Leer y reír

Rodrigo López Romero

(México, 1992). En 2019 publicó el ensayo Chroma: color, estética y escritura (UAEMéx) y participó en el libro Imagen y prácticas culturales (UAEMéx, 2020).

Si quisiéramos contrariar a Lodovico Settembrini de La montaña mágica en su definición de la literatura como una enciclopedia de los sufrimientos humanos, podríamos enumerar muchas obras cuya propensión a la hilaridad es evidente. Una de ellas —no carente de eventos dramáticos— son los Papeles póstumos del Club Pickwick. Además de Dickens, la literatura inglesa tiene grandes exponentes en Sterne y Swift, en los ocurrentes cuentos de Saki, en las páginas de Wilde o Twain, en las bromas casi escolares de Kipling y en ese gigante risueño que es Chesterton.

Ya decía Joubert que Balzac no sabe reír, pero en las letras francesas sobresalen Rabelais y Molière, sin olvidar a los filósofos Voltaire y Diderot.[1] En nuestro idioma, no todos recuerdan que el Quijote contagiaba de risa a su auditorio a cada instante. Sin dejar de lado obras de la picaresca como El lazarillo, El buscón o El Periquillo Sarmiento —la primera novela hispanoamericana—. Mucho más cerca de nosotros, hemos reído con las crónicas de Jorge Ibargüengoitia, Carlos Monsiváis y Juan Villoro, tan hábiles para retratar las frustraciones nacionales y sus peculiaridades.

Pueden recordarse los irónicos anuncios de Arreola, su absurdo guardagujas y el frustrante profesor de balística. O los cuentos de Carlos Velázquez, donde el humor abre espacio para lo incómodo o tabú, haciendo que cualquier pacto social pueda ser sometido a inversión o escrutinio. ¿Dónde empieza o finaliza lo cómico? Es una cuestión de mirada y contraste. Lo hay deliberado e involuntario. Podemos encontrar humor en Rulfo («De lo que no sabemos nada es de la madre del gobierno»[2]), en la narrativa de la Revolución o en algunos versos de López Velarde. Por otra parte, se podría estudiar cómo el tiempo vuelve humorísticas obras que en su momento distaban de serlo.

Quien desee trazar una genealogía del humor literario se encontrará ante una cantidad monumental de textos provenientes de muchas tradiciones. Podría remontar hasta Rey Mono y sus destrozos en el banquete de los inmortales o incluir los encarnizados ataques de Quevedo a Góngora, lo cual llevaría hacia los epigramas latinos y la comedia griega. El humor es un componente esencial de los cuentos populares, aparece en momentos inesperados e incluso en instantes de tensión. Pero son demasiadas las obras y la enumeración por sí sola no lleva a ningún sitio.

Los lectores que ríen comprenden mejor los mecanismos del lenguaje, el humor deja entrever que el autor es igualmente consciente de sus fingimientos. Hay algo compartido en la risa, aunque también puede hallarse donde no se la suponía. Sorprende saber que Kafka se carcajeaba al leer la Metamorfosis en voz alta. En Ionesco y Beckett el humor está próximo a la angustia, mientras en los cuentos de Cortázar algo nimio adquiere proporciones desbordantes, como aquella pelea de un conferencista con la mesa, o el hombre que se asfixia al ponerse un suéter.

El chiste es siempre una narración y contarlo requiere destreza. ¿Qué nos hace reír? ¿Es, como decía un famoso ensayo, el movimiento mecánico en un ser racional? ¿El desenmascarar nuestras ambiciones y fachadas? ¿La distancia entre expectativa y realidad? ¿La equivocación y el ridículo? ¿O lo irreal e incongruente? Habitualmente se toma la risa como escape, una traición a esa realidad que no podemos resolver. Pero existen carcajadas críticas y bajo muchas sonrisas se descubre una gran lucidez. ¿No lo hace Swift al proponer la venta de niños irlandeses para el consumo inglés, no existiendo porvenir para ellos?

Hay obras en las que de inicio a fin se esconde una carcajada, mientras existen otras en las que sonreír parecería una falta de decoro. Se ha creído que un garante del arte es la seriedad, pese a que los artistas son amantes de la rareza y el exceso, la exclamación y el chasco. Existen proyectos mucho más graves que componer una novela, sobre todo cuando conocemos la afición de sus creadores por redactar en la cama o beber en el proceso. El deber de ser solemne es el origen de muchas sublevaciones y la raíz de tipos sociales altamente desdichados.

