la secuencia de acontecimientos, terroríficos o angustiantes, no termina en un apaciguamiento del descubrimiento, ni siquiera lo tiene como blanco. En general, el final de un relato fantástico, o deja permanecer los motivos de angustia en un articulado ingenioso, o abre nuevas interrogaciones tenebrosas. La explicación, si así se le puede llamar, levanta nuevas perplejidades de mal cariz.
Digamos que esta característica, este rasgo de inacabado, mueca de humor negro tiernamente brutal, tipifica lo fantástico como un género abierto y, por eso mismo, mayor y elaborado por autores de calidad superior.
De ahí que el relato fantástico retroceda o desaparezca en los periodos de conmoción, o exista débilmente en los países donde, por causa de la miseria social o del fanatismo fideísta, laico o no laico, la existencia civil esté sujeta a las penas de descalificación ética, moral o de tono bajamente social, como sucede entre nosotros, que nunca et pour cause tuvimos literatura y arte fantásticos —con ligeras excepciones de eventuales inadaptados— que no fueran anticipadamente débiles o epigonales e imitativos.
Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos