–Hello, señor. ¿Cómo está?
–No me vengas con eso de “hello”. ¿Por qué no hablas como un ser humano?
Bahman Ghobandi Las tortugas pueden volar
¿Qué diablos hacen los árabes en Colombia? Eso se preguntarán los estadounidenses cuando se den cuenta de que estamos aquí. A nosotros, al contrario, no se nos hace raro que ellos estén en la selva colombiana, como en cualquier otro resquicio del mundo; están en todas partes irrumpiendo en los más leves sueños de los dignos ciudadanos. Nos tienen infectados como con el virus más letal jamás creado por un imbécil científico vendido por unas cuantas salchichas.
Estamos debajo de una enorme roca que nos protege del cielo rojo, a nuestro alrededor un ejército de árboles nos cobija con sus cuerpos esbeltos extendidos hasta la cúpula de Mahoma. Sólo somos cinco: Hadi, Hamza, Abdul, Kadar y yo. Traemos armamento pesado.
A cincuenta metros se encuentra una base militar estadounidense protegida por una malla ciclónica. Observamos a los militares; no sé qué piensen mis hermanos, pero yo estoy impaciente por ver derramar la sangre de estos malditos hijos de puta. Primero fue el petróleo, luego los diamantes y ahora la droga es el edén; por eso deben morir: porque no respetan la riqueza que Dios dio a cada pueblo, tal vez para compartir, pero jamás para ultrajar.
De repente…
Las hojas secas que están en el suelo comienzan a levantarse. Se escuchan unos chillidos exorbitantes, como cuando Abdul afilaba los cuchillos uno con otro deslizándolos por sus cuerpos multitud de veces, ese sonido que hace que te duelan los dientes. Las ramas de los árboles se inclinan ante un poder aparatoso: es un helicóptero que acaba de aterrizar. Bajan soldados, entre ellos mujeres. Caminan en fila, se acercan a la entrada del cuartel; los observo, me llevo la lengua a los labios y los humedezco, me doy cuenta que tengo antojo por devorar esas malditas carnes. Por fin entran, se reúnen con los demás. Abren unas cajas que bajaron del helicóptero, sacan botellas, las destapan, comienzan a reír, puedo ver sus dientes blancos y perfectos; entonces vienen a mi mente sus mezquinas películas que producen en Hollywood: nosotros no tenemos permitido verlas, nuestra religión lo prohíbe. Yo vi algunas a escondidas de mis padres, no tengo perdón de Dios. Sacan cajetillas de cigarros, las abren, comparten, fuman. Escuchan música escandalosa, ¡esta gente no tiene moral! Beben y gritan. Hombres y mujeres se divierten, bailan, ríen y comparten miradas que parecen dulces pero no lo son.
Tranquilos, nos dice Kadar, el hermano mayor. Hamza inclina el lanzamisiles y muestra una mueca desesperada, los demás sonreímos, lo miramos con expectación. Los militares se besan, les quitan las playeras y el sostén a las mujeres. Tienen sexo sucio unos con otros en las narices de los demás. ¡Estos pendejos no tienen moral! Ahora es el momento, dice el hermano mayor, volteo y veo su rostro, sus amplias barbas son oscuras como la niebla del infierno, de sus ojos fluye un sentimiento de desprecio; levanta la bazooka… Disparamos al mismo tiempo, el éxtasis llega a mi cuerpo, los soldados enemigos desaparecen formando una bola de carne empapada de sangre, de metal y de humo. Dejamos de disparar; parece que estoy en las profundidades del mar, sólo escucho el sonido de un delfín que atraviesa mi cabeza.
Finalmente el humo se disipa, observo las botellas rotas, los cigarros esparcidos y lo que parecen pedazos de carne. Todos reímos con frialdad y escapamos por la selva.
Nos buscaron. No nos encontraron.
Estuvimos meses entre los árboles; entre feroces animales, conviviendo con ellos, escuchando sus rugidos desafiantes. Sufrimos hambre: recordé las hamburguesas Mc Donalds que producen en su país, y la bola de carne de los soldados muertos; me gruñeron las tripas, tuve que escupir la saliva que ya no podía asimilar mi estómago, el ardor de los ácidos gástricos era insoportable. Mi sufrimiento en la selva fue arrollador, pero cuando el sol de cada día ocultaba su última pestaña dorada, de muy adentro de mí fluyó una energía que llegó hasta mis labios, se ampliaba para mostrar una sonrisa placentera. Era feliz. Me di cuenta de ello al cerrar los ojos; respiré profundamente: las imágenes de sexo llegaron a mi mente, después apareció la bola de carne humana empapada de sangre de las hamburguesas Mc Donalds. Abrí los ojos, suspiré, sonreí. Me sentí purificado.