El último diente de mamá se cayó un día de otoño, en medio del almuerzo. Ella no dijo nada, sino que metió dos dedos en su boca, lo extrajo y lo envolvió en una servilleta que apoyó al costado de su plato. Pero yo lo supe (lo supe porque lo esperaba) y dije: «Mamá, salimos».
Me miró con sorpresa. Creo que era sorpresa. La cara de mamá, desde hacía algún tiempo, se parecía a la de un avestruz y entender las emociones a través de sus rasgos era difícil. Pero tenía que estar sorprendida. Había dos motivos para estarlo:
El primero: le dirigí la palabra. Con el paso de los años, mamá y yo hablábamos cada vez menos, y cuando lo hacíamos era para discutir. Hasta que un mediodía, tras una discusión acerca de la venta de la casa, mamá dijo: «Yo no hablo más con vos. Si total». Lo dijo en serio. Dejamos de hablar.
El segundo: íbamos a salir de casa. Mamá y yo salíamos de casa cuando yo era un chico, nada más. En mis recuerdos con mamá fuera de casa, ella no camina encorvada hacia adelante, no se agarra de mi brazo para pisar con firmeza, no corre riesgo de que le roben sin que se dé cuenta como una viejita averiada con cara de avestruz. No sé qué hace mamá en mis recuerdos. Supongo que fuma en algún banco de plaza al lado del arenero, mira con desprecio a alguna madre de clase inferior, le sonríe con todos sus dientes a un hombre apuesto, se olvida de que doy vueltas en la calesita. Es una mujer bella.
«Ponete lo más lindo que tengas», dije y salí a la calle a esperarla. Era un día de sol hermoso, pero yo aún no lo sabía. Mientras la esperaba, decidí que no me importaban la edad y el deterioro de mamá: si iba a caminar conmigo, no lo iba a hacer colgada de mi brazo ni protegida por mí. Lo iba a hacer con dignidad. Temí que mamá saliera de casa con un bastón (un bastón que hubiera comprado con plata de no sé quién y no sé cuándo). Pero no.
«Caminá sin miedo o tomamos un taxi», dije. Mamá lo supo enseguida (lo supo porque lo esperaba hace años), recuperó el habla y quiso confirmarlo: «¿Desde cuándo vos tenés plata para un taxi?». «Desde que vendí la casa». Mamá no caminó más. Fui hasta la calle y frené el primer taxi que apareció. Abrí la puerta y la invité a subir. Avanzó con lentitud los tres metros que la separaban del auto. Su torpeza al caminar no se debía solamente a la vejez: mamá, debajo de ese vestido amorfo que había moldeado su cuerpo treinta años antes (la recuerdo, más allá de las fotos), debajo de su maquillaje que se diluía en líneas arbitrarias, debajo de su pelo canoso que había dividido a dos aguas poniendo en evidencia la falta, mamá llevaba zapatos de taco alto.
No era necesario decir más nada. Pese al silencio, durante todos estos años, mamá me había entendido como sólo una madre puede entender a un hijo. Le indiqué la dirección al taxista y a los veinte minutos, sin tener que responder a preguntas como «¿A dónde vamos? ¿Quién dijo que yo quería?», llegamos a destino. «Te espero en el café de la esquina», dije y le pasé un pequeño fajo de billetes que supuse más que suficiente.
Mamá bajó del auto, llegó a la puerta del local, miró la vidriera por unos instantes (yo no miré: todos esos dientes sin boca me recordaban la risa de papá) y entró. Recién entonces, le pagué al taxista y bajé. Caminé hasta la puerta del café, pero al ver que el mozo era un hombre mayor que rengueaba con la pierna derecha, no entré. Me quedé parado en la esquina. Una pareja pasó caminando: ella tenía un bebé en los brazos, él le dijo que era un hermoso día de otoño y agregó: «Qué suerte que salimos a caminar». Se burlaban de un hombre solo. Se burlaban de mí. Miré el cielo con resentimiento: me pareció extraño que, después de tanto tiempo, de tantas cosas y de todo lo que se dice acerca del clima, hubiera días así de despejados y con un sol redondo clavado en el centro.
Cuando mamá abrió la puerta del local para salir, yo estaba ahí, de pie: la esperaba como un caballero a una dama. Agarré su mano y dije: «Las veredas están todas rotas». Mamá me sonrió: sus dientes estaban intactos. «¿Caminamos?». «Caminemos». «Tomá el vuelto». «Guardalo». «¿Para qué?». «Comprate algo». «¿Qué querés que me compre?». «Una cartera nueva». «Mi cartera está bien. Necesito unos anteojos de sol, mirá lo que son mis ojos», dijo mamá. Sus ojos estaban aguados, pero no por llorar. Sus ojos, en realidad, estaban cubiertos por una lámina transparente que la protegía de la miseria de las calles que atravesábamos (un mendigo adentro de un container de basura, cajones llenos de mercadería metálica, un grupo de jóvenes que hablaba en un idioma desconocido). Quise saber cómo me veía a través de ese filtro puro. Se lo pregunté. «Igual que siempre. Flaco y con cara de loco», dijo mamá, dejó de caminar y su carcajada comenzó.
Las arrugas de su cara desaparecían a merced del tironeo de su mandíbula que pretendía abrirse más allá de su eje. Mientras, los pulmones expulsaban un aire ronco, lleno de palabras y llantos y súplicas, un aire que se arrastraba por su esófago, se llenaba de mucosa y se desbordaba en su garganta. Tuve miedo. Una mujer de su edad no se podía reír así. Nunca en mi vida había visto a una anciana reír a carcajadas. Había lágrimas en sus ojos. «Estoy llorando», dijo mamá, intentó detener su carcajada, pero al advertir mi cara de asombro (ahora, el animal averiado era yo) no pudo. Su risa explotaba en la superficie una y otra vez como los latigazos de un domador. Me concentré en sus dientes: mucho más brillantes que un recuerdo: su paleta derecha no se encimaba sobre la izquierda; ni estaba el cúmulo sarroso de todos los cigarrillos que mamá fumaba por la noche, mientras papá dormía; y el colmillo que mamá nunca tuvo (ese agujero vergonzoso) ahora estaba ahí.
La agarré de la mano y caminamos.
Cuando dos horas después nos sentamos en el banco de la plaza, mamá, además de sus dientes, tenía una peluca rubia y lacia. Con sus zapatos, aplastaba las hojas secas que habían caído alrededor del banco. El sol estaba ubicado en línea recta a nosotros, exactamente en el medio de dos edificios demasiado altos como para ser reales. Me acosté sobre el regazo de mamá y, a los pocos segundos, su mano comenzó a pasar por mi pelo. Desde las raíces hasta la punta: mamá no me acariciaba, me peinaba a su manera, la de siempre: dejaba la frente limpia porque «si no parecés un tontito, con el pelo así, sobre la cara».
El sol me encandiló: las manchas violetas se proyectaron sobre mamá, sobre su buche de avestruz. «Lo próximo que tenemos que hacer es operarte la papada», dije. Mamá estiró el cuello y se alisó la papada con la mano derecha. «¿Así está bien?», preguntó. No respondí, pero sí, estaba bien. Antes de dormirme sobre su regazo y soñar con una playa desierta en la que sólo estábamos los dos, dije: «Es un hermoso día de otoño. Parece mentira que los días puedan ser tan lindos como todo el mundo dice».