Un largo camino / Diana Viveros

 

Cuántos casos, cuántas cosas llenan las infancias.
      José Saramago

I
      La primavera empieza el 21 de septiembre y termina el 20 de diciembre. Es la estación más linda del año. Las flores se abren y las personas se visten con ropas livianas y muy vistosas.

Feo como Sócrates, con una pronunciada calvicie un poco resplandeciente, la nariz chata y cubierta de espinillas, los ojos pequeños que necesariamente desaparecían con la curva de los labios manifestando contento o sarcasmo o malicia, debido al volumen de los pómulos sebosos que, contrarios a la grasa del vientre que inclinaba sus carnes hacia el piso, se elevaban con esfuerzo hasta cubrir por completo la parte que sigue a las ojeras, el nuevo novio de la madre de Sebastián se presentó ante él, animado por un frenesí absurdo.
      El niño, a través de sus gruesas gafas de miope tempranero, quedó mirándole fijamente; no esperaba que aquel de quien su madre tanto le había hablado desde hacía cierto tiempo resultara ser una figura en su opinión tan pintoresca y que demostrara tal fervor al estrecharle la mano y que mantuviera ese ademán por varios segundos que los tres, cada uno en su fuero interno, terminaron considerando excesivos.
      — ¿Cómo está el campeón? ¡El tigre de la casa! —dijo don Óscar, revolviendo con ahínco los cabellos del escolar, quien por toda llana contestación le propinó una sonrisa retraída con los ojos agachados.
      —Seba preparó aloja —comentó radiante la madre, en tanto invitaba al visitante a ocupar un asiento en la espaciosa sala.
      — ¡Ah, no olvides que le traigo un regalo al nene! —musitó don Óscar , con la palma izquierda a un lado de la boca, cercano al oído de la mujer. Ésta, que ya sabía de qué se trataba, reprodujo una mirada suplicante con la que le insinuó que el regalo no iría a resultar del agrado del hijo.
      —Querido, no debiste haberte molestado, en serio…
      La mujer articuló estas palabras con prisa y ademanes nerviosos. Segundos después, agregó:
      —Mejor dejemos que regrese a su cuarto porque está haciendo los deberes para mañana, ¿verdad, Seba? Yo voy a traer la jarra y los vasos. ¡Uf! ¡Este clima…! —y se abanicó el rostro con los dedos.
      Casi a empujones, Teresa sacó al niño de la sala, arrastrando su silla de ruedas hacia el dormitorio. Don Óscar no terminaba de comprender por qué no podía entregarle el preciado obsequio al tigre de la casa. Si sólo era cuestión de ir por él hasta su vehículo.
      —Pero… ¿y qué hago yo con esa pelota entonces? —se preguntó a sí mismo, confundido, sin reparar en el bochorno de que su pareja le acababa de salvar.

II
      Los árboles también muestran sus mejores galas. Hay muchos colores en la primavera, en todas partes. Los pajaritos cantan alegres y todos festejan su regreso.