La complejidad del humor deriva de sus riesgos, requiere inteligencia jugar con las escenificaciones diarias. Es como las cosquillas que disimulan una punzada. No es cierto que suponga siempre una aceptación de las convenciones sociales, si bien es frecuente que reitere la noción de lo correcto y lo vergonzoso. Lo cómico puede volverse un arma. Una sociedad lúcida sería aquella donde reír no implique rebajar al otro, sino aceptar el sinsentido de nuestras costumbres. Pero no excedamos los poderes del humor, es una faceta más del oficio literario, y se opone a los programas didácticos por naturaleza.

La risa no anda muy lejos del estornudo, ambos nos comprometen pese a ser fortuitos. La mentira rebuscada o la verdad desnuda pueden resultar igual de cómicas por impropias. Políticas de la risa. Los grandes autores cómicos rara vez desconocen las desgracias de la vida. No deja de ser notorio que tanto Cervantes como Dickens tuvieran un amplio conocimiento de las capas sociales de su época. Ligado a lo fácil, vulgar e incluso cruel, el humor parece contradecir la asociación de la literatura con lo importante, pues está próxima a lo disparatado y lo grotesco, dos presencias constantes en nuestra vida. Por eso se ha dicho que un autor sin risa está en cierta medida mutilado.

Describiendo los mecanismos del humor, se acostumbra referir a la parodia, la sátira, la ironía, la hipérbole o el juego de palabras. Se recurre a lo picante u obsceno, a la vergüenza y la oposición, recordando todo tipo de prejuicios. Pero habría que enfatizar su cercanía con el diálogo, aunque sea desde el malentendido, como los relatos de Sławomir Mrożek que parten de una equivocación, como «El Nobel», donde se confunde el premio con una enfermedad, desembocando en circunstancias risibles, mientras en otros casos la óptica del narrador desfigura los acontecimientos hasta distorsionarlos del todo.

Hay muchas clases de humor, así como existe una forma de reír casi silente. En ese sentido son muchos los nombres que podríamos mencionar, pasando por Italo Calvino, Enrique Vila-Matas, Fabio Morábito, Valeria Luiselli o Lydia Davis. En sus páginas asistimos a las vidas de personajes maniáticos, cínicos o desencantados, y a sus esfuerzos por interpretar la realidad circundante —igual que el enrevesado tratado de Perec sobre la manera de pedir un aumento y los obstáculos que es necesario vencer—. Las pequeñas fobias, la facilidad para la comparación o la mentira convierten su rutina en algo extraordinario.

El humor puede redimir algunas existencias. Reírse y llorar, consideraba Michel Tournier, es alternativamente colocarse por encima o por debajo de los acontecimientos. Una visión humorística provee levedad a las insensateces humanas. Todos somos risibles cuando menos dos veces al día. Cuentan que cuando Beethoven se bañaba (mojando tanto el suelo que se filtraba al piso inferior) se ponía a cantar de tal manera que la servidumbre apenas podía contener la carcajada, lo cual le enfurecía, volviéndolo aun más cómico. En felices ocasiones, el humor permite que un personaje se muestre vulnerable sin menoscabo de su dignidad.

En una risotada puede haber tanto desprecio como simpatía. Social o gregario, el humor es ante todo un ejercicio de lectura, desciframiento de lo lateral o lo escondido, como prueban los aforismos de Max Aub dedicados a los signos de ortografía: «Y le hundió el guión hasta la empuñadura», «Tenía debilidad por las negritas», «Foliar es no perderse una», «No se repuso nunca de la primera impresión», «Quedó inédita». La relación del humor con el ingenio es también evidente en las greguerías de Ramón López de la Serna: «¡Qué fácil es que un adulto pase a ser adúltero!», «Pingüino es una palabra atacada por las moscas», «La leche es el agua vestida de novia».

Nuestra época, ya sea que la veamos como una apertura hacia los otros o una controvertida cruzada moral, se ha visto en dificultades al decidirse frente al humor. Los temas y divergencias contemporáneas llenan de gravedad nuestras comunicaciones, titubeamos al definir a los demás y nos asusta bromear sobre lo obvio. Volviendo a Settembrini, es indudable que la literatura retrata nuestras dolencias y pesadillas, pero también es cierto —como sentenciaba Lord Henry Wotton en Dorian Gray— que un gran pecado humano ha sido no saber reír, y que de lo contrario la historia sería otra.


[1] Para hacer justicia a la literatura francesa, véase el libro de Walter Redfern, French Laughter: Literary humour from Diderot to Tournier (Oxford, 2008).

[2] Frase intraducible, como evidencia la anécdota de la lectura simultánea con Günter Grass en 1982, donde éste revisó su texto para asegurarse de que fuera el mismo, sorprendido por las risas del auditorio ante el original en español.

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