(Lima, 1982). Su libro más reciente es Pepe Villalobos. El rey del festejo (en colaboración con Vicente Otta R., Horizonte, 2021).
Nos sentamos entre los muebles fumando hierba. Como el depa es pequeño, es fácil golpearse contra las cosas: hay dos sillones donde apilamos libros y ropa. Cuando Teodora se posa en alguno de ellos lo llena de migas… ¿Qué más hacemos?… Es una pregunta complicada, contesté.
Entonces tu madre habló de cómo perdemos el tiempo sin darnos cuenta de su valor durante casi diez minutos. Para colmo, la había llevado al café de Lali, donde el tex-mex sonaba más fuerte que ella. Estábamos sentadas en una mesa junto a la pared. Yo pedí café porque costaba dos soles, y tu madre ordenó un jugo surtido. Apenas la mesera se retiró me explicó que tu padre había muerto por causa de una negligencia médica al tratarse la diabetes.
—El caso salió en algunos diarios —señaló, mientras sacaba de su cartera uno doblado y me lo tendía—. El hospital me llamó para pedirme que no alimentara el escándalo y me comprometí a guardar silencio… a cambio de seguro gratuito y completo y vitalicio para mí y para mis hijos.
Hojeé el diario amarillo hasta dar con la sección de Espectáculos, donde estaba el horóscopo. El mío decía: «Borra los recuerdos que llevas como un lastre. Te producen estrés e impiden que nazcan en ti nuevas ilusiones. Tu color: verde. Tus números: 7 y 36». No sabía qué hacer con esos números, si jugar la lotería o buscar un auto con ellos en la placa y arrojarme contra él. Siete y treintaiséis… Me dijeron una vez que era para las apuestas. Nunca me he atrevido a apostar, no creo tener el talento de multiplicar el dinero. Acabar con él es mi destino. Por supuesto, nada de eso le dije a tu madre. Pero abrí la boca en el mismo momento en que no dije eso. Doblé el periódico y se lo devolví:
—No encontré la noticia.
Ella sonrió con torpeza e indicó que en esa edición no salía la nota sobre la muerte de tu padre sino en una anterior, pero la había perdido, así que había traído el mismo diario como muestra. Me pareció muy estúpido y comprendí a qué te referías cuando comentabas que tu madre hacía todo al revés.
—Diabetes da por comer mucho dulce, ¿no? —pregunté.
Pero realmente estaba pensando en cómo pudo haber perdido el diario, y recordé tu historia de la vez que te llevó a comprar un arreglo al mercado de flores cuando tenías cuatro años. Iban al velorio de su mejor amiga, creo. La mujer regaba en el jardín, desnuda y descalza cuando se electrocutó con el cable de una conexión clandestina que cayó de un poste de luz. Así fue, ¿no? Tu madre lloraba a mares e hizo el pedido con dificultad, solicitando las flores exactas y vigilando la faena a través de sus lentes oscuros.
—No, no. Es un desorden del metabolismo. Una dificultad para asimilar los alimentos —explicó con evidente fatiga, y sorbió un poco de jugo.
Cuando el arreglo estuvo listo, salió a la calle cargando el aparatoso arreglo, unas hortensias le hacían cosquillas tristes en el mentón. Detuvo un taxi con un solo dedo, se subió en el asiento trasero y se marchó. Tú te quedaste perplejo, en tu ternito impecable, a la medida. ¡Pobre mi baby! La gente que pasaba te miraba y las vendedoras empezaron a preguntarte por tus papás. De pronto rompiste a llorar, hasta que un hilo de moco se deslizó por tu corbatita azul. Una señora se hizo cargo de ti, te colocó un clavel sobre la oreja, como un cigarrillo, y te dijo que la miraras quitarle las espinas a las rosas. Minutos después llegó tu madre corriendo. No dijo nada, estaba muda. Te cargó como un saco de arena y te llevó al velorio. Estaba tan avergonzada que no lloró entonces. Tú sí llorabas, estabas asustado. La familia de la muerta se conmovió y te envió regalos cada Navidad hasta que cumpliste catorce, pensando que la querías mucho. Jajajá, qué loco.
—Ah, ya, porque Rick come muchos dulces. Nos encantan los chocolates y los helados, y los postres.