Con éste, se sumaba el quinto potencial padrastro de Sebastián desde que el verdadero progenitor huyera hacía ya una década, cuando todavía aquél se alimentaba de leche materna.
      El primero de ellos venía durante la madrugada, se quedaba por un rato y salía igual que como llegaba, sin decir una sola palabra en voz alta, andando en puntas de pie, como lo harían un espíritu nocturno o un gato sigiloso. Sebastián, siempre víctima de un sueño frágil, le recordaba bastante bien; de él admiraba su envoltura de misterio y hasta le parecía que su propia madre también se volvía de pluma durante las visitas silenciosas. A veces le tentaba la idea de salir de su cuarto a escondidas y descubrir de quién se trataba, pero nunca se atrevió. Un juego de secretos tiene sus reglas y hay que acatarlas aunque uno se estremezca por lo curioso. Lo importante era que Teresa se arreglaba y se vestía como si el tiempo hubiera aplazado en ella su labor de inevitable decadencia. Así le gustaba a Sebastián, viéndola ir al salón de belleza o llenando la casa con su risa tan excitante. Ese hombre de humo hubiera sido el ideal, pero terminó por esfumarse definitivamente luego de un delicado periodo de seducción. La madre se apagó y permaneció distante por unas semanas. Lloró mucho, Sebastián la acompañaba. Las madrugadas recuperaron su vacío habitual y apenas se escuchaban, a menudo, el aullido de los perros y los pasos de algún caminante extraviado en las calles, bajo la amarillenta luna.
      El otro pretendiente fue Rafael, tosco y robusto. A éste sí que el chico le llegó a ver y a tratar y conoció de él la potencia de sus puños pesadísimos. Teresa también, por eso le denunció y le mandó a prisión y tuvieron que cambiarse de barrio para evitar represalias, una vez que el golpeador cumpliera la condena. El infierno duró medio año, auspiciado por el alcohol y los celos. Sí, porque Rafael era celoso en extremo y no permitía que su mujer usara maquillaje o saliera sin su consentimiento. Sólo al trabajo la dejaba ir, porque alguien debía traer el pan a la mesa y conseguirle más alcohol con qué aplacar la furia de sus demonios internos. Un fin de semana decisivo, lluvioso, el sujeto dio con la nueva dirección de su antigua conviviente. Ésta palideció al verlo trasponer el umbral, con la misma fuerza de antes, con más locura en su mirada cenicienta. Rafael se las tomó con Sebastián; le arrastró con vehemencia hasta un coche del que había vencido las cerraduras y desaparecieron. Manejó con incertidumbre hasta que comenzó a sospechar que algún policía le seguía la pista. Aceleró sin límite, ignorando el final de su irreflexiva venganza. No vio el camión envuelto en lluvia y estacionado en la ruta y allí falleció, con la herrumbre y los vidrios incrustados en su cráneo y en el resto de su masa corporal. A Sebastián le salvaron de milagro, pero su columna quedó destrozada. No volvería a caminar nunca más. Lloró mucho, su madre le acompañaba.           
      Después llegó Carlos, funcionario de Hacienda. Se mostraba encogido, perplejo a todas horas por algo que nadie sabía qué era con exactitud y parecía sufrir de anorexia, por lo enjuto que lucía en su camisa almidonada y su eterna corbata a cuadros. Tenía en la oficina fama de voraz lector, de modo que Teresa, la contadora del mismo ente, sintió atracción por esa llama pacífica que se encendía a su alrededor. Con Sebastián se entendía a las mil maravillas y le había leído algunos libros fascinantes, como El fantasma de Canterville o Juan Salvador Gaviota; también poseía una exquisita formación en materia musical, pero el aprendiz se mostraba reacio a escuchar ópera o jazz. Teresa mantuvo con Carlos un romance prolongado que hubiera terminado seguramente en casamiento si su hermana Alicia no hubiera regresado de estudiar de Buenos Aires. Coqueta y sin escrúpulos, los mojigatos como Carlos constituían para ella un desafío. Y él era muy inocente, casi idiota. Y tirando al piso sus enormes anteojos de intelectual y desgarrándole con las uñas su tan prolija camisa, Alicia le metió a su cama. Y otra vez a Teresa le tocó llorar en exceso y a Sebastián, un poco fastidiado ya, acompañarla en su desazón.
      El último candidato de su madre, después de cortar en forma rotunda toda relación con la tía Alicia, se llamó Darío. Vivió con ellos algo más de un año y le tenía sincera estima a Sebastián. Juntos pasaban ociosas horas viendo películas frente al televisor o jugando damas. Teresa pareció volver a la calma con ese imberbe bajo su techo; sabía de él que aún estaba en la pubertad cuando abandonó el campo en busca de fortuna, rumbo a Asunción. Le conoció en un restaurante lavando vasos y le llevó a su casa con toda confianza y allí le instaló. Fue feliz con él, como nunca lo había sido antes y por eso, generosa, le pagó las cuotas de una profesión. Darío se recibió más tarde y con orgullo le enseñó a su mujer el diploma obtenido, y se desperdigaron los besos en la piel de ésta y saltaban sus cabellos en el aire, mientras duraba el voluptuoso abrazo. Pero una noche, sin previo aviso, tomó sus cosas y se marchó. En su apurado viaje, tuvo oportunidad de llevarse con él la amada mascota de Sebastián, un conejo que le serviría como centro de mesa en el ficticio banquete que harían sus familiares, allá en el pueblo, cuando le vieran regresar ya maduro de la capital y con un título que le permitiría sacar adelante a sus numerosos hermanitos. Teresa, nuevamente, quedó en desamparo, ahogada en una profunda lágrima que cavaba meandros en su semblante. Sebastián, sin embargo, indolente, sombrío, comenzaba a andar por el largo camino que, a su tierna edad, conduce al odio.

