(Cuernavaca, 1988). Con el libro Cuando las luces aparezcan (Paraíso Perdido, 2020) ganó el Premio Nacional de Narrativa Ramón López Velarde 2018.
Quién podría jactarse de conocer al verdadero Juan Rulfo. Quién, después de tantos años, podría afirmar que se trata del mismo que está en sus páginas, el que habla de pueblos abandonados y fantasmas, el que conversa con el polvo. Yo no. Apenas acudo a sus entrevistas, caigo en la cuenta de que ese hombre se parece a una habitación sin ventanas. Pero escucho a sus hijos hablar de él o, al leer algunas de sus cartas a Clara, el recuerdo parece iluminarse de noches y días cálidos, amorosos. Borges solía repetir que todo hombre es muchos hombres. Me pregunto cuántos Rulfos nos faltan por conocer, y cuántos de ellos podremos descifrar.
Una mentira que dice la verdad (2022, rm) es una compilación de textos inéditos, conferencias, ensayos y entrevistas, en los que es posible percibir un Rulfo poco conocido: el que opinaba, el que se permitía teorizar, hablar de autores contemporáneos e incluso disentir con algunos de ellos. Y más difícil aún, el que compartía sus reflexiones sobre el proceso creativo. «Hay que ser mentiroso para hacer literatura», dice en una conversación de 1979 en Madrid. Esta máxima basada en Hesíodo parece dejar claro que para él la escritura debía estar atravesada por la ficción; no entendida, desde luego, como falsedad, sino como «una recreación de la realidad: recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación». En otras palabras, lo que escribía no necesariamente tenía que ver con su vida y eso lo deja claro.
Con La cordillera, la novela inconclusa de la que llegó a hablar varias veces y que —según cuenta— logró escribir doscientas o doscientas cincuenta páginas, recorrió un camino contrario. «Quizá lo que sucedió fue que utilicé, en algunos aspectos, personajes reales […]. Los personajes no vivían, por conocidos […]. Los personajes conocidos no me dan la realidad que necesito, y que [sí] me dan los personajes imaginados». Esta última noción la podemos apreciar cuando habla de Pedro Páramo, un personaje que adquirió vida propia y que sólo tuvo que seguir, como una sombra atenta.
Llama la atención el aspecto prolífico que le dan sus colaboraciones en programas de radio. En 1956, para Radio UNAM, Rulfo elaboró textos especiales en los que se encargó de revisar la obra de los que consideraba autores indispensables de la novela de la Revolución: José Guadalupe de Anda, Rafael F. Muñoz y Mariano Azuela. Narradores que lo acompañarán cada vez que le toque hablar o escribir sobre la literatura mexicana de inicios del siglo xx.
Pero lo que resulta una novedad —al menos para mí— es conocer sus apreciaciones en torno a los géneros especulativos, las cuales dan pistas de que el autor de El Llano en llamas se sentía atraído por ciertos escritores que practicaban la imaginación fantástica. En el texto «Situación actual de la novela contemporánea», que leyó en Tuxtla Gutiérrez en 1965, al hablar de autores norteamericanos, dedica varias líneas a la obra de Ray Bradbury: «El estilo de Bradbury desconecta el realismo fijo, sólido, en el cual podemos ubicarnos para, de pronto, dejarnos caer en el abismo insondable de lo inexistente». Y también al hablar de la literatura brasileña, a la que tanta estima le tenía: «Rachel de Queiroz, que ha vuelto a escribir ahora, después de muchos años de silencio, novelas de ciencia ficción formidables, tan buenas como las de [Arthur C.] Clarke (tiene un cuento de robots fabuloso), es una gran escritora, de las más grandes, quizá».
Si bien la discusión sobre quiénes inauguran el realismo mágico se ha centrado en algunos nombres hoy reconocibles —entre ellos, el del mismo Rulfo—, un momento relevante del libro sucede en el repaso de la literatura brasileña, cuando reivindica a ciertas figuras que se adelantaron al auge de este género: «No quisiera pasar por alto, y sí consignar en esta breve charla, algo que tomaron como suyo Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, al propagar el primero ser el autor del “realismo mágico”, mientras el segundo el del “‘real maravilloso”. Con todo el respeto a estos magníficos escritores, conviene hacer hincapié en que tales corrientes ya habían sido creadas en Brasil por Mario de Andrade en Macunaíma, por José Lins do Rego en Bangüé y Fuego muerto, hasta culminar o más bien continuar con don João Guimarães Rosa, en Gran Serton: Veredas».
Un dejo de decepción se percibe en las páginas que Rulfo dedica a la literatura mexicana contemporánea, por haber dejado pasar la oportunidad de crear una novela que cimbrara la tradición después de la matanza estudiantil del 68: «Fallaron los jóvenes. No sé qué les pasó. Lo cierto es que entraron en una crisis de apatía y de indiferencia. Además se equivocaron al proclamar la novela urbana como esencia de lo que debería hacerse». Esto tiene relación con los autores de la onda y con la idea que expresaba sobre el surgimiento de la gran literatura en tiempos de crisis (tomaba como ejemplo las obras de la Revolución). Para Rulfo, había una correlación inexorable entre la literatura y los cambios sociales.
«El desafío de la creación» es un texto que surge gracias a un ciclo de conferencias de la unam, organizado por Arturo Azuela, en 1980. Me parece de los más reveladores pues quizá no hay otro donde Rulfo se permita desarrollar una poética de su escritura con tanta tranquilidad. Se sabe de su fervor al despojo, de su fría relación con los adjetivos, casi nulos en su obra. Pero, aun así, cada vez que se le cuestionaba sobre su proceso, daba la sensación de negarse a llevar la escritura a un nivel teórico. Este escrito, en ese sentido, resulta una excepción: «Considero que hay tres pasos; el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia».
Con fotografías de los documentos originales en los que podemos apreciar su letra y, en algunos de ellos, sus correcciones (lo cual sugiere una ruta de escritura), y acompañados por la introducción y las notas al pie de Víctor Jiménez, Una mentira que dice la verdad no sólo desvela la capacidad crítica de Juan Rulfo (1917-1986), sino además nos permite ver un poco hacia el interior del genio, hacia esa habitación donde pocas veces entra la luz y en la que aguarda siempre una versión nueva de ese autor que definió el camino de nuestra literatura.