—Bueno, no te preocupes por eso. Te cité hoy porque quiero pedirte un favor muy importante —apartó su vaso y puso ambas manos cruzadas sobre la mesa, elegante y trágica. Adoptó un tono confesional, bajando la voz, pero la música estaba tan alta que ya no podía oírla. ¡Tex-mex, pues! Apuesto que nunca había oído a Selena. Era un fondo musical imposible para ella. Me dio risa, pero ahí seguidito pena. Miré al mostrador y grité:
—¡Lali! Bájate la música un toque, plis.
Lali asintió y la canción se detuvo.
—Me estaba diciendo…
Tu madre había bajado la mirada. Se acomodó una onda que caía sobre su frente y continuó:
—Ahora que su padre no está, Ricardo puede volver a la casa si quiere. Su hermana y yo lo extrañamos.
Cocoa también lo extraña. Es su perro…
—Sí sé, me ha contado. Es un Terrier, ¿no?
Lali puso como baladas románticas pero a volumen bajo.
—Sí. Como seguro sabes, Ricardo ha preferido guardar distancia desde la discusión. No me responde los mails ni el teléfono. Pero debe saber que ahora que su padre se ha ido puede volver a casa si gusta. Es más, que lo esperamos con los brazos abiertos. Los problemas… siempre se pueden resolver.
—Claro… —me miraba a los ojos pero sentía que observaba toda mi cara. Sentí que mi boca se secaba. Me puse nerviosa.
—¿Podría invitarme un poco de jugo?
Asintió con los párpados, sin detenerse.
—No tiene que ir a ningún lugar si no quiere, su problema podemos tratarlo en casa. No olvides decirle eso. Nosotras lo aceptamos como es y lo queremos.
Me acabé el jugo de un sorbo. Ella se quedó en silencio.
—Ya —le sonreí, y casi pongo mi mano sobre las suyas, pero hubiera sido demasiado—. No se preocupe, yo se lo diré. Todo.
Me agradeció y nos quedamos mirando entre nosotras y luego alrededor. Sacó su monedero de la cartera y puso un billete de diez soles sobre la mesa. Yo me paré rápidamente y busqué una moneda en el bolsillo del short. Me demoré porque era ese que me queda un poco apretado.
—No te preocupes, yo invito.
—Gracias —dije. Ella se levantó y dio unos pasos hacia la salida, marcando el final del encuentro. De pronto se detuvo, se acercó a mí y me dio un abrazo.
—Ha sido un gusto conocerte.
—Igualmente.
Abrió la puerta del café y le hice una seña para indicarle que me quedaría un rato más. Estuve como media hora con Lali viendo videos musicales y riéndonos de uno muy idiota de Shakira. Al anochecer compré siete chocolates diferentes en el quiosco del señor Miguel y después volví a la casa. Estabas sentado roleando en tu sillón, con las piernas cruzadas como en posición de meditación. Me eché en el suelo frente a ti.
—¿Te diste cuenta de que Machu Picchu es la cuna de la civilización antigua, y de que Lince es la cuna de la civilización moderna? Todo en el Perú.
Sonreí y te tiré un chocolate.
—Cuidado, se va a caer la hierba.
—¿De qué hablas, pavo?¿Qué se supone que hay en Lince?
—Ahí tocaban Los Saicos, ellos inventaron el punk. Me puse a reír tapándome la boca. Te reíste también.
—¿De qué te ríes, tarada?
—El punk no es el inicio de la civilización moderna, baboso —me paré y, saltando, te tiré todos los chocolates encima.
Prendiste el bate y fumaste.
—Es la cena.
—Nos vamos a enfermar comiendo puro chocolate —me lo pasaste.
—No te preocupes, estás asegurado —me reí, y fumé un toque. Me miraste sin comprender. Seguí riéndome.
—Qué tarada eres.
Nos dio un ataque de risa y te tiraste al suelo a mi lado. Me trepé encima de ti y te besé y me puse a tocarte hasta que se te paró. Y comimos los siete chocolates, pero faltaba el treintaiséis.
—Así que decidí esperar treintaiséis días para contártelo —concluí.
Aunque estaba sonriendo, de la nada se me salió una lágrima.
—Qué tarada eres.