Un golpe seco / J. F. Rizzo

 

Decidimos quedarnos en casa a mirar la televisión. Era fin de semana. Tres de la tarde. En cierto momento me dijo que necesitaba dormir porque se encontraba cansada del trabajo. Decidió no ejercer su carrera universitaria y aceptó casarse conmigo. Teníamos dos años. Vivíamos en los suburbios de la ciudad, en un fraccionamiento cómodo y tranquilo.
      —Debo bajar mi ritmo. Merezco dormir. Podría quedarme dormida de pie, sin darme cuenta.
      —Está bien —le respondí.
      A media película se levantó y dijo que se iría a la cama.
      —Quiero descansar y cuando despierte quiero ser otra.

Seguí mirando la televisión. Unos minutos después escuché un ruido en el jardín. Fue un sonido seco, como si algo pesado hubiera caído desde el otro lado de la barda. Pausé la película y salí. Revisé entre los arbustos. No había nada. Luego un movimiento me hizo mirar hacia la ventana en la casa de al lado. Era nuevamente la vecina, vistiéndose y desvistiéndose en su recámara. Acababa de colocarse el brasier. Sus senos eran pequeños y firmes. Siempre mostré interés en saludarla cuando nos topábamos en la calle. Como respuesta, ella sonreía y hablaba de cualquier cosa. A veces reconocía un tono coqueto en sus palabras y gestos.
      Desde el jardín la vi ponerse un vestido floreado. Después desapareció de la ventana. Entré a la casa. Me senté y comí las galletas que quedaban en la mesa de centro. Seguí mirando la película. Un par de minutos después escuché la voz. La voz enronquecida de Lidia. Me pareció diferente, con una acentuación opaca, como si su voz acabara de enfermarse.
      —¿Lograste descansar? —le pregunté.
      Ella se detuvo para orientarse en el espacio que conformaba la sala.
      —No sé qué somos —respondió.
      —¿Perdón?
      Me levanté del sillón y me coloqué a su lado, intentando que se sentara.
      —No sé de qué estoy hecha… de qué estás hecho.
      —Bromeas, ¿verdad? Sigues adormilada. Se me ocurre que al rato salgamos al centro a dar una vuelta.
      Lidia comenzó a llorar. Luego se detuvo en seco, como si las lágrimas le aterraran.
      —¿Te encuentras bien? —le pregunté.
      —Shhh. No puedo escucharte si no te conozco.
      —Oye, me estás asustando.
      Me vestí, saqué el coche y fuimos hacia la ciudad. Cenamos en un restaurante. Lidia apenas comía, apenas hacía comentarios o algún chiste de los que estaba acostumbrado a escucharle.
      Su sonrisa estaba muerta.

Esto continuó durante semanas. Hacer el amor era tan doloroso como contemplar una noche helada. Ahora convivía con una mujer distanciada de la que había sido. No aceptó doctores, ni medicinas. Me aferré a la idea de que, una mañana, al despertarnos, todo hubiera terminado.
      Al día siguiente comencé a correr. Me sirvió como método diario de relajación. Pasaron días. Luego semanas. Durante los recorridos, conseguí mantener la mente en blanco, logrando obtener algo semejante a la paz, hasta que una mañana, entrando a la casa volvió a ocurrir; de nuevo el golpe en el jardín. Ese ruido molesto. Me asomé y ahí estaba ella, la mujer en la ventana, de cuerpo pálido y senos minúsculos. Estaba de pie, girando sobre sí misma. Seguramente se presumía en el espejo. Al verme sacó medio cuerpo y se recargó en el marco de la ventana. Su cabello colgaba al vacío. No comprendí lo que intentaba decirme con la mirada. Volvió a meter su cuerpo y cerró la ventana.
      Entré a la casa y me dirigí a la recámara. Lidia dormía de nuevo en posición fetal. Era domingo. Preparé un sándwich y me senté frente a la televisión. Por la tarde, un coche negro se estacionó frente a la casa. Eran los padres de Lidia. Hubiera querido esconderme, pero iban a insistir hasta que les abriera. Los invité a pasar. Se limitaron a quedarse de pie junto a la puerta. La madre dijo:
      —Esto no puede seguir así. Siempre que hablo con Lidia me dice cosas sin sentido. Yo la conozco bien y sé lo que está pasando.
      Quise responderle, pero el padre de Lidia interrumpió.
      —Seré honesto contigo. Tú sabes que nunca quisimos esta relación, pero dejamos que ella decidiera por sí sola. No sé si eres buena o mala persona…
      —Un hombre divorciado no puede ser buena persona —dijo la madre, señalándome—. Mi hija está cayendo por un hoyo y él no hace nada.
      Después de decir esto, la mujer corrió al cuarto de Lidia, tomó unas maletas y comenzó a guardar sus cosas. Entraba y salía de la casa. Su padre se había puesto a hablar de negocios por teléfono. Luego entró y salió, sosteniendo a su hija de un brazo. Cuando Lidia pasó a mi lado, quise decirle que se quedara, pero no tuve el valor. El coche arrancó. Un viento frío desprendió las últimas hojas secas del árbol de enfrente. Cerré la puerta y regresé al sillón de la sala. Más tarde, entré a la cocina para prepararme la cena. Al poco tiempo volvió aquel golpe en el exterior. El ruido sonaba menos molesto. Por primera vez, sentí que se trataba de un sonido agradable.

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