Con el argumento de que «a veces, puede perder la razón» , el tribunal de selección de la Academia de Bellas Artes de Viena rechazó la solicitud del escultor Franz Xaver Messerschmidt (Suabia, 1763) para tomar el cargo de profesor titular de escultura de esta institución, lo que provocó en el artista una sensación de ataque por parte de los académicos y lo llevó a dejar la ciudad de Viena y mudarse a Bratislava (antes Pressburg). Ahí empezó a sentirse amenazado por una multitud de fantasmas y, para alejarlos, comenzó con la construcción de los bustos que registran distintas gesticulaciones. Su ritual de defensa consistía en que Franz Xaver, frente al espejo, se pellizcaba una parte del cuerpo para luego reproducir el gesto en los distintos materiales que dieron como resultado sesenta y nueve bustos. Tal estado de exaltación lo llevaba a creer que las esculturas funcionaban como amuletos.
«Dime mi amor / le digo a cada uno y / todos dicen — no uno / por uno como — una / parvada se anidó / en la cabeza de un / espantapájaros — todos / esos poetas están dentro / de mí los mal — paridos». La «Canción de cuna para el espantapájaros», de Javier Acosta (Estancia de Ánimas, Zacatecas, 1967), establece vasos comunicantes con los trastornos en la percepción del artista alemán. La legión de fantasmas que atormentaban a Franz Xaver estaba encabezada por lo que él consideraba el más celoso de ellos: el fantasma de la proporción («que, según él, gobernaba el mundo»). La presencia de éste y los demás perseguidores lo llevó a perfeccionar su trabajo para desafiar las presencias nocturnas. Aunque en su libro La carne de gallina Acosta hará referencias claras a un estado febril, más que a un estado esquizoide, se establecerán las correspondencias, como en el poema citado, no sólo por el efecto de que altera la percepción, sino también por los efectos protectores. En este texto es esencial la figura del espantapájaros que traza, con su estructura, la figura de la cruz que ha sido el símbolo de protección por antonomasia en el imaginario católico y con la que el poeta establece la analogía con el propio cuerpo para hablar (¿y protegerse?) de quienes lo atormentan y «se — secretean la / durmiente canción / de [su] cabeza». Podríamos anotar que las oposiciones de delirio y lenguaje, realidad y poesía, trazan la cruz que otorga el sentido cardinal a esta escritura.
La fiebre es llevada por Javier Acosta a un punto delirante que repercute en la mayoría de los poemas, con lo que consigue lo que T. S. Eliot atribuye a Butcher: «Todos los efectos menores han de subordinarse a un efecto de unidad siempre creciente […] y en él discerniremos el sentido del conjunto». Esta unidad creciente propone que quien habla en el libro, apoyándose en guiones que alteran el sentido lógico, concilia dos espacios temporales que se van unificando en esta habla del delirio para conformar el discurso narrativo: el presente de la escritura y el pasado, que ofrece, con recursos muy bien definidos, una panorámica hacia la infancia: «y las frágiles presas reposan bajo la sequía / su corazón — protesta la noche se detiene / tartamudea el reloj — el sol deja que giren / alrededor estas polillas
— la fiebre no descansa / no descanses».
Los recuerdos que Acosta convoca, con un lenguaje entrecortado (¿jadeante?), conforman la vivencia actual y, por consecuencia, presentan a quien toma la voz en el poemario como un experto que acude al pasado febril para reconocerse en los elementos que reafirman su conformación experiencial porque, como menciona Aristóteles en su Metafísica: «del recuerdo nace para los hombres la experiencia, pues muchos recuerdos de la misma cosa llegan a constituir[la]». Es lo experimentado lo que posibilita que la percepción desvanezca las fronteras de lo real y entonces ocurre una de las características más emblemáticas de este poeta: la inusitada confianza en el lenguaje. En cada poema de este libro, las palabras son puestas con la devoción que se pone en las oraciones y los conjuros. El lenguaje tiene como objetivo alcanzar el encantamiento.
El poeta no se apoya sólo en los sentidos para trastocar lo real, sino que establece un cruce de la imaginación con el delirio para enumerar esa otra realidad: el libro. La atmósfera que van conformando los poemas deja ver los efectos de la reinterpretación: «este poema es una casa / sola — este poema es un barrio / sin luz este poema […] es el peso — de mi padre / este poema es mi perro — este / poema es el mundo este poema / […] este / poema es nada es — una casa que se queda / sola cuando regresa su único inquilino — y / si se queda a dormir en todas las recámaras / este poema — es un barrio sin luz en un país / muy rico este poema […] guarda — los ojos de mi padre / que no quería — morir en mis débiles / brazos para — no incomodarme este poema / es — mi perro cuando enferma / y se esconde de mí bajo la — oxidada cama / de mi padre — este poema es / el mundo que se irá — contigo a un poema / más triste». Es así como Acosta provoca la experiencia poética del asombro y experimenta la sensación de tener La carne de gallina. El ejemplo que entresaco del poema «bajo estas palabras» confirma ese gesto asombrado ante el lenguaje.
l La carne de gallina, de Javier Acosta.
Universidad Autónoma de Querétaro, México, 2016.