Old West Kafka [fragmento] / Cecilia Magaña

1

Los cerros parecen moteados, como si estuvieran cubiertos de caballos oscuros en esa postura atenta en la que sólo mueven las orejas, los ojos bien abiertos. Quietos, a diferencia de la cabeza de K, que rebota contra la madera o se mueve de lado a lado. Ha dejado de luchar contra los tirones y saltos y se deja balancear, imaginando la pendiente y los hundimientos del camino, las piedras que, en lugar de tronarse bajo el peso de las ruedas, las hacen brincar. Ha soportado esa terquedad toda la noche, lastimándole la espalda a cada salto, apenas menos molesta que el ruido de los baúles que pelean contra las cuerdas y vuelven a caer sobre el techo de la diligencia.
—Ya casi llegamos, muchacho —dice la mujer sentada frente a él, con el niño dormido en su regazo.
K asiente y vuelve la vista afuera, no sin antes pasar los ojos por el escote de la mujer y los senos, que también saltan y parecen listos para volcarse fuera del vestido. Mueve el hombro para despertar al señor que se ha recargado sobre él. Se estira, impulsándose con el marco de la ventana, saca la cabeza y escupe. El viento frío, a pesar de la luz que ya se deja ver en el horizonte, le pica la cara. Su rostro pequeño, marcado por algunas cicatrices de viruela, y los pómulos saltones podrían hablar de hambre o de una infancia convertida en mano de obra barata. Pero la piel apenas bronceada de su cara, en contraste con la aspereza de sus dedos, cuenta de largas temporadas bajo techo. Mira hacia el valle, cubierto todavía por la niebla, donde debe de estar el pueblo.
—¡Métase ya!
K aspira una vez más el aire fresco, el olor a estiércol y a pino, antes de obedecer al cochero y recargarse despeinado, terregoso y serio, contra los tablones de su asiento.

2
K entra a la cantina y escucha sus botas rechinar. Un par de borrachos dejan de reír y miran directamente a sus pies. Arruga la frente y hace un esfuerzo por recolectar saliva, buscando con la mirada el primer escupidero que le quede cerca. Sólo hay una franja de pastura olorosa y sucia a lo largo de la barra. K se traga el escupitajo. Los borrachos vuelven a reírse. Uno de ellos golpea su juego de cartas sobre la mesa y se arremanga la camisa. El otro sigue observándolo un momento, con la boca abierta, antes de gritar:
—¡Eh, Franz!¡Debe de ser el nuevo lavaplatos!
El primero vuelve a reírse. Echa la silla hacia atrás para darse espacio. K da un paso hacia ellos y siente el apretón de una mano sobre su brazo. Es una joven mayor que él, con unos ojos que le recuerdan el lago de fondo verdoso donde nadó la primera vez que escapó de casa. La mano tira de él hacia la barra, igual que entonces algo en el limo del fondo tiró de su pie.
—¿Cómo te llamas?
Ella sonríe y se aleja hacia una puerta que debe de dar a una terraza o espacio abierto, porque la luz del sol la enmarca y deja ver el polvo que se desprende de su falda, también verde, mientras se da la vuelta y cierra.
Los borrachos vuelven a reírse y el hombre detrás de la barra, que K no había notado hasta entonces, empieza a toser. Es una tos que termina por doblarlo hacia delante. Los borrachos guardan silencio y agachan la cabeza. K observa el pañuelo que el cantinero se lleva a la boca y distingue los manchones de sangre. Mira de reojo a los borrachos. Uno de ellos mueve una carta de un lugar a otro en su mano. El otro parece contener la respiración. K se cruza de brazos y espera. Cuando el ataque ha pasado, el hombre sirve un vaso de whiskycon la botella todavía temblorosa.
—Por cuenta de la casa —y se restriega la mano contra el delantal—, Franz.
—K —responde con el vaso en una mano, la otra en el bolsillo—. No soy el nuevo lavaplatos.
—Por supuesto que no…, aquí nadie lava los platos.
Mantiene el vaso sobre la barra hasta que el cantinero se ríe y empieza a sacudirse por la tos de nuevo. K bebe antes de decir:
—Vine por Gregorio Samsa.

3
Lo estuvo pensando mientras se sacudía la ropa y esperaba a que descargaran el maletín de flores rojas. Demasiado llamativo, pero, al final, lo único que había encontrado para guardar el par de camisas, dos calzones, el collar que había robado a su madre y la Colt Peacemaker que un soldado dejó olvidada en una de las habitaciones del burdel. Había mirado cómo el cochero bajaba aquel bolso de mujer, levantando un tanto las cejas y soltando un bufido al entregárselo, y K pensó en decirlo así, sin mayor explicación: «He venido por Gregorio Samsa».
Una vez registrado en la posada, mientras decidía dónde esconder la Colt, intentó decirlo en voz alta, probando distintos tonos.
—He venido a investigar el caso de Gregorio Samsa —moviéndose de un lado a otro de la pequeña habitación, ubicada en el segundo piso, donde el techo de dos aguas se inclinaba—. El marshal Herman me mandó llamar.
Avanzaba hacia la cama y ponía el arma bajo la almohada, y luego regresaba, agachándose conforme la altura del techo disminuía, camino a una ventana redonda y opaca. Después golpeaba los tablones de madera del costado, buscando alguno suelto para esconder el arma.
—¿Sabe usted algo al respecto? —el cachete recargado contra el suelo, buscando la pieza que sobresaliera entre los jirones de cabello y algo que aparentaba ser un par de medias de mujer, debajo de la cama—. De la desaparición del joven Samsa, ¿de qué más?
Un estornudo y vuelta a empezar. Esta vez en silencio, escuchó una voz de mujer años atrás: «Un muchacho como tú no debe presentarse con un arma, cariño. Más valdría que le gritaras al mundo que te detenga». Se sentó en el colchón con desconfianza, listo para pincharse con uno de los muelles.
Era duro, hecho de lana, o tal vez de pelo de caballo. Se recostó a lo largo, estiró la espalda, deslizó la pistola bajo la almohada y cerró los ojos.
—Nadie va a detenerme, Frieda.

4
—Así que el marshalHerman le perdió el miedo al telégrafo —Franz rellena el vaso sin consultarle y muestra una sonrisa.
Por el espejo, K alcanza a ver a uno de los borrachos ponerse de pie.
—Apuesto dos dólares a que ese telegrama no existe —deja caer sus cartas sobre la mesa y avanza hasta la barra. Trae un aparato hecho de correas de cuero y fierro atado a la pierna derecha, que mueve más lento y con la punta de la bota hacia afuera—. A nadie le interesa la desaparición de Gregorio Samsa.
Franz aclara la garganta y sirve otro vaso.
—Pórtate bien, Max.
K siente el peso de la Peacemaker pendiendo de su cinturón y escucha la risa de Frieda. Mantiene su vista en el espejo, desde donde el borracho se presenta, levantando su vaso hacia el reflejo de K.
—Para ti soy Brod, muchacho. Nada de Max.
K levanta su vaso y bebe al mismo tiempo que Brod, quien, al terminar su whisky,abre la boca y los ojos muy grandes, soltando un ahhhh. El labio superior se hunde por debajo del bigote a falta de dientes. Debajo de las arrugas de mugre y la barba no debe de ser tan viejo. No tiene una sola cana.
—Brod, del ejército de Tennessee, supongo por el acento —K mirando más allá del espejo.
Brod se ríe y vuelve a levantar las cejas.
—El lavaplatos sabe sumar, Franz —golpea su vaso contra la barra y el cantinero lo rellena, mirando de reojo a K—. Aunque no por eso es cierto que Herman lo haya llamado.

 

I
Había pasado su infancia escuchando las dos versiones de la historia. Eran los Confederados quienes solían narrar batallas enteras. Las contaban al oído de las mujeres, pero con suficiente volumen como para ser escuchados hasta el pasillo. Casi siempre terminaban en llanto o con vasos estrellados contra alguno de los muros.
—Deberían pagar extra por tener que abrazarlos y decirles «Ya, ya, querido, ya pasó» —Frieda expulsaba el humo haciendo ruido—. Los llorones tardan años en terminar.
K tendía la mano hacia ella. Ella le pasaba el cigarro sujetándolo con dos dedos pequeños y alargados, capaces de colarse dentro de cualquier prenda sin importar cuán apretada. Luego se reacomodaba sobre la colcha que él había puesto en la azotea, húmeda por el sereno.
—Perdieron —decía él, por decir algo. —Todos perdemos —reclamando su turno con un movimiento de sus dedos.
—Yo no —replicó K, sin dejar ir el cigarro.
Ella se sentó para arrebatárselo. Le dio una calada que terminó por consumirlo y dijo:
—Es cuestión de esperar.

5
—Mandemos a mi amigo Joseph a preguntar —dice Max Brod después del tercer vaso, la espalda demasiado derecha, como si luchara contra el impulso de recostarse sobre la barra.
—No creo que pueda levantarse.
El cantinero señala con un movimiento de cabeza la mesa del rincón y ambos, Brod y K, miran a través del espejo al hombre dormido sobre ella. Siguiendo una vieja marca sobre la barra, K le da vuelta a su vaso.
—Lo acompañaría, pero no sé llegar —sonríe y nota cómo el cantinero se mueve de lugar, colocándose entre su reflejo y el de Brod. La Peacemaker tibia entre su cinturón y la ropa interior le regresa a los dedos de Frieda y su voz: «Te dije que sólo se trataba de esperar».
—¡Joseph!
—Déjalo, Max.
—¡Joseph! —el nombre entre los labios hundidos de Brod recuerda un estornudo—. ¡Joseph, pedazo de cabrón!
El hombre se recompone despacio.
—Ve a la comisaría y pregunta si Herman ha mandado llamar a un muchacho por lo de Samsa.
Joseph se pasa el antebrazo por la barba, corta y enredada, sin hablar. K se levanta.
—Voy con él.
—No, no… —Brod lo palmea en el hombro—. Tú y yo vamos a seguir bebiendo, lavaplatos.

6
La muchacha de falda verde abre la puerta por la que había desaparecido. La puerta a ese patio interior que no se deja ver por la luz que entra con ella. K aprieta la mandíbula y respira, siente las ventanas de su nariz hinchadas. Procura mirar a la muchacha, concentrarse en su cabello negro y largo, cayendo sobre su espalda y oscureciéndose como el resto del bar cuando cierra la puerta tras de sí. Ella lo mira y K en lugar de relajarse vuelve a sentir la presión: muela contra muela.
—¿Ya conoces a las Sirenas, muchacho?
—Max, no quiero pedirte que salgas.
—No me lo pidas, Franz —Brod levanta un sombrero invisible e inclina su vaso hacia la chica—. ¿Eres la Sirena uno o la dos?
—Suficiente —K levanta la orilla de su camisa y muestra la culata de la Peacemaker, la palma abierta y el pulgar, con la uña mordida al ras, el dedo tenso como su rostro. Sin dejar de ver a Brod, levanta las cejas, haciendo un movimiento de cabeza hacia ella—. Pídale disculpas a la señorita.
—Así que sólo conoces a una.
—Ve a ver si Joseph no se ha caído por ahí. La cuenta corre por la casa —Franz tiene una mano sobre la barra, la otra oculta—. Y tú, muchacho, siéntate.
—¿Estás buscando el rifle o vas a leernos algo de lo que escribes, Franz?
—No debe de haber llegado muy lejos.
K mira al cantinero, que empieza a toser, y luego a Brod. La palma de su mano, húmeda y rugosa, sigue abierta hasta que el borracho ríe y deja de un golpe su vaso sobre la barra. El metal del aparato atado a su pierna hace ruido al chocar contra la madera del banco y vuelve a reírse, moviendo la cabeza.
Avanza hacia la salida arrastrando la bota izquierda y K cierra el puño para sentarse despacio. Se inclina hacia el vaso que el cantinero, luchando por contener la tos, llena hasta el borde. El hombre con el aparato atado a su pierna se pierde de vista y K se lleva el whiskya la boca. Mira hacia donde antes estaba la muchacha con ojos de lago.
En el espejo tampoco está.

 

II
Ella siempre había sido mayor. Mayor para escalar los árboles. Mayor para robar la escopeta y tener una sesión de tiro con las viejas botellas. Mayor para indicarle cómo se quita un corsé.
—Enséñame a jugar póker —le dijo una tarde lenta, en que las muchachas estaban encerradas en sus cuartos y a ella, en castigo por algo de lo que no quiso hablar, la habían puesto a remendar las medias de todas.
—No sé jugar póker.
—Pero los acompañas en la mesa mientras juegan, algo debes de saber.
—No —apretaba en su mano un huevo de madera para zurcir—. Y si no me dejas en paz, te voy a dar con esto en la cabeza. ¿Qué no tienes nada que hacer?
—Frieda… —K sacó de su bolsillo un mazo de cartas e intentó barajarlas. Las cartas se le resbalaron de las manos y cayeron en el piso que había lustrado esa mañana mientras ella dormía.
Frieda no se rio. Sólo lo miró con la aguja detenida, el hilo tenso entre aquel huevo de madera y sus dedos.
—Hay cosas que sólo te puede enseñar un hombre.
K recogió las cartas, sintiendo cómo su respiración se hacía más pesada y su cara se apretaba. Se dio la vuelta para darle la espalda y que ella no pudiera verlo.
—Para jugar póker tienes que blofear, ¿sabes?
Él no contestó. Estaba listo para salir por la puerta sin decir más, dándole un último vistazo a Frieda como para probar algo que sólo podría probarse si se le quedaba viendo. Y estaba incorporándose para hacerlo, para aventarle una mirada desde el vano de la puerta, cuando ella volvió a hablar.
—Blofear sí sé… si quieres que te enseñe.

7
Franz mete la mano con el trapo en un par de vasos. Tienen un tono opaco que no parece posible limpiar. K observa el ritual, callado, esperando. El corazón le late en las orejas. «No te levantes. No te vayas, todavía», llega su voz de nuevo, «debes parecer relajado, esperar a que llegue el momento para mirarlo a los ojos y mentir».
—¿Quién es ella? —pregunta por fin, mientras hace un movimiento suave de cabeza hacia la puerta por la que había entrado la muchacha de ojos verdes, sólo para volver a desaparecer.
—Una chica del pueblo.
K apoya un codo sobre la barra y se atreve a mirar su reflejo. Las orejas siguen coloradas. El cabello revuelto. Se pasa la mano por la cabeza. Debió traer sombrero.
—¿Por qué Brod le dice Sirena?
—Porque no la conoce. —Una tos parece interrumpir la frase del cantinero, pero una vez pasado el acceso, sigue callado. Apoya las palmas sobre la barra y aprieta los labios.
«Míralo bien, cariño. Mira y usa lo que ves», dice Frieda, con una voz que se desliza en sus oídos, como la arena entre las manos. K mira a Franz y sabe qué decir.
—Usted está enamorado de ella.
Franz parpadea y toma otro vaso para pasarle el trapo.
—Usted no ha recibido un telegrama de Herman.
—Pregúntele a Joseph cuando vuelva de la comisaría. O a Brod, si quiere —K se lleva el vaso medio vacío a los labios. En el espejo, sus orejas han bajado de color. Se mira por el rabillo del ojo, dejando tres monedas sobre la barra—. Y no se preocupe, Franz; su secreto está a salvo.

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