 

III
      A mí me gusta comer helados y tortas frías en primavera, porque el sol es caliente todos los días.

Don Óscar era propietario de una tienda de telas. Viudo de larga data, la compañía de esa apuesta hembra de treinta y tantos abriles le figuraba un oasis en su extenso y oscuro desierto. Empezaron a frecuentarse unas semanas atrás, cuando él se animó a cercar a la clienta con palabras dulces e intenciones firmes. Se creía el más satisfecho del mundo por contar con el afecto de Teresa, quien no le ocultó sus malas experiencias en el difícil arte del amor, de manera que sus valores fueron juzgados de óptima calidad por el viudo, ya que amén de los encantos visibles que ostentaba la contadora, piedra angular de tibios deseos, le adornaba la franqueza y otras meritorias virtudes.
      Por su parte, asimismo Teresa llegó a sentir cariño por ese comerciante de aspecto tan excéntrico. Le sorprendían su carácter espontáneo y su charla diligente y vívida. Una vez más, estaba enamorada. ¡Qué habilidad la de su corazón para superar la agonía y dar aliento a nuevas ilusiones! Y esperaba que Óscar no le fallara. Él gozaba de una posición social holgada, y, como ya rozaba los sesenta, trataría a Sebastián con el estatus de nieto, el mejor de todos en la jerarquía familiar; tal vez hasta podría cubrirle un tratamiento en el extranjero para revertir el diagnóstico con que en el sanatorio le sentenciaron a la silla de ruedas. Sí, no debía portarse egoísta esta vez; también estaba su hijo, que había padecido tanto o más que ella por causa de los diferentes hombres de su vida.
      La tarde se iba pintando de crepúsculo. Una plática desordenada y caricias inocentes distraían a la flamante pareja. Se acabaron la jarra de aloja hacía rato y cuando decidieron mudarse bajo el parral, en el patio, para presenciar el nacimiento de Venus, como dos adolescentes acurrucados en pueril pasión, sintieron las punzadas en el estómago, los dos al unísono. En seguida los invadió el vértigo y la vista les fallaba. El ritmo cardiaco iba en aumento y les oprimía el pecho. Las punzadas en el estómago se sucedían unas tras otras, iban creciendo, pero en medio de la desesperación, los que las sufrían fueron incapaces de emitir quejido alguno; no podían dejar de presionar con las manos la zona de más dolor y ambos se arrojaron al piso, indefensos. La respiración se hacía dificultosa, ya casi los pulmones dejaron de funcionar. El pulso se aletargaba. La cefalea surgió de golpe, latiéndoles estrepitosamente a cada lado de la frente y, al rato, todo quedó en la nada.
      Mientras tanto, ocupado en su composición creativa, Sebastián confiaba en que el veneno contra las hormigas vertido en importante dosis en el jugo de miel sería efectivo para dar un escarmiento definitivo a su madre y una advertencia al enamorado de ésta, por si llegaba a sobreponerse. Había visto con Darío una película donde el protagonista hizo algo similar. De Rafael aprendió a actuar sin temor a lo que pudiera ocurrir. Con Carlos y sus lecturas descubrió que el sufrimiento es parte de la tarea de formarse como humano, pues el dolor redime. De aquel primero de la lista, el invisible, el etéreo, rescató la discreción.

En la primavera la gente y la naturaleza se
      sienten felices.